La ansiedad con la que se fuma

La ansiedad con la que se fuma

Sabiendo la reprimenda que le daría su marido, caminó hacia Puerto Asís en busca de un cigarrillo. La paranoia llegó a ella, aunque no sabía lo que le esperaba en el camino

Por: Mariela Ibarra Piedrahita
agosto 08, 2018
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La ansiedad con la que se fuma
Foto: Pixabay

A las nueve de la noche acostó a sus hijos y el deseo la arrojó al camino. No le importó dejarlos solos, ni el dolor en la columna por una enfermedad autoinmune que se le manifestaba en cojera. Tampoco la oscuridad viva, que parecía aguardar a que todo fuese creado. Mucho menos la amenaza del marido de romperle la jeta si le sentía olor a cigarrillo.

Era una caminada de por lo menos dos horas, a través de la trocha de 4 kilómetros que conecta al barrio San Martín, en la periferia, con el centro de Puerto Asís, Putumayo. Durante el día el trayecto se recorre en media hora. En la noche, durante el año 2003, cuando la oscuridad (por falta de alumbrado público) se tomaba el pueblo, reinaban formas de terror que obligan a ir más despacio, alerta a cualquier movimiento en el monte o al sonido de un motor rompiendo la noche con sus  ronquidos.

Solangel* avanzaba a buen ritmo a pesar de la cojera. Permanecía alerta, con las piernas impulsadas por el deseo de un cigarrillo, atravesado en la garganta como una nueva sed. El calor húmedo se le pegaba a la piel, que brillaba con la luz de la luna, resaltando su raza buena. La selva la envolvía con sus olores y le escupía un aliento cálido, mitigando así la ansiedad salvaje.

La selva no la asustaba, la oscuridad tampoco. Las conocía bien. Había pasado media vida en el campo. Conocía de sobra esas formas que en la ciudad generan terror, y por las que ella sentía respeto.

El verde le cedió espacio a las casas de madera, y a una que otra de cemento cuando llegó a Hong Kong, un muelle que durante años había sido el principal punto de embarque de víveres, animales y coca. El tropel de ruidos y gente en este muelle hizo que, en tiempos de la bonanza cocalera, se lo llamara como su homónimo chino. Sin embargo esa noche se encontraba en silencio. El transporte acuático en la noche estuvo restringido durante la primera década del 2000, cuando el control del río Putumayo lo ejercían las Farc a sangre y fuego.

Solangel llegó al centro de Puerto Asís pasadas las once, cuando el comercio ya estaba cerrado. Los caballos andaban a sus anchas, destripando la basura que en la ciudad escarbaban los perros. El parque permanecía silencioso, y ni los mochileros, agolpados en un centenar de nidos en las copas de los árboles, daban cuenta de su reputación de vecinos escandalosos.

Cuando pasó por La Calle Angosta estaba desierta, salvo unas putas que esperaban en las puertas de los burdeles a que los campesinos tuvieran buena hoja [1].

En tiempos de la bonanza cocalera a inicios de los años noventa, unos 16 años antes de esa noche, hubiese encontrado un desfile de mujeres y hombres que disfrutaban de una riqueza que nunca soñaron, conseguida por la alianza entre campesinos, narcos y guerrilleros, que combatían entre las sábanas la guerra que aún no se libraba en el campo.

Pero la alianza, frágil como todo lo malo, se había roto hacía mucho y el pueblo se desangraba entre fronteras y toques de queda impuestos por el ejército, guerrilleros, narcos y paras.

Solangel llegó a La Dorada, la licorera que había sido tantas veces el templo de su deseo, y pidió con efusividad tres cigarrillos. Casi olvida la menta que, sabía, no engañaría al marido, quien a esa hora cubría el turno como portero de la discoteca, y emprendió el camino de vuelta a casa.

El dolor en la espalda era punzante y le aumentó la cojera, así que tuvo que ir más despacio. Sin embargo el dolor fue desplazado por la ansiedad de saberse transitando en el horario prohibido, sin que su marido supiera y sin saber con quién se encontraría.

Se llevó el primer cigarrillo a los labios y aspiró el veneno. El humo descendió como una cascada y asfixió esa sed monstruosa, que saciaba en cada exhalada humeante. Su ansiedad, como a veces el deseo, se fue degradando a simple paranoia. ¿Qué le haría el marido? ¿Llegaría a matarla? Dicen que el primer muerto es el que más duele y él ya había matado, aunque en defensa propia. Además permanecía atenta al sonido de las motos… había otros a los qué temerles, y si le daban a escoger entre esos o el esposo, se arrojaría a los brazos del segundo, porque al menos con él sabía lo que le esperaba.

A las dos de mañana llegó al puente del Singuiyá, cuando el calor le había dado paso a un frío refrescante. Ya estaba cerca a su casa, sonreía creyendo que su travesura quedaría impune. Entonces escuchó la moto y el miedo se le aferró a la garganta como antes lo hizo el deseo.

No sabía quiénes eran, pero sabía qué eran. En el Puerto Asís de inicios del milenio el horror se dramatizó en los campos y en las calles con el ruido y la fuerza de las motosierras; y las motos no eran un buen augurio, especialmente en la noche.

Vio a dos tipos que se le vinieron de frente en una moto. Se cubrió con la sangre de Cristo para que no fueran quienes pensaba. La sangre de la deidad huyó ante el reflejo niquelado del arma del parrillero. Cuando los tuvo cerca la detuvo el frío, pero no el interno, era el frío del metal contra la frente. Una voz sin rostro preguntó qué hacía a esa hora. Ella seguía congelada. ¿Se quiere morir?, ¿se quiere morir?  A lo que siguieron una sarta de ofensas que, si reflejaran el verdadero oficio de Solangel, sería de sobra la puta más exitosa de la Calle Angosta.

Él tipo seguía golpeándola con el cañón y Solangel, erizada ante el sonido del metal contra su frente, solo podía desear una muerte rápida y misericordiosa. Prefería eso, en lugar de esa sevicia al matar con la que los paramilitares habían ganado fama.

Ella quiso decir algo, argumentar, suplicar, gritar, pero el miedo le robó la voz, y se le abría escurrido por las piernas no tener una vejiga resistente. Balbuceó algo que ni ella entendió y esos se rieron de la negra grande y asustada.

—Bueno, y ¿qué hacemos con esta hijueputa?— recuerda Solangel que preguntó uno. La pausa fue breve, pero ella esperó la respuesta con la ansiedad con la que había esperado fumar. Alcanzó incluso a imaginarse su cadáver.

—Mínimo esta perra tiene hijos— Fue lo último que les escuchó decir antes de que el parrillero la empujara del puente. Solangel rodó varios metros por el borde de la pendiente y fue a dar a la quebrada.

Los escuchó alejarse en medio de carcajadas, y esperó incluso después de que el ruido del motor se perdió entre el canto de las ranas. Cuando subió estaba mojada, revolcada y sin el último de sus tesoros. Pero viva para contarlo. Ese año, en 2003, 273 personas en el Putumayo no lo contaron, 96 en Puerto Asís.

Llegó a su casa hecha miedo y llanto. Juró no volver a fumar, promesa que no cumpliría hasta que la enfermedad la llevó a una invalidez de la que se sobrepuso por la dedicación de sus hijos.

Se encontró, mientras reunía la fuerza para entrar a la casa, con un vecino y en la charla amable encontró amparo. El marido llegó al rato, mientras Solangel soltaba el miedo con los dados del parqués. Miró a ese hombre grande, bello a sus ojos, y esperó que el primer golpe le cayera como un rayo. Pero él permaneció inmóvil.

—¿Qué haces despierta a esta hora?

—Nos pusimos a jugar y se nos pasó el tiempo— Su voz le sonó tan tranquila que alcanzó a sorprenderla. Había ganado una nueva fuerza.

—Camine a dormir, mañana hablamos— Se acostó sabiendo que al otro día seguiría la guerra, esta vez en su casa.

 

*El nombre fue cambiado para proteger la identidad de la fuente.

[1] Expresión usada por los campesinos del Putumayo cuando habían tenido un cultivo abundante de hoja de coca.

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