Un Halloween para Fernando
Opinión

Un Halloween para Fernando

Tuve una infancia tenebrosa. Me disfrazaron de Batman, pistolero, iguana que toma café, niño bomba, Mambrú y de Kalimán

Por:
octubre 30, 2015
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 “Mami,/La próxima vez,/ No manches por favor/ Mi cepillo de dientes/ Con sangre”
Gonzalo Millán

 

Yo aprendí a leer y a escribir con la tabla Ouija. Mi mamá predice el futuro y mi padre es marxista. Mis hermanos creen en Dios. Desde niño me como las uñas. Tuve una infancia tenebrosa. Me disfrazaron de Batman, pistolero, iguana que toma café, niño bomba, Mambrú y de Kalimán. Fui un Kalimán sin poderes. No me gustan los superhéroes. Soy un niño que ama a los villanos. En mis pesadillas infantiles era recurrente esta imagen: llegaba un poco perdido a un pueblo y todos los habitantes tenían exactamente la misma voz. He vuelto a soñar ese sueño y me horroriza tanto o más que cuando tenía ocho años. No sé por qué he empezado a pensar en la muerte. Quizá le tema a la idea de desaparecer así sin más, como desaparece la gente de nuestras vidas. Alguna vez tuve un buen amigo que se llamaba Fernando. A Fernando le gustaba Kreator y Lovecraft. Por él conocí a Poe y a Arthur Machen. Era más bien un poco pendejo. Pero juntos conocimos los excesos y las noches. Los libros y a belleza de los TDK de 90 minutos.  A los dos nos gustaba el Death Metal y darnos patadas cada que íbamos a un concierto. Como cuando tumbamos la puerta del Peralta y nos sacaron a palazos y Fernando regresó con su camiseta de Obituary enrollada en la mano y sacó a pelear a dos policías que no le dieron un brinco. Eran buenos tiempos para la maldad.  En la universidad cambió. Eso pasa cuando la gente empieza a temerle a la muerte.  Se transforman en otras personas. Un día se casó y se convirtió al evangelio y todas esas cosas. No volvimos a ser amigos. Quizá por miedo.  Fernando nunca fue muy valiente. Yo tampoco. Una vez cogimos carretera hacia la costa, caminábamos en la oscuridad cuando una tractomula que venía con las luces apagadas casi nos mata. Fue una sombra que nos curó la borrachera y nos llenó de espanto. Fue un dinosaurio atravesando nuestras vidas de noche como una pesadilla feroz. Otra vez nos llevaron presos por escribir en la pared de una iglesia un verso de un amigo lejano: “Mi corazón es una línea de cocaína”. Definitivamente eran buenos tiempos para la maldad. Pasamos toda  la noche en un CAI. Éramos un par de niños feos. Siempre andaba con su walkman puesto. Hablaba de los cuentos de Lovecraft. Me dijo que conocía a un tipo que tenía el Necronomicon fotocopiado. Se lo había traído un amigo de Estados Unidos. Estaba en inglés. Nadie leía inglés. Lo leímos igual. Fingimos que lo leíamos, pero nadie lo entendía. Las bandas de mi ciudad escribían sus canciones satánicas con un diccionario de inglés-español en la mano. En el colegio encontraron mi copia de aquel tenebroso libro y me expulsaron, creo que pensaban que yo pertenecía a un culto satánico. Un niño que escucha Venom y se peina por la mitad siempre será sospechoso de algo. A mis padres no les importó. O les importó pero andaban en sus asuntos. Alguna vez hicimos un ritual satánico. Conseguimos unas tripas de pollo y las quemamos mientras leíamos el Necronomicon. Me gustaban esas fotocopias amarillentas y gastadas por el tiempo.

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Invocamos a demonios de nombres impronunciables y escuchamos ese disco de Hypocrisyque tiene un Cristo de dos cabezas en su portada. No pasó nada. No vino nadie. Nos quedamos horas esperando. Para soportar el frío tomamos Tequimón. Fernando estaba ahí. Mi amigo de toda la vida estaba ahí moviendo la cabeza como en un trance. Yo creo que a los quince años se creía el hijo de Belcebú.  Se tatuó un pentagrama en la espalda. Hace poco volvimos a vernos. Me lo encontré en la caja de un Éxito. Iba con su esposa y con su pequeña hija y me saludó. Hablamos de la vida y de cosas sin sentido. Al despedirnos me dio la publicidad del político para el que trabajaba. Un concejal del Centro Democrático. No me sorprendió. No sé por qué razón no me extrañó que mi amigo siguiera amando el terror. Lo imaginé con una motosierra sacrificando niños y vírgenes a su paso y fui feliz. Nos despedimos y pensé en la infancia nuevamente, en mi colección de casetes, en que nunca aprendí bien inglés, en aquel libro viejo, en mi amigo y su familia, en esas cosas que seguramente no tendré, pienso la mujer de uñas carcomidas que me ama, en la soledad que uno siempre lleva como un disfraz, en que el pasado es una cosa terrorífica y la muerte, la muerte es la mejor excusa para saber quién es uno, de qué está hecho. Pienso en la maldad que nos unió como amigos, en ese Dios extraño que se metió en medio. Dios no es más listo que tú, me digo entonces mientras pienso en los dulces que robaré el 31, en que la hija de mi amigo jamás usará un disfraz mientras sea niña, en que Dios usa un telepromter con un guion preparado y ensayado desde la eternidad y cree saberlo todo.

Así cualquiera me digo.

El Apocalipsis trae consigo una cantidad inesperada de nostalgia.

 

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