La contadora de historias de Zapatosa

La contadora de historias de Zapatosa

María Palmera era una mujer de unos sesenta años, de pelo blanco, de rostro agradable. La señora contaba una historia por cada tabaco que se fumaba

Por: Ignacio Gutiérrez Aragón
marzo 03, 2022
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La contadora de historias de Zapatosa
Foto: Pixabay

Zapatosa es un pueblo de pescadores situado a orillas de la gran ciénaga de Zpatosa, adornado por sabanas verdes, donde pastan cientos de ganados vacunos, caballar y asnal; pero también es un pueblo perdido en el olvido del tiempo y en el universo del silencio. En la época de los hechos narrados no se contaba con el servicio de luz eléctrica, y en los colegios de primaria de la época se dictaban clases solo cuando el gobierno mandaba a algún profesor a estas áreas rurales perdidas. El olvido de la nada y el verano permitían que el único carro del pueblo lograra salir por las trochas de Rivera hasta el pueblo más cercano, ubicado en la carretera troncal.

Aquella noche de aquel tiempo, la oscuridad escondía el silencio y la figura de un niño, que sigiloso corría como una sombra por las solitarias calles del pueblo. Eran pasadas las ocho de la noche y las luces de lamparitas de queroseno, encendidas en las puertas de las últimas casas que a esa hora aún mantenían las puertas de la calle abiertas y las luminarias encendidas, semejaban cucuyos titilantes que alumbraban fantasmas imaginarios y espantos en las calles oscuras del olvidado pueblo.

El viejo Antonio Chaves siempre estaba sentado en la puerta de la calle de su casa, acompañado con su bastón, ya que por su edad y su insomnio era una de las personas que más demoraba despierto, recibiendo hasta muy tarde el fresco de la noche. Por esta razón, era uno de los últimos que cerraba las puertas de su casa, casi a la media noche; además, era el único que vendía el querosene para las lámparas del pueblo y el ungüento número 100, que calmaba los dolores producidos por golpes. También sobaba algunas descomposturas de huesos, y no faltaba el que llegara tarde de la noche a su puerta buscando querosene o que le vendieran algo para calmar algún dolor.

Aquella noche yo había llevado dos calillas (tabacos muy delgados) para que fumara la señora María Palmera, que era la contadora de historias del pueblo; esas historias eran relatos de hechos reales e imaginarios, que ella iba creando a medida que masticaba la colilla del tabaco y nos contaba esos cuentos que iba sacando de su imaginación.

A mí me tocaba atravesar el pueblo de extremo a extremo para disfrutar de aquella singular diversión y enseñanza, ya que esas historias nos alimentaban la creatividad porque teníamos que imaginar las escenas, hechos e imágenes que nos dibujaban los relatos mágicos y que iban pasando por nuestras mentes como una película imaginaria a medida que María Palmera nos narraba su cuento.

Todos los sábados entre las siete y ocho y media de la noche esta señora nos brindaba el placer de conocer tan interesantes relatos. Pero al tomar el camino de regresar a casa, después de que escuchaba aquellas historias, el momento de mayor temor para mí era cuando pasaba por el frente del cementerio del pueblo, ya que decían que, en las noches oscuras, en el cementerio salía el fantasma de la difunta Mónica para vengarse de los profanadores de tumbas que, en una noche de parranda, se habían robado su calavera para utilizarla como amuleto o talismán mágico, para enamorar mujeres hermosas en sus parrandas.

María Palmera era una mujer de unos sesenta años, de pelo blanco, de rostro agradable. La señora María Palmera contaba una historia por cada tabaco que se fumaba; yo en esos tiempos era un niño de unos seis años de ojos despierto, y asistía regularmente a escuchar las historias que ella contaba.

Aquella noche yo había ahorrado los dos centavos para comprar las dos calillas que tenía que llevar para poder escuchar las historias.

María Palmera prendió su tabaco con mucha parsimonia, luego mordisqueó la punta, escupió hacia un costado en el piso de tierra y empezó a fumar y a masticar el tabaco. Mientras tanto, los cinco niños que aquella noche habíamos llegado a escuchar sus cuentos nos acomodamos sentados en el suelo, buscando el mejor sitio para escuchar el cuento que estaba a punto de empezar.

La señora aspiró el tabaco y exhaló una bocanada de humo, que se esparció lentamente como un espiral hacia el cielo, confundiéndose con la oscuridad de la noche. La tenue luz de la lamparita de querosene chisporroteó, como presagiando el temor que inspiraban las historias contadas por María Palmera. La señora miró la lámpara como ordenándole que se quedara quieta, y con un tono muy serio comenzó a contar la historia.

En una ocasión, en un punto que llaman Mate Golero, allá donde termina la sabana, en la casa de Zinc, vivía una pareja que se casó muy enamorada, eran muy jóvenes, muy trabajadores y dedicado a sus labores. Al poco tiempo de casados, les nació un par de gemelos, una niña y un niño, a los cuales les dedicaron todo su amor y cuidados, y los enseñaron a ser siempre muy unidos. Sus padres cuidaban con esmero del crecimiento de sus hijos y de su formación, enseñándoles valores y respeto por los mayores.

En el pueblo casi no había personas que se dedicaran regularmente al arte de enseñar, y menos profesores del gobierno. Por esa razón, la madre de los niños se encargaba de su educación y se esmeraba en enseñarles a leer, escribir y a desarrollar sus habilidades artísticas. Los hermanos eran muy unidos y nunca salía uno sin la compañía del otro, ya que sus padres siempre les recomendaban no salir de casa por las noches, y más aún si esas noches eran noches sin lunas o noches lluviosas y oscuras, pues esas eran las noches en que salía la Luz Corredora o la Llorona, que para calmar su llanto lastimero, se robaba a los niños, perdiéndose con ellos en la oscuridad y el silencio.

Cuando los niños cumplieron los siete años, los padres los matricularon en la escuela del pueblo. Eran unos niños aplicados y estudiosos, y todas las tardes, antes de seis, ya estaban de regreso en su casa. De inmediato se ponían ayudarle a su madre en los quehaceres de la casa.

Un día de esos días, estando los niños en la escuela, empezó a llover torrencialmente. Escampó hasta pasadas las siete de la noche. A los niños se les hizo muy tarde y tenían que regresar a su casa que quedaba en las afueras del pueblo, había una lluvia pertinaz y la noche era muy fría y oscura, con muchos relámpagos y truenos que hacía de esa noche una noche de miedo. Los niños, atemorizados por las leyendas de espantos, pero viendo que la oscuridad de la noche avanzaba y que se les hacía muy tarde, asustados por el temor que le representaba recordar las recomendaciones de sus padres, sacaron valor de sus miedos y, decididos, tomaron el camino de regreso a casa.

Agarrados de las manos, iban por la sabana con la mirada fija en la luz de la lamparita que se veía a lo lejos y que indicaba que era su casa y que su padres estarían muy preocupados por la tardanza de sus hijos. Los niños caminaban lo más rápido que podían, pero los charcos del camino formados por el torrencial aguacero hacían lento su andar, la brisa al batir los árboles producía ruidos que semejaban quejidos o lamentos que erizaban la piel de los asustados niños.

Cuando los niños pasaron por los palos grandes, escucharon aquel grito, que más parecía un lamento y un llanto lastimero y desgarrador que provenía del alma de una mujer desesperada y llena de tristeza. Ese llanto hacía que la noche, con sus truenos y relámpagos, pareciera entender el dolor de aquel corazón atormentado. Los niños, en medio de la oscuridad, sintieron que ese llanto lastimero los abrazaba, llegando hasta sus huesos, y un frío mortal les corrió por todo el cuerpo, casi paralizándolos del susto.

El niño, sacando valor de ese miedo profundo, gritó a su hermana ¡corramos, hermanita! Los niños se agarraron más fuerte de sus manos y empezaron a correr a toda la velocidad que daban sus piernas, la brisa zumbaba a su alrededor y la llovizna dejaba caer gotas de agua en el rostro de los niños. Pero a cada minuto que pasaba escuchaban aquel llanto lastimero y desgarrador de la Llorona más cerca, casi lo sentían alcanzando sus espaldas. La niña tropezó y por poco cae al suelo, con desespero gritaba a su hermanito: no me dejes, hermanito, espérame. El hermanito le gritaba: corre, corre, no te detengas, ya casi llegamos, no te detengas ya casi llegando a la casa, pero no soltaba la mano de su hermana.

La niña estaba muy cansada, por el susto y el esfuerzo de la carrera ya sus piernas estaban al límite de sus fuerzas. En medio de la carrera la niña tropezó y cayó al suelo, su hermanito, al verla caer, se de detuvo y de inmediato se tiró encima de su hermana, cubriendo con su cuerpo el cuerpo caído de su hermana. Dándole animo le gritaba: yo te cuido ,hermanita, yo te cuido, la Llorona no te va a llevar, yo no te voy a dejar sola, yo estoy contigo.

En esos instantes el niño sintió que unas manos se posaron en sus hombros, y su miedo se incrementó de tal manera que empezó a gritar con todas sus fuerzas: mamaaaaá, mamaaaá… El niño sintió que se desmayaba por el miedo, a la vez que sentía que unos brazos los levantaban. Pensó que la Llorona se lo llevaría lejos: entonces escuchó la voz de su madre que les decía: hijos míos, me tenían muy preocupada.

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