La Corte Constitucional y la paz

La Corte Constitucional y la paz

"La Corte Constitucional guarda la integridad y supremacía del ordenamiento superior, y ella misma está sujeta a él"

Por: Gabriel Ángel Muriel González
mayo 30, 2017
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La Corte Constitucional y la paz

 

La Constitución Política de 1991 se promulgó con el fin de asegurar valores imprescindibles al ordenamiento social, como la justicia y la libertad, empezando por la vida, objetivo supremo y posible sólo en una sociedad en paz. Por esta razón la paz es un derecho y, en primer lugar, un deber para los ciudadanos.  Por supuesto también es una obligación para las instituciones del Estado. Y puesto que el Presidente de la República tiene entre sus funciones la responsabilidad de mantener el orden público, se le otorgó la exclusividad de dirigir la política de paz.

Con la facultad constitucional, y el mandato del pueblo al reelegirlo para concluir las negociaciones iniciadas en su primer gobierno, la política de paz del Presidente Santos obtuvo un acuerdo para terminar el conflicto con el grupo insurgente más fuerte del país. El acuerdo no requería, por tanto, de ninguna refrendación, como en efecto no fue necesaria en los tratados de paz logrados por el Presidente Virgilio Barco, entre ellos el firmado con el M-19, algunos de cuyos ex integrantes participan activamente en la vida democrática, sin armas.

Todos los gobiernos, bien o mal, intentaron cumplir el mandato constitucional de la paz. Pero se rajaron al no lograr persuadir a la contraparte de cambiar las balas por la fuerza de las ideas, y por la falta de estatura para quitar los cerrojos de la democracia endeble. Entonces se tomó el atajo expedito y rentable de la guerra, se cercenó el derecho a la paz, el deber de obligatorio cumplimiento quedó aprisionado en las hojas de papel de la Constitución y el supremo valor de la vida se redujo a su mínima expresión.

Cuando la guerra se impuso como marco de convivencia, y como plan maestro e inercial de gobernar, el Presidente Juan Manuel Santos traicionó el camino fácil, conformista y cotidiano, de la muerte abrupta y evitable, de las masacres y los secuestros, y asumió el liderazgo para torcerle el pescuezo a la violencia. Un cambio profundo que alertó a los poderosos intereses económicos y políticos que promovieron con frenesí el terror desde el Estado, y con fiereza convulsionan hoy frente a la inocultable disminución de víctimas.

La democracia tiene mecanismos de delegación para tomar decisiones con eficacia. Consagradas así en la Constitución, el Presidente no podía renunciar a la exclusividad de sus funciones. Sin embargo la coyuntura política, la presión opositora, lo forzaron a proponer que sí, que refrendaría el acuerdo. Para colmo, la Corte Constitucional dio vía libre al plebiscito, cambiando de manos la responsabilidad de mantener el orden público. La política de paz fue puesta en entredicho desde el púlpito y, con estrategias de engaño, confesadas, aprovecharon el frenesí para escoger, libremente, la oportunidad de prolongar la muerte execrable del conflicto.

Es decir, la interpretación constitucional esgrimió que la vida y la paz pueden ser resultado de la guerra. Al fin y al cabo fue la opción preponderante desde el surgimiento del conflicto, cuando la incipiente revuelta de campesinos hace seis décadas parecía asegurar un triunfo rápido del Estado al combatirlos militarmente. En esa ilusión cayeron, en vano, todos los gobiernos. Al contrario, el conflicto desbordó el presupuesto militar del Estado ocasionando desequilibrios en el desarrollo como nación, con repercusiones en los indicadores sociales y con el recrudecimiento de la guerra sobre los sectores más vulnerables de la población, particularmente rurales, indígenas, campesinos y afrocolombianos.

Por eso después del fracaso reiterado de la salida militar, la Constitución de 1991 instituyó la paz como pilar, para que fuera obligación de todos “Propender al logro y mantenimiento de la paz”. Desde la cúpula del Estado no fue así, a pesar de los intentos. Nadie igualó la efectividad del Presidente Barco en este campo. La búsqueda fallida de la paz intensificó la guerra hasta su más vil degradación, con secuelas profundas.

Los fracasos en las negociaciones de paz dejaron lecciones que el Presidente Santos capitalizó y concretó para terminar el conflicto armado con la guerrilla más longeva del continente. Por supuesto un acuerdo entre partes opuestas es el resultado de la tensión y forcejeo entre ellas, donde cada una obtiene y cede posiciones y aspiraciones para lograr una suma total beneficiosa. La guerrilla no sacrificó sus ideales, que en adelante buscará desde la democracia; y el gobierno defendió los derechos de los colombianos, particularmente de las víctimas, sin ceder el modelo económico o la estructura social o política. En conclusión, a pesar de la polarización sobre el país que anhelamos, reflejada en agentes armados por desmovilizar, avanzamos un paso más hacia el derecho de la paz.

La negociación se hizo entre dos partes, pero otros sectores introdujeron cambios al acuerdo, que el gobierno defendió como propios ante las Farc. El nuevo acuerdo, con mayor legitimidad, fue refrendado por un Congreso compuesto, a su vez, por representantes de todos los partidos. Como no puede barajarse indefinidamente, las cartas están echadas, so pena de transgredir las facultades constitucionales otorgadas al Presidente y al Congreso de la República y de paso, peor aún, echar al traste el mayor logro de paz desde la Independencia.

La Corte Constitucional guarda la integridad y supremacía del ordenamiento superior, y ella misma está sujeta a él. Tratándose de un acuerdo especial, todas las autoridades, incluida la Corte, se ciñen al acuerdo de paz. Así, las instituciones y los ciudadanos asumimos el deber constitucional de “Propender al logro y mantenimiento de la paz”, lo que en términos prácticos significa hacer prevalecer la vida.

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