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Entre las montañas de Boyacá, a más de 2.700 metros sobre el nivel del mar, hay un lugar donde el frío no es un invitado ocasional, sino un habitante más del pueblo. Se llama Cerinza. Todos quienes lo han visitado coinciden en que este es, sin duda, el lugar más frío de Colombia.
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Entre enero y febrero, las heladas bajan el termómetro hasta niveles que queman los pastos, hieren los cultivos y obligan a abrigarse incluso dentro de cada casa. Aun así, su gente sigue cultivando rosas, elaborando quesos, tejiendo fibras y recibiendo visitantes con una calidez que no tiene nada que ver con el clima.
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Cerinza es pequeño. Apenas 4.000 habitantes, muchas calles tranquilas, techos de teja, árboles fríos que parecen callados y un aire denso que huele a leche, a tierra y a leña. Desde el mirador de Monte Calvario, el pueblo se ve recogido entre cerros, con una capilla blanca que se abre cada Semana Santa y tres cruces que apuntan al cielo como diciendo: aquí resistimos. Allí arriba, la neblina suele posarse como si nunca tuviera prisa. A veces tapa la vista del vecino Belén; otras veces se esfuma sin avisar. Pero lo que nunca falta es el frío. Un frío de 7.5 grados promedio al año, un frío que corta y a la vez calma.
A pesar de eso, Cerinza florece. En los invernaderos del pueblo, decenas de personas trabajan cada día para producir rosas de exportación. Algunas variedades, como la “fridón”, son especialmente codiciadas en fechas como San Valentín. Para que esas flores lleguen perfectas a su destino, pasan por un proceso de unos 75 días: mallas que moldean los botones, tallos que se seleccionan por longitud, espinas que se valoran como si fueran joyas. Y es que, sí: en Boyacá incluso las espinas son parte del orgullo. Se dice que las de aquí son las mejores, y eso también influye en la forma, en la dureza, en la vida de la flor.
En total, hay cerca de 25 invernaderos en Cerinza. Algunos grandes, otros más modestos, pero todos dan trabajo. Al menos 30 familias dependen directamente de este cultivo, que mezcla técnica, experiencia y paciencia. Mientras el ingeniero agrónomo recorre los bloques, da instrucciones, revisa el estado de las plantas y conversa con los trabajadores. Aquí nada es improvisado, ni siquiera el frío.
Pero Cerinza no es solo rosas. También es Esparta. No la griega, sino una fibra vegetal que se usa para elaborar artesanías. Bolsos, fruteros, sombreros, canastos de doble pared. Las manos que los tejen llevan décadas haciéndolo: madres, abuelas, hijas que aprendieron de memoria el arte de torcer y anudar. Las piezas no solo decoran, también cuentan una historia, una forma de vida que se mantiene viva sin hacer ruido.
Y en un rincón cercano a la plaza, otra joya: los quesos. De todos los tipos, texturas y sabores. Campesino, doble crema, cheddar, tipo pera, siete cueros. Algunos suaves, otros con carácter. Están pensados para maridar con tinto, con vino, con arequipe. Todos hechos en casa, en pequeñas fábricas donde se cuida cada paso, cada fermentación, cada maduración. La leche es local, de ganado boyacense criado con paciencia y frío. Incluso hay yogures dulces que se venden como si fueran postres, y lo son.
Cuando cae la noche, Cerinza se recoge. Las luces tenues, la plaza casi vacía, algún camión que pasa sin afán. Hay silencio. No se oyen gritos ni bocinas, apenas el canto lejano de un gallo desubicado o el ladrido de uno de esos perros que escoltan a los caminantes como si los conocieran de toda la vida. El frío se intensifica, y la gente lo asume como parte del paisaje. Hay quienes dejan el carro en la calle sin preocuparse, quienes salen a caminar a medianoche sin miedo. Porque aquí no solo se siente frío: también se siente seguridad.
Apenas a 20 kilómetros está Duitama, y un poco más allá hay pueblos más grandes, con más comercio, más movimiento. Pero Cerinza resiste a su tamaño. No crece mucho, ni lo pretende. Prefiere seguir siendo ese “tesoro escondido entre montañas” que promueve su oficina de turismo. Un lugar donde aún se puede mirar al cielo sin cables que estorben, donde el tiempo pasa lento, donde el frío es constante pero nunca impide que florezcan las rosas, los quesos y la calma. Tal vez por eso, quienes visitan Cerinza se van con una sensación difícil de explicar: no solo por la temperatura, sino por esa tibieza que no viene del clima, sino de su gente.