Turbaco: el pueblo de Colombia en donde mandan las mujeres

Turbaco: el pueblo de Colombia en donde mandan las mujeres

300 mujeres desplazadas tomaron las riendas de este pueblo a 20 minutos de Cartagena en donde nadie roba, mata o pasa hambre

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abril 28, 2017
Turbaco: el pueblo de Colombia en donde mandan las mujeres
Foto: archivo Elpais.com - Javier Sulé

Se unieron buscando fondos para pagar un cajón (un ataúd). Así arranca la web de la Liga de Mujeres Desplazadas, una organización colombiana creada por Patricia Guerrero, una abogada y exjuez que ante la miseria de las mujeres víctimas del conflicto que asola su país se puso a guerrear por ellas. Su primera batalla fue dar un hogar a esas mujeres, las más indígenas, las más negras, las más pobres. El conflicto que vive el país desde hace más de 50 años les había quitado su casa y vagaban por las ciudades arrastrando ristras de niños y niñas y algún mayor superviviente. "Necesitaban de todo: huían de una guerra que ya siempre les acompaña, porque ninguna puede olvidar el rastro que deja en ellas, que las viola, deja huérfanas, viudas, sin tierras, sin sus casitas, sin sus hijos que son asesinados...", señala la letrada.

Para empezar a paliar su situación, atravesada por todos los misiles que desgarran el país: narcotráfico, guerrilla, paramilitares, tráficos varios (armas, mujeres, piedras preciosas...) pensé en crear una ciudad sólo para ellas, un lugar levantado ladrillo a ladrillo por las féminas. Se trataba de darles una vivienda para que pudieran empezar una nueva vida donde ellas dibujasen su futuro. Cabrían hombres, pero sólo si aceptan sus normas de no violencia, negociación y solidaridad”, explica la letrada entonces escoltada por dos guardaespaldas. Tanto ella como la organización están o han estado amenazadas por los paramilitares.

Esto ocurre en un lugar del caribe colombiano, cerca de donde García Márquez situaría Macondo, un espacio existe un lugar habitado y gobernado por mujeres. No son guerreras ni amazonas; todo lo contrario, son feministas y pacifistas. La ciudad (100 casitas, todas iguales, de 70 metros cuadrados: dos habitaciones, una sala, cocina, baño y un patio) está en Turbaco, a unos 20 minutos de Cartagena de Indias. Sus lideresas (y son ellas las que insisten en el adjetivo, en femenino y en plural) son madres de familia desplazadas por el conflicto que desangra el país desde hace 50 años. Son las más pobres del país (indígenas, negras, mulatas…), mujeres que tuvieron que huir de la guerra arrastrando a sus hijos sin un lugar donde refugiarse. Sin casa y sin nada a lo que agarrarse decidieron organizarse, pensaron que juntas podrían tener más fuerza para demandar. Entonces, no sabían muy bien qué.

Bienvenidos los hombres, pero con formación

“Sí, somos feministas, pero eso no quiere decir que no admitamos a los hombres. Lo único es que hemos aprendido a hablar de nuestros muchos derechos, también sexuales”, cantan al unísono 12 mujeres reunidas en la calle para hablar de su peculiar urbe. Para ellas, feminismo es igualdad y quieren a los hombres: “Nos encantan; yo he tenido varios. Lo único es que ahora soy yo la que dice si siguen bajo mi techo, la que no admite que me levanten la mano y la que se ocupa de que en casa se aprenda a negociar y consensuar. Eso sí, esa postura consigue separaciones. Aquí muchos hombre no han aguantado que nosotras opinemos”, razona entre risas Juana López. Como el resto de estas ciudadanas, ella mantiene a su familia con trabajos informales: venta de panecillos y arepas, limpieza en casas, costura, manicura u otras historias menos confesables.

“Para mí el terror es que la lógica de la guerra atrape a los pequeños: a los niños reclutándoles en uno de sus bandos y a las niñas como prostitutas. Porque el conflicto a las mujeres las persigue siempre. También ahora que en teoría viven en paz. El problema es que todos los negocios que tienen que ver con la guerra cruzan por las comunidades más pobres del país. Y cuando solicitan un crédito, que nunca es oficial, acaban pidiéndole un 10 por ciento más al segundo día, un 100 por cien más al segundo, y si no tienen con qué devolverlo, pagan con sus hijos o hijas”, denuncia la creadora de este espacio. Para instruir a los más jóvenes, hay talleres que enseñan a las pequeñas que preñarse a los 15 no es una forma de salir de pobreza y que deben ser independientes. A ellos, les cuentan que se puede ser sensible, no competitivo y que la agresividad acaba golpeándoles a ellos. Hay también talleres de masculinidad para los compañeros adultos de estas pioneras. Van a regañadientes, pero terminan pasándose por las aulas y reconociendo que ellas han creado un entorno más fácil de vivir.

Pero la abogada feminista, capaz de reunir 700.000 dólares (el dinero que consiguió para la ciudad), no se conformo con lo conseguido. Ahora trabaja obsesivamente porque se reconozca que sus mujeres están muriendo de pena moral, un concepto nuevo que ella espera que, como el feminicidio, se termine por entender. “Tiene que ver con la tristeza y desesperanza de no tener futuro. Las mujeres se enferman de dolor una manera irrecuperable. Está probado que sufren un estrés postraumático que acaban somatizando con enfermedades propias de las mujeres: inasistencia ante las violaciones que han sufrido, abortos provocados por la miseria, unos cuerpos maltratados por haber empezado a parir con 15 años, el desplazamiento y las cargas familiares que asumen... Eso mata. Por eso, mi objetivo ahora es conseguir una reparación por ese daño de forma colectiva”.

Una historia escrita con sangre

La construcción de la ciudad desde una posición pacífica provocó violencia. “Cuando reclamamos nuestros derechos, resultamos revolucionarias, y más en zonas de paramilitares. De ahí las amenazas. Nos atacaron de muchas formas. Mataron a machete al esposo de Simona, una de las fundadoras; él era el vigilante de la fabrica de ladrillos que teníamos; Keila Berrío fue asesinada por su marido, que no soportó verla feliz, con empleo y emancipada y en el 2007 los paramilitares quemaron nuestra local comunitario”, narra Lubis Cárdenas, una de las portavoces de la asociación. Pero esos zarpazos no las amedrantaron. Cuando llegaron los muertos y la violencia se sentaron en lo que hoy son sus calles (con medianas en las que relucen los verdes árboles del trópico), y, reunidas en asamblea, votaron que seguían, que no abandonaban el proyecto. La voz más fuerte entre estas marginadas de Colombia fue la de Simona, la viuda del hombre que vigilaba su almacén. Gritó que estaba cansada de huir y pidió –en nombre de su marido- unidad y persistencia.

Y con sus casas levantadas por ellas, a quienes se dio formación en los oficios de albañilería, fontanería y electricista, Patricia Guerrero empezó a enseñar a estas mujeres iletradas el valor de la memoria histórica de los hechos la violencia que habían sufrido. “Se trataba de que se organizaran para demostrar la agresión y altanería de la estructura patriarcal que es la guerra. Porque en ella, las mujeres están sólo para parir, lavar, ser utilizadas y violadas como botín de guerra”, sentencia la abogada. Así, una vez terminada la obra, las habitantes de la Ciudad de las Mujeres empezaron a instruirse en qué es la Constitución del 91, qué es el derecho internacional humanitario y cuáles los derechos de las mujeres. “Después el tema de la impunidad empezó a calarles profundo. Se saben víctimas de un conflicto que no provocaron y empiezan a interesarse por entender cuáles son las leyes de esa violencia, qué es el narcoparamilitarismo, la concentración de tierras y riquezas, la globalización económica, el negocio de la guerra, y cómo impacta todo eso en su vida”, apunta Patricia Guerrero. Y la lección ha calado entre ellas, que se sienten empoderadas (de nuevo son las lideresas las que apuntan el término). Hoy se saben sujetas a unos derechos y son conscientes de que no todo es lo que digan los guerreros o los maridos.

Ahora otra de sus batallas es conseguir mejorar sus oportunidades. Porque inevitablemente, en estos casi diez años, esas fundadoras han tenido más hijos, se han hecho más viejas, han acogido a otros familiares desplazados y siguen con las mismas oportunidades de encontrar un trabajo digno: casi cero. “El Estado cree que comemos papel y las políticas de igualdad tienen que ir acompañadas de recursos. Es como en las negociaciones de paz que hay ahora. No hay mujeres en ese proceso y por eso resultará siempre incompleto e ilegítimo. No se contemplan las necesidades de ellas. Se vuelve a reproducir el esquema de silenciamiento de las mujeres. El tiempo de la paz no está en Nariño [palacio presidencial de Colombia], sino en municipios como Turbaco donde estamos cambiando los patrones del Estado”, la abogada de apellido Guerrero. FIN.

BOX. Reparación y justicia para las desplazadas

La Liga de las Mujeres Desplazadas busca hacer justicia. Y lo hace tras documentar los crímenes que sufrieron 130 de sus mujeres. Para ello hicieron un seguimiento de todos los casos, mostraron quién, cómo, de dónde venían los violentos. “Acusamos al gobierno colombiano por negación de justicia. Queremos que se establezca por qué razones el Estado no evitó los crímenes o fue cómplice de los actores armados. Y hablamos con datos. Hemos documentado cuál había sido la situación de las mujeres en cada región, en qué años, por qué razones, cuáles eran los actores políticos y militares estatales y no estatales, para que el Estado investigue el desplazamiento forzado, la violencia sexual, los homicidios. Pero el Estado fracasó y tras más de seis años no sabemos nada. Por eso ahora vamos a la Comisión Interamericana. Tenemos que demostrar que no hubo justicia y que es el momento de la reparación colectiva”, aseguran desde el colectivo.

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