En memoria de aquél que partió siendo eterno

En memoria de aquél que partió siendo eterno

Mamá, ¡Quiero un tamagochi!, -solía replicar cada domingo al pasar frente a Don Milio Castaño-.

Por: Henry Orozco
julio 01, 2014
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En memoria de aquél que partió siendo eterno

Vivir en un pueblo es complejo, crecer en Marinilla es grato. Cada calle, cada esquina y cada rincón comprenden el sentido pueblerino al que estuve predestinado. Chutar un balón en mi cuadra sin noción del tiempo y suplicar con temor al vecino –con cara de ogro—que dejara media horita más jugar a mi amiguito, quien era dueño del balón, era el reto más grande por enfrentar en la infancia. Mamá nunca quiso comprarme una pelota por temor a que mi vida estallara tras ella.
Como cada domingo, mi vida se entrelazó entre misa y sermón a los que siempre acudía con ansias de amasar esperma, comerme un algodón de azúcar y sentarme en las escalas centrales de la iglesia. Salir del atrio, agarrar fuertemente el ojete del jean de mi madre y esperar –Entre llanto y gritos—a que saludara medio pueblo (!), tenía recompensa al pasar frente a la charcutería más apetecida en mi niñez, el almacén de Don Emilio Castaño.

¿De dónde carajos iba a sacar yo 2.500 pesos para comprar un tamagochi?, si mis algos escolares no sumaban más de 1000 pesos semanales y mis ansias glotonas no resistían ante las ofertas de Don Nico, --el tendero que siempre estaba afuera de la escuela en cada receso--. Una odisea completa se hacía obtener mi primera mascota virtual.
Daniela --la niña de ojos miel, que siempre iba acompañada de su madre a la escuela—tenía un huevo de dinosaurio al que alimentaba cada tarde, limpiaba y ponía a dormir en su tamagochi rojo para que este creciera cada día más, empero, yo, solo anhelaba que mi mamá se dignara a darme mi juguete nuevo; ese que venía envuelto en plástico duro y cartón con letras ‘chinas’ y que tenía una llavecita que al desprender daría vida a aquel personaje prehistórico que yo daría de comer, limpiar, bañar, vacunar y entretener para que creciera más que el de la hermosa doncella con quien compartía mis aburridas y extensas clases escolares.

Un día, mamá decidió premiarme luego de comerme un asqueroso plato de lentejas, que detestaba con el alma, y peinar mi cabello abundante y crespo al estilo de John Travolta –como ella solía expresar—llevándome donde Don Emilio y dejando a mi voluntad escoger el primer dispositivo electrónico con el cual yo iba a saciar y fortalecer mi felicidad. Este era de color verde-azul, traía consigo un manual en mandarín (Que por cierto nunca, ni hasta ahora pude descifrar) y lo recibí de manos sabias, dedicadas a vender dosis de placer en cada habitante de mi pueblo, con una sonrisa de satisfacción acompañada de palabras dirigidas a mi madre: “deje que el muchachito se lleve el que más le guste”.
Don Emilio era un señor recio, de carácter fuerte, cabello castaño y ondulado, como haciendo alarde a su apellido, y algo robusto. Su mirada era un poco intimidante pero en cuanto soltaba palabra mi perspectiva inmediatamente cambiaba y este señor desencadenaba en mí –un niño de tan solo 8 años—la confianza absoluta para incurrirme en el mundo de las compras.

Yo recuerdo que entrar al almacén de Don Emilio era una aventura excepcional, casi siempre este señor se encontraba en compañía de una de las tantas figuras viejas y sobresalientes del pueblo, sentados frente a un televisor compartiendo mil historias; y yo, siendo solo un pequeño ansioso por desfalcar el bolsillo de mi madre, me atrapaba como una mosca en una telaraña, escuchando pedacitos de historias que luego trataba de reconstruir con mi amplia imaginación, y que anhelaba escuchar completas para así recrearlas en mi mente de manera similar a como lo hacía con los cuentos de los Hermanos Grimm que tanto disfrutaba ver en tv con mi hermana cada mañana de sábado.

Quienes conocieron a Don Emilio pueden dar certeza que lo acá plasmado es cierto, que su figura y su peculiar forma de ser difícilmente podrá borrarse de la memoria de un Marinillo, que siempre estuvo dispuesto a servir y que sobretodo sus intenciones finales siempre fueron lograr el bienestar de quien pisara su almacén, como si lo importante más allá de vender un buen juguete o producto, fuese dejar una grata experiencia de compra a quien decidiera visitar su local.

Yo todavía recuerdo y recordaré a Don Emilio, y por cuestiones del destino resulté formando una buena amistad con alguien muy cercano a él, su nieto, quien me contó que su abuelo partió un día similar al que nació, cumpliendo no sé cuántos años, muchos o pocos, tal vez para los que debió vivir. Empero, dejó un buen legado de comerciante en mi pueblo y aunque hoy día su almacén carece de razón social, todos recordamos la charcutería como el almacén de Milio Castaño que siempre ha estado ubicado en el mismo lugar y que ahora es procedencia familiar del mismo.

Escrito por @HenryOroxco

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