Fidel Castaño y el arte del buen gusto
Opinión

Fidel Castaño y el arte del buen gusto

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octubre 10, 2013
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Creí que el malestar que me generaba ver cada pintura de Botero se debía al resentimiento natural que tenemos los fracasados ante la gente exitosa. Porque a mí, la verdad, ese conjunto de gorditos en la playa, vestidos de arrieros, obispos o bailarines de tango no solo me aburrían sino que me parecían de lo más lobo. Es que es verdad, lo primero que uno encuentra en las mansiones de los nuevos ricos es esa colección de gente adiposa adornando las paredes al lado de los muebles de satín, de los perros de porcelana hechos a escala natural y de los collares de ajos que espantan vampiros y policías honestos.

Y yo me sentía mal, claro que sí, odiar a Botero significaba un acto de traición a la patria. Porque él era el artista de Colombia, el único que nos había sabido retratar. En el fondo todo colombiano por más malo que sea lleva uno de sus gorditos felices por dentro. Me sentía mal hasta hace poco cuando encontré en una biografía de Billly Wilder el secreto del éxito de Fernando. Es que el director de El apartamento era un apasionado coleccionista de arte. Pocos años antes de morir vendió parte de su colección en 60 millones de dólares. En un fragmento del libro el realizador austriaco hace referencia a la caída de los precios del arte en Europa a finales de los ochenta: “Los precios bajan menos para Botero. Esto es debido naturalmente a la mafia de la droga y a Colombia que con lógico orgullo quieren conseguir cada Botero que sale al mercado”.

Muy seguramente si al señor Fidel Castaño no le hubiera dado por lavar su dinero comprando obras de arte, Fernando Botero no tendría la notoriedad que tiene hoy en día. El interés del comandante paramilitar por su obra hizo que Botero viviera esos tiempos de crisis económica para el arte europeo en una burbuja.

El estrambótico gusto de Castaño no solo elevó los precios de los cuadros de Botero sino que evitó que pintores maravillosos como Luis Caballero, Lorenzo Jaramillo o Débora Arango, dueños de un universo propio que los llevaba no a crear souvenirs de un país  sino a reflejar en su pintura el demonio que los atormentaba por dentro, no tuvieran la relevancia que sin duda se merecían.

Esas pinturas tan pesimistas, tan oscuras, tan homosexuales, no eran del agrado de Fidel Castaño y su horda de burros con plata. No, ellos querían un pintor que les recordara el collar de arepas, el carriel, la cultura de mi tierra y en las gorditas inexpresivas encontraron esas cualidades. Al comprar un cuadro de Botero el mafioso no solo lavaba dinero sino que encontraba notoriedad. Ya no era solamente un millonario extravagante sino un tipo excéntrico con un gusto acreditado por el arte. Le pagaban a críticos europeos para que pulieran sus gustos, para que les enseñara en un fin de semana en que consistía esa vaina del arte, pero todo fue en vano. Por más que sus estrictos y experimentados tutores les hablaran de Kokoshka o Rothko ellos siempre iban a volver a sus gorditas y al poncho. Eran alérgicos a la belleza… qué se les iba a hacer.

Ahora que encontraron el cuerpo de Fidel Castaño, enterrado hace casi dos décadas en una fosa común, empieza a ventilarse en los medios que este hombre podía ser un asesino, un narcotraficante, todo lo que usted quisiera, pero que en el fondo no era más que un hombre muy fino y muy culto que coleccionaba obras de arte y era en si un dechado de elegancia y sofisticación.

Los sicarios que frecuentaban Montecasino (su mansión del exclusivo sector de El Poblado en Medellín, avaluada en 35 millones de dólares y  donde se planearon los crímenes más atroces que este golpeado país recuerde) hablaban del buen gusto que tenía don Fidel para decorar la casita. Según Popeye, el tristemente célebre jefe de seguridad de Pablo Escobar y visitante asiduo de este palacete “era usual hallar en un solo salón las obras de arte más selectas —cuadros de Miró, vajillas chinas milenarias— y los sicarios más temidos del país. Muchas veces tuvimos reuniones en esa casa.Por dentro era un sueño y tenía una cava de vinos única. Los cuadros los conseguía Fidel. Él era el que la mantenía así". Los sicarios podían ver los cuadritos de Botero mientras sus jefes les explicaban como tenían que aniquilar a Carlos Pizarro o a Bernardo Jaramillo Ossa. Eso sí, al fondo nunca se dejaba de escuchar algún concierto de Satie o de Rachmaninov; a Fidel le gustaba el piano.

De todas las obras de arte que poseía Montecasino era la que más quería. El palacete tenía una imponente fachada neoclásica que hacía ver como tugurios a las casas de los ricos de los alrededores. El mármol blanco, tipo arabescato  Carrara recubría el suelo. Todo había sido importado, hasta las perillas de oro de las puertas. Pero lo más lindo que tenía la casa era el jacuzzi con la forma de una concha evocando, cómo no, El nacimiento de Venus de Botticelli. Lo único que faltó en ese monumento a la extravagancia fue que Liberace le hubiera ofrecido un concierto a la plana mayor del Cartel de Medellín.

jacuzzi (2)

Es que uno puede ordenar descuartizar a los enemigos con sierras eléctricas pero no perder la elegancia. Genocidas podemos ser pero ordinarios nunca, parecía ser el lema de Fidel Castaño. La gente que lo frecuentaba en su casa en Medellín hablaba de lo bien vestido que estaba, toda esa ropa la traía de Europa, precisamente de París, donde mucho tiempo atrás vendió un cuadro de Botero que le permitió vivir holgado un buen tiempo y hasta le alcanzó para poner una galería de arte donde se hizo amigo de otros artistas. Guayasamín, por ejemplo, el pintor ecuatoriano famoso por haber pintado al otro Fidel, el barbudo de Cuba, se pasó por la galería y le hizo un retrato, el mismo que veremos a continuación. Quién ve a Guayasamín… con todo lo comunista que decía ser allí estaba en la ciudad luz, pintando a uno de los contrainsurgentes más feroces que ha pisado la tierra. Hasta los mamertos tienen precio.

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Fidel Castaño por Oswaldo Guayasamin

Esa opulencia que había en Montecasino contrastaba con el ambiente espartano que reinaba en sus fincas de Córdoba donde se formaban los paramilitares que arrasarían con el campesinado colombiano a finales del milenio. En la mayoría de esos centros de entrenamiento estaba prohibido el uso de televisión y aire acondicionado. Fidel pasaba mucho tiempo allá, con los muchachos, siempre vistiendo el último Versace, el último Armani, sin que el asfixiante calor de la zona le arrancara una gota de sudor.

No es culpa de Fernando Botero que este sicópata se haya enamorado de su arte. Cada millón de dólares que ingresa a sus abultadas cuentas es dinero limpio que se ha ganado con su trabajo y el  talento que puede tener. Lo que si me resulta sospechoso es que haya sido la mirada de un cortador de cabezas, de un genocida, de un mafioso, la que haya influenciado el gusto de un país para catalogar a Botero como nuestro pintor más representativo. Esto es lo que me parece infame. Ojalá las nuevas generaciones se den cuenta del error histórico que se está cometiendo, de la injusticia  con los otros pintores, los que nunca pintaron pensando en lo bien que se vendería un cuadro sino los que obedecieron a su instinto, a sus miedos, a sus  demonios y pudieron retratar en un lienzo la angustia que los poseía.

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