El uribismo es una mutación del laureanismo
Opinión

El uribismo es una mutación del laureanismo

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junio 19, 2014
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El uribismo ha utilizado, como el laureanismo, la histeria colectiva, nuestros miedos, odios y emociones primarias para usarlas contra el mismo pueblo que lo elige. Es normal que en un país donde sus habitantes leen en promedio medio libro por año, Álvaro Uribe sea elegido como el personaje más importante de su historia.

No sé qué tan legítimo sea un partido político que esgrime el desprecio total hacia la paz, hacia la urgente necesidad de equilibrar la brecha entre ricos y pobres, que crea que es populismo ofrecer subsidios al adulto mayor, entregar casas a los que no tienen techo y ofrecer una educación pública y de calidad como único medio para salir del hueco en el que hemos estado metidos desde que fuimos una nación. Un partido político que ha demostrado su  apoyo absoluto hacia militares implicados en masacres y desapariciones, hacia las multinacionales internacionales que vienen a comprar, baratos, nuestros recursos. Un partido que divide y promueve el odio y cuyas cabezas visibles han sido acusados de actos tan deleznables como la formación de grupos paramilitares, narcotráfico, quemas de libros y asesinatos.

El uribismo no es otra cosa que una mutación, fortalecida, del laureanismo, la repudiable ideología que promovía, desde el púlpito de la iglesia, la sana costumbre de matar liberales ya que esto “no era pecado” como dijo alguna vez Miguel Ángel Builes, promoviendo la carnicería que vivió Colombia en la década de los cuarenta, la ideología que hacía de la calumnia un argumento político y que impulsó, en 1938, el apedrear los locales comerciales de los judíos que vivían en Bogotá, en homenaje a lo que habían hecho los nazis, esos caballeros de Cristo, en las calles de Berlín, en uno de los hechos más lamentables del siglo XX: La noche de los cristales rotos y que fue reproducido en la capital colombiana gracias a la admiración que despertaba en Laureano Gómez la enclenque figura de Adolfo Hitler.

A estas alturas y después de ver el irresponsable y enfurecido discurso de Uribe como respuesta a la derrota en las elecciones del pasado domingo, llego a la conclusión de que con el uribismo no se puede conciliar. Leo en las redes sociales a uribistas acérrimos gritar, si las letras tienen voz, que ellos darían su vida por su líder, que tienen miedo de que ahora, que se ha impuesto el castrochavismo, sean perseguidos ellos, los que en la década pasada se autodenominaban “colombianos de bien” porque  los terroristas de las Farc han subido al poder. Cuánta amnesia tienen ellos, los mismos que en la década pasada acusaban a los críticos de Uribe de guerrilleros que deberíamos ser borrados de la faz de la tierra.

Ahora tiemblan por que los jefes de las Farc van a ocupar una curul en el Senado, el mismo recinto donde en el 2006 Salvatore Mancuso puso de rodillas a la clase dirigente colombiana recibiendo, como si de una estrella de rock se tratara, un estremecedor aplauso, eso a nuestros “colombianos de bien” no les parecía malo, porque, debido a su ignorancia rampante sobre el origen del conflicto colombiano, creen que los paramilitares son el único medio que existe para combatir a la guerrilla corrupta e inconsecuente que fue creada, precisamente, para defenderse de un estado laureanista que pretendía aplastar cualquier tipo de oposición.

Pensar en que un hombre como Juan Manuel Santos, ministro de Comercio Exterior del gobierno de César Gaviria, el mismo que promovió políticas descarnadamente neoliberales como la apertura económica o que siendo candidato uribista lanzó una campaña de desprestigio contra Antanas Mockus solo porque era ateo, pueda ser comunista, demuestra el fanatismo ciego con el que a pie juntillas creen todo lo que dice el senador electo.

Yo, que siempre fui un abstencionista, salí a votar por Santos simple y llanamente porque era el mal menor. No se puede permitir que ellos vuelvan, con sus odios, su sectarismo y su pasado oscuro. Necesitamos una Colombia en paz, donde necesariamente quepamos todos, una Colombia que entre por fin en la modernidad, una Colombia donde se respete la diversidad sexual e ideológica, donde los maestros sean más importantes que los sacerdotes y las iglesias de los barrios sean reemplazadas por bibliotecas.

Pero esta utopía no se podrá llevar a cabo si no se acaba el laureanismo. Hay que dejar solo a Uribe, enclaustrado en la cárcel de su amargura, mirando, con los ojos arrasados de lágrimas, el retrato de Laureano Gómez que debe reposar en alguna de las paredes del Ubérrimo.

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