La corrupción universitaria es más vieja de lo que parece

La corrupción universitaria es más vieja de lo que parece

"La lucha contra este fenómeno hay que darla, pero primero examinando nuestro grado de responsabilidad, ya por acción o por omisión"

Por: cesar arturo castillo parra
octubre 18, 2019
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La corrupción universitaria es más vieja de lo que parece
Foto: Pixabay

Las recientes marchas de los estudiantes contra la corrupción son entendibles por el malestar que provoca el mal uso de los recursos físicos o financieros por parte de los directivos universitarios, pero no dejan de llamar la atención las paradojas y contradicciones que aparecen cuando de luchar contra ese problema se trata. Lo primero para recordar es que hablamos de un fenómeno muy viejo de nuestra historia patria y que cada vez más viene afectando, a todas las instituciones de este país. En segundo término, en el sistema universitario, la corrupción no surgió este año, lo que pasa es que, como ha tenido tantas formas de sobrevivir, las personas prefieren hacerse las desentendidas, para no sufrir las consecuencias del control social que hay sobre los sujetos que intentan destaparla.

Aunque las universidades privadas se diferencian de las públicas porque son unidades de negocio, juntas comparten el hecho de ser entidades estructuradas como entes feudales, donde son las jerarquías de poder económico y nobiliario (con títulos) las que, imponen su voluntad y en las cuales la democracia no pasa de ser una consigna de buenas intenciones. Gracias a la ley treinta en las universidades públicas los que mandan en los concejos superiores son unas aristocracias conformadas por empresarios de apellidos de alcurnia, delegados del gobierno nacional y sus fieles servidores de la clase media, los politiqueros regionales y el profesorado. Dichas aristocracias ponen los rectores-reyezuelos y se reparten los dineros públicos en formatos de honores, contratos, convenios y otros beneficios. Lamentable decirlo, pero para eso es que sirve la famosa autonomía universitaria y no para tomar distancia del modelo de educación que dictan los burócratas neoliberales del ministerio.

Luego vienen en un nivel inferior los vicerrectores-príncipes de la administración y, aparte están, los señores sabios de la mesa redonda del consejo académico haciendo el coro. Más abajo se ubican las facultades donde los decanos ofician como pequeños condes manejando en su condado, un presupuesto que les sirve para manipular la clientela de sus fieles servidores, los profesores temporalmente rasos, la masa de profesores eternamente temporales y a los estudiantes que ofician de monitores.

Aunque he simplificado el orden institucional lo que se quiere señalar es que el despilfarro, el tráfico de influencias y de prebendas (como las becas, viajes, publicaciones, comisiones de estudio, reconocimientos, asesorías, proyectos etc.), son cosas que funcionan estructuralmente y frente a las cuales, nadie dice nada, porque el respeto al poder es lo más sagrado. Asimismo nadie quiere tropezarse con los intereses de los demás para no afectar de pronto, sus propias posibilidades futuras de acceder a un cargo directivo o a su parte del pastel.

Las universidades no están pensadas para generar la igualdad social como predican muchos, pues básicamente están conformadas por profesores y estudiantes que luchan por el ascenso social y de los cuales muchos están dispuestos a hacer lo que sea necesario para lograr ser reconocidos como integrantes del sector dominado de la clase dominante y disfrutar de sus nuevos gustos refinados. Es por esto que la mayoría de los profesores para mejorar los ingresos y entrar a figurar como sacerdotes distinguidos de una parcela del saber-poder, en los últimos años se han preocupado por escribir y reescribir artículos, publicar informes de pacotilla de dudosos proyectos de investigación y por montar microempresas grupales de posgrados. Entre tanto, los pregrados se han hundido en la mediocridad por no corresponder a las lógicas de nuestro tiempo que están regidas por la rentabilidad económica, la competitividad tecno científica y las mediciones de los “ranking” internacionales.

De otra parte están los trabajadores que no se han quedado atrás, en eso de jalar de la piñata presupuestal y están logrando prebendas que no tienen otros funcionarios del Estado. Lo triste es que a pesar de ello no se les puede llamar la atención por sus ineptitudes o falta de compromiso laboral, pues rápidamente corren a escudarse en sus organizaciones sindicales.

De los vendedores informales, que roban servicios públicos y ofrecen software pirata dentro de los campus, participan democráticamente todos los de la comunidad universitaria, sin que eso de fomentar la ilegalidad ruborice a alguno, mucho menos a los entes de control del Estado, porque las personerías o contralorías también están integradas por las mismas fichas de los politiqueros regionales.

Y por último están los estudiantes que inician su proceso formativo en ese sistema educativo basado en la competitividad, aprendiendo, en consecuencia de las prácticas del chancuco, el plagio y el pago de trabajos académicos, para poder ser los primeros en lograr los reconocimientos, las becas y la titulación que supuestamente les abrirá las puertas al mercado laboral.

De manera que marchar contra la corrupción me resulta un tanto difícil sobre todo cuando uno se entera que en los procesos de designación de rector, profesores, estudiantes, politiqueros y el gobierno, sin ningún asomo de vergüenza, son las que eligen y reeligen a las camarillas rectorales corruptas.

Por todo los argumentos desarrollados, diríase que la lucha contra la corrupción hay que darla, pero primero examinando nuestro grado de responsabilidad, ya por acción o por omisión.

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