Historia en el exilio #1

Historia en el exilio #1

Él me era más familiar, su parado, su ropa, su afán. Mantuve mi distancia, el viaje es largo y siempre rehuyo a conocidos. Prefiero contemplar por la ventana

Por: Miguel Ángel Fernández Niño
marzo 07, 2022
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Historia en el exilio #1
Foto: Pixabay

El sábado fuimos al zoológico. Aruna no disimuló frente a los leones en sus jaulas. Fieras encerradas caminando en círculos, cinta de moebius sin libertad. Hoy es lunes y espero el tren en la estación de Gohlis-Nord. Recuerdo una película argentina que describe las vías del tren como una cinta de senderos infinitos, una suerte de libertad en cada viaje, un sendero que se bifurca al infinito.

No obstante una prisión también, fácilmente reconocible con la meticulosidad alemana. Serían las 8:33 a. m. cuando lo vi subir las escaleras y caminar a la máquina de tiquetes en la estación. Daba zancadas largas y seguras, dos minutos para la llegada del tren, pensé. Era entendible reconocer cada mañana las ocho personas en la estación esperando el mismo tren a la misma hora, al mismo trabajo.

Pero él me era más familiar, su parado, su ropa, su afán. Mantuve mi distancia, el viaje es largo y siempre rehuyo a conocidos y sus historias. Prefiero la contemplación de la ventana, más atractiva y sorprendente. Hace un par de días me encontré con Yuhon y mantuve una sonrisa por 30 minutos, todo un récord para un amante ácido de Rachmaninoff.

Así, mantuve mi distancia, la curiosidad no me ganaría esta vez. Serían las 8:35 a. m. y una voz en lo alto de un parlante anunciaba en un alemán limpio y brusco que el tren llegaría tarde. Le vi bajar la cabeza y comenzar a caminar por la estación. Me alejé un poco más pero no lo suficiente para dejar de verlo. Siempre me han sorprendido las reacciones de los alemanes a este tipo de imprevistos, la fragilidad de sus monumentos de cartón.

Serían las 8:40 a. m. cuando detallé que seguía con la cabeza baja y caminando por todos lados. Yo ese caminado lo conozco, pensé. Arrabacaba cerca de las escaleras y seguía una diagonal a la máquina de tiquetes, luego giraba de repente y volvía sobre sus pasos, y así, una y otra vez. Pasaron cinco minutos más y el movimiento repetitivo me recordó los leones del zoológico.

Sentí mas no disímule como Aruna mi aflicción. A lo lejos, como de juguete, se asomaba en el horizonte nuestro tren. Pobre hombre, ya descansará, pensé. Decidí quedarme en la distancia y correr para alcanzar el tren para evitarle, por un segundo creí reconocerlo. Un grito seco, un pitazo duro de locomotora y unas chispas de frenada en el metal me sacaron de mi abstracción.

Miré el tren entrar despacio en la plataforma y lo busqué entre la gente. Éramos ocho, me resultará fácil, pensé. Recorro uno a uno los pasajeros esperando el tren y no lo veo. La familiaridad se me hace ahora más evidente. Los zapatos negros mocasines, la sombrilla vinotinto, la ligera curvatura en la espalda, él caminando en círculos impaciente.

Llego a la puerta del tren y no puedo evitar mirar debajo de la máquina entre las vías; no veo nada. El tren para en frente mío y me veo reflejado entre la puertas. Cierro la sombrilla, me endereso un poco, subo mis mocasines conmigo en la máquina y me voy a trabajar.

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