Fernando Vallejo: el más creyente de los escépticos

Fernando Vallejo: el más creyente de los escépticos

"Es un religioso en sentido inverso, un creyente ateo, o un ateo que afirma al que pretende anular a través de una invocación blasfema"

Por: Juan Mario Sánchez Cuervo
noviembre 07, 2018
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Fernando Vallejo: el más creyente de los escépticos

En una memorable conferencia a finales de los años setenta, Estanislao Zuleta, el más brillante de los pensadores colombianos, pronunció estas ciertas y lúcidas palabras: "la rebelión contra algo sigue estando determinada por aquello contra lo cual uno se rebela, de la manera en que, por ejemplo, el blasfemo sigue siendo religioso, porque para pegarle una puñalada a una hostia hay que ser tan religioso como para tragársela". Llevando este pensamiento a una hipérbole un tris ridícula se podría decir: nadie cree tanto en Dios como el mismo diablo que le hace la guerra desde antes que existiera el tiempo. En otras palabras, el ateo que se dedica a hacer proselitismo de su propia incredulidad se comporta como el más recalcitrante y dogmático de todos los creyentes. Y no pegue el grito en el cielo la fanaticada de Vallejo, porque no le estoy asignando al venerable maestro de las letras hispanoamericanas un círculo determinado del infierno dantesco, como tampoco afirmo que nuestro autor sea el diablo o un embajador del príncipe de las tinieblas. No, si existe un ángel, en el sentido que yo concibo a los ángeles, ese sería Vallejo, porque quizás nadie en Colombia ha defendido como él a los seres más limpios e inocentes de este mundo: los animales. Es más, si Dios existiera, y si existiera también un cielo, no dudo de que la misericordia divina pondría en un lugar privilegiado al mejor escritor colombiano vivo, y no por el prestigio de su buena pluma, sino por su buen corazón de animalista incansable. Lo creo, así él presuma de irredento, apóstata, y de su deseo de morir en la impenitencia final para compartir la eternidad con su señor satanás.

En este orden de ideas, es inolvidable ese encomiable gesto suyo de donar el dinero obtenido por el premio Rómulo Gallegos en el año 2003 a una fundación protectora de animales de Venezuela. Esa es la actitud de un verdadero ser humano, demasiado humano, como diría Nietzsche, el gran filósofo que lloró mientras abrazaba a un caballo que era azotado cruelmente por su cochero. Sin contar que en la mayoría de sus obras (de manera especial en un acápite de La puta de Babilonia) los defiende y muestra hacia ellos una compasión propia de los guías espirituales e iluminados.

Por otro lado, me gusta darle a cada cual lo que se merece; por eso, en un artículo publicado en este mismo medio hace algunos meses, titulado El día que Fernando Vallejo muera, manifesté que él era nuestra voz más auténtica, y nuestra pluma viva más importante; a la vez que expliqué con vastos argumentos la decepción que experimenté al leer las obras posteriores a La Puta de Babilonia: todas ellas flojas, innecesarias y repetitivas. En cuanto a las anteriores obras, incluida la mencionada, también lo dije: son soberbias y geniales. Puedo llegar a ser irreverente respecto a un personaje irreverente, pero de ahí a negar la grandeza de Vallejo, jamás. En este sentido, yo mismo me reconozco como vallejiano, y ese es el máximo homenaje que le puedo ofrecer en tanto lector y escritor.

Por otra parte, si Fernando Vallejo no ha sido nominado al Nobel de literatura (premio que goza de un desprestigio creciente), o si no ha obtenido un Premio Cervantes u otro de renombre mundial distinto al Rómulo Gallegos, es precisamente por su lenguaje irreverente y contestario que le canta la tabla con madrazo incluido a los potentados de cualquier ralea. Para ganarse un premio de gran envergadura como el Nobel hay que hacer escuela en la especialidad de la lambonería, o convertirse en un vil palaciego del capitalismo salvaje, tipo Mario Vargas Llosa, ese profeta mendaz del sistema que viaja por el mundo pregonando sus oráculos patéticos-ridículos. Fernando Vallejo tiene carácter, autenticidad y dignidad, lo que de paso, le ha permitido proclamar con orgullo su homosexualidad. En otra muestra de carácter, hace algunos años prometió no volver a España, y no volvió; mientras que otros intelectuales colombianos dijeron lo mismo, y volvieron, abjurando así de una promesa refrendada con firma. A propósito de esos “otros” y sus flojeras y dobleces, ahí van con su nadadito de perro besándole la corona y el cetro y otras zonas impúdicas a la “madre patria” a ver qué “ñervo” o hueso les arroja.

Retomando el rumbo del Fernando Vallejo religioso, hay que decir que en su tono blasfemo a veces recuerda ciertos reclamos y lamentos de los Job, Jeremías y Jonás bíblicos. Desde esa perspectiva crepuscular, hace las veces de teólogo proscrito que oficia en el altar del malditismo. En efecto, parece un creyente en su noche oscura del alma, en la cual no concibe la idea de un Dios amor o bondad universal, en un mundo donde impera la ley de la muerte, del exterminio, la ley del más fuerte, y la del maltrato y tortura animal y su explotación depravada y monstruosa, por parte de esa criatura que se considera hecha a imagen y semejanza de Dios, el autodenominado homo sapiens. Y por si esto fuera poco, en su vesánica egolatría, este homúnculo sin cola o bípedo sin plumas se cree dizque el reyecito de la creación.

Fernando Vallejo se sabe el nombre de las once mil vírgenes, conoce también el nombre de todas las parroquias de Medellín, y pronuncia oraciones y frases religiosas, que ni yo, que soy cuasicura, había escuchado en mi vida. El pasaje sombrío de su pelea casada con Dios, y en contra de la iglesia católica, apostólica y romana, se aclara cuando el lector infiere que para Vallejo la infancia es el paraíso perdido: toda su obra es una expresión de la nostalgia de su niñez, al lado de su abuela Raquel (mujer de convicciones religiosas acérrimas) en la finca Santa Anita. Como consecuencia inmediata de esas pérdidas que a su paso va dejando el río del tiempo, encontramos al Vallejo maldito y desterrado, resentido, blasfemo, que le ofrece el alma a Lucifer, como para desafiar al Dios en quien no cree, o en el que dice no creer, pero el cual afirma negando, y que al parecer ama odiando. Sí, el odio es una especie de amor (y viceversa), porque la paradoja es parte de ese enjambre de contradicciones que es nuestra existencia. En otras palabras, nombrar una cosa, por más abstracta que esta sea, es una forma de darle vida y trascendencia. En cambio, el olvido y la indiferencia son maneras impunes, elegantes y efectivas de matar a alguien; pero Fernando Vallejo en ninguna de sus obras pasa de largo ante el denominado ser-necesario que tanto odia e insulta. Vallejo es un religioso en sentido inverso, un creyente ateo, o un ateo que afirma al que pretende anular a través de una invocación blasfema, que es la clase de oración de los desesperados. Cuentan los místicos medievales que el infierno es la eterna desesperación, la eterna blasfemia y desdicha de quienes no poseerán por siempre jamás a Dios.

En conclusión, y no a manera de dogma, sino de conjetura atrevida: nadie cree más en Dios que el diablo, y nadie lo anhela más que el desterrado y nadie lo afirma más que un fanático del proselitismo ateo. Pero tranquilo maestro Vallejo, si Dios existe, como yo lo creo, a usted le espera un paraíso representado por un coro angelical de decenas de miles de almas caninas a las que usted ayudó y ayuda, coro encabezado por su amada perra Bruja, y junto a ella, sus entrañables mascotas a lo largo de una vida de amor animal y humano: Kim, Quina… y Capitán, el primer perro de ese paraíso perdido de la infancia, paraíso que usted canta majestuosamente en sus obras para matar a Dios, o quizás, para darle vida a través de su paradójica iteración de renegado.

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