El regalo de Navidad

El regalo de Navidad

Un relato para esta época basado en un hecho real

Por: LUIS ERNESTO PEREZ O
diciembre 18, 2019
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El regalo de Navidad
Foto: PxHere

Huían de los miedos de dos patas que andaban por los campos como viejos fantasmas y vestidos de hojarasca, con los rostros cubiertos con pintas feroces y con los gritos de muerte saliendo de flamígeras bocas. Despojados de sus ranchos, cultivos y tierras, buscaron un sitio donde guardar lo poco que les quedaba y su vida y su dignidad, y se volcaron al pueblo que debió albergarlos en la plaza principal.

Don Pedro Luis no lloraba. De la cara endurecida por los años, en cuya piel habían hecho surcos los soles y los sudores, salían miradas de lejanía, de interrogantes. ¡Sí! ¡Sí lloraba! Un grito y una lágrima por cada una de las hijas, por la esposa, sus padres, por cada uno de los amigos, por cada uno de los animales, árboles, caminos y arroyos que ahora abandonaba. Los llantos le henchían el pecho y cada latido del corazón era como el impulso de un inflador de neumáticos que cada vez le abombaba más la entraña. A veces parecía estallar. Pero no quería que los hijos y su mujer lo vieran destruido. Sabía muy bien que su fortaleza era la de ellos. Y ellos y lo que aún le quedaba, eran toda su riqueza.

Era impresionante la escena. Tirados en el suelo, cabellos brillosos y miraditas de ojos grandes, asombrados, con las mejillas enlagrimadas y mocosas; los pechos, balaustres de costillas con apenas algunos gimoteos cansados; barrigas millonarias de lombrices, las débiles piernas desgarradas por el éxodo y cobijados con algunos harapos que alguna vez fueran ruana o camisa o colcha, varios niños y niñas, algunos de brazos, hacían parte de este cortejo famélico recién llegado. En los rostros de los mayorcitos ya había huellas de odio y se habían apagado las sonrisas de los sueños y de sus juegos. Las madres con sus atados de escasez y las entrañas vacías en donde antes germinaba el amor, no cesaban de llorar, de rezar o de maldecir. Los señores y los ancianos, pies de barro y alpargatas, manos como raíces de roble, incesantes de improperios, con lenguaje desesperado decían del amor por la tierra, de su trabajo y de la inocencia del destino que ahora los arrojaba del paraíso y los traía a sufrir y a exhibir su desgracia ante el pueblo que disfrutó de la abundancia de los frutos de su trajín.

El alcalde llamó a la solidaridad de las gentes del pueblo y pronto vino en formas diversas. Logró albergar a todos los campesinos desterrados en la vieja escuela a la entrada del pueblo, a sabiendas de lo estrecho e incómodo del lugar, pero era lo mejor que podía brindarles y así lo comprendieron ellos. Don Pedro Luis llevó la palabra en las primeras habladas con el alcalde y, de acuerdo con los compañeros, aceptaron un primer convenio con la autoridad, de hacer su retorno lo más rápido posible, después de llamar a los mandos militares y políticos para garantizarles la seguridad en el regreso y en la posesión futura de sus tierras y la continuación de las labores.

—Como bien lo ve, Sr. alcalde—, dijo don Pedro Luis, con voz segura. —Somos campesinos nacidos y criados en esta zona y nada de nosotros nos acusa de ser guerrillos ni paras. Pero también lo sabe usted, que cuando un grupo u otro pasa por las veredas, aunque no queramos, tenemos que dejar que se lleven las gallinas o los marranos o que nos dejen guardadas sus caletas para cuando vuelvan a pasar y después pasan los otros y nos acusan de auxiliadores y por eso nos están matando, asesinados sin misericordia, delante de los hijos. Nosotros somos buena gente, creemos en Dios y María Santísima y solo tenemos estas dos manos para trabajar y darle el pan a nuestras familias y no sabemos por qué esa guerra que ellos tienen. Por eso, para evitar que nos masacren como nos amenazaron, nos tuvimos que venir p´al pueblo a guarecernos y a pedir la ayuda de las autoridades y del pueblo que nos conoce.

—Sí, lo sé—, respondió el alcalde. —Pero, dígame, don Pedro Luis: ¿Cuántos se vinieron de la zona?

—Por ahora, sé que nos vinimos cincuenta y tres personas: quince parejas de casados y nueve niñas y catorce niños. De estos, hay cinco que tienen más de doce años. Las niñas están entre los cuatro y diez años, pero las dos hijas mías ya están mayorcitas y la que más me hace sentir pesar es la mayor, con sus dieciocho años que ya parece que está enamorada pero no le conozco el pretendiente…

—Por otro lado, don Pedro Luis— dijo el alcalde, cambiando el tono y la dirección de la conversación— quiero decirle que mi esposa los apoya en lo que puede, especialmente con su grupo de damas, y ya se han encargado de algunas actividades y me ha pedido que alguna de las mujeres que vinieron la ayuden a organizar lo que tiene que ver con ellas y con los niños…

—Claro que sí, señor alcalde. Ya había pensado en Rosalinda, mi hija mayor.Es muy seria y muy querendona con los niños. Ella le va a ayudar. Déjeme yo hablo con ella…

Se hablaron otros asuntos y se recalcaron los términos del acuerdo y se informó de las gestiones que el alcalde estaba haciendo sobre el orden público en el municipio y de lo que había conversado con las autoridades centrales con la esperanza de solucionar pronto la situación de los desplazados. No iba a ser fácil que llegara la tropa en su respaldo, por los enfrentamientos entre los grupos y otras razones más que ni el alcalde entendía ni lo comprendería tampoco don Pedro Luis.

Con pasos aún cansados fue al refugio escolar donde ya estaban organizados los grupos familiares. Aulas de grandes ventanales, con algunos vidrios rotos que dejaban pasar el viento frío que venía de las montañas con cánticos como para que no lo extrañaran.

Observó a Rosalinda sentada en uno de los pupitres del aula, con las manos juntas frente a la cara como si leyera en ellas, labios apagados y con los ojos brillando a la luz de la lejanía. Vibraba la garganta tarareando una canción y temblaban los labios, reprimiendo un llanto. La palidez traslucía un estado interior confuso. Sus dieciocho años habían sido suficientes para vivirlos con intensidad y con mucho dolor. En su infancia, rodeada de flores, aromas y de los colores de la campiña, era confidente secreta de los amores del arroyo con la luna, que en las noches claras la enamoraba con vívidos cantares y ella le regalaba nuevos visos al vestido. La realidad le quebraba los sueños infantiles. En el corazón guardaba ya dos grandes secretos que sólo compartía con las flores y con su muñeca de trapo. A su madre la amaba y a ella la alegraban las sencillas canciones y los pequeños secretos de niña. Pero ni ella ni el padre podrían nunca saber los secretos de niña adolescente, que abrió las puertas del amor tempranamente en una noche de verano, cuando se convirtió en la amante de un ruiseñor guerrero que merodeaba por los senderos del arroyo.

No podrían saber que el candor de su virginal sonrisa había quedado marcado en los labios de un amante secreto, que luchaba en los campos y que sus sueños eran los suyos y que le prometía sembrar con ella la semilla del amor. Rosalinda estaba enamorada y había profesado su amor en el ara santa, plena de verdores y al cobijo de la luna y de las estrellas que ensayaron nuevos fulgores para ella en su boda. Ese era su primer secreto. Pero la incertidumbre sombreaba la ilusión. El sueño se convirtió en pesadilla cuando la realidad la despertó. Su amor, su guerrero, mozo y guapo, de mirada serena y de hablar sencillo, luchador de causas perennes, soldado de las milicias campesinas, no podía detener el camino y tal vez nunca regresar. “Aunque quizá mañana en el fragor de la lucha tendré un pensamiento para ti”, le decía al marcharse. Este era su segundo secreto. La alegría y la tristeza, su conmovedora entrega, sus sueños… ¿Con quién compartirlos? Rosalinda guardaba un grito en la garganta y sus secretos entre sollozos. No entendía por qué si la mañana compartía el calor con la aurora y los pájaros cantaban tiernos amores al ancho cielo y las flores comunicaban su amor a las abejas y bullicioso el arroyo decía en su andar los amores con la luna: ¿por qué ella no podía saltar, gritar, reír, sonreír, cantar, hablar, expresar, decirles a los vientos, al arroyo y a la luna que amaba y era amada?

Don Pedro Luis la observó abstraída. Su presencia la perturbó y ella, saliendo del arrobo, llevó la mano a los ojos, y, como despertando de un sueño, intentó un saludo. El padre, con la ternura que los campesinos guardan bajo la ruana, puso la mano encallecida en el hombro de la hija. Le contó la propuesta del alcalde y ella recuperó el rosado de las mejillas y la sonrisa y, sin pensarlo, aceptó. Sería la manera de guardar los sueños para no ahogarlos en la incertidumbre y de no desfallecer en las garras de sus secretos.

Se acercaba la Navidad y en el pueblo sonaban los cantares de los villancicos que se ahogaban con los vallenatos. Resplandecían las tardes con soles que llegaban tardíos al ocaso y las nubes estrenaban blancuras de ribetes dorados, con luces y destellos de naranja y violeta en los arreboles. Muy pronto llegarían los aguinaldos, la natilla, los buñuelos, los traídos, los globos, las luces de bengala. Todo sería lo mismo de todos los años, pero nada sería igual. La tristeza rondaba en todo el pueblo, pero se concentraba y tomaba cuerpo en las caras de los niños y de los albergados en la escuela. Sitiados por la pobreza, no era de esperarse que la Navidad viniese para ellos con los matices multicolores de la alegría. Entonces, la esposa del alcalde, su comité de damas y Rosalinda empezaron a planear actividades para llevar un poco de entusiasmo a los familiares y vecinos del albergue. Hicieron bingos, rifas, empanadas bailables, talleres de artesanías, confeccionaron ropas y recolectaron fondos para traer un alivio a los niños y a los mayores. Cada día de la novena estaba a cargo de un grupo de habitantes, vecinos de un barrio o de un gremio: comerciantes, transportadores, matarifes y carniceros, los de bares y cantinas, los grupos religiosos. El pueblo entero, a su modo y con alegría, y rechazando la violencia, se apresuró a colaborar. Si existe la solidaridad, ella vive en el alma de los humildes, de los pobres. ¡Benditos los solidarios porque ellos poseerán todas las bienaventuranzas!

En la octava noche, víspera del final de la novena, se programó una fiesta en la plaza pública con la banda musical del pueblo, varios conjuntos de cuerdas y con un grupo de vallenatos traído de la capital por los transportadores. Hubo entusiasmo y alegría, dejando a un lado la tragedia. La muchedumbre bailaba y disfrutaba de la música, los fuegos pirotécnicos, de los comestibles navideños. Rosalinda incansable atendía a los suyos y los alegraba con sus chistes y sus cuentos. Vestía un vestidito rojo con cintas blancas y zapatos nuevos que el comité de damas le regalara y lucía un tenue carmín en los labios.

No había presagios en su corazón. Casi al finalizar la fiesta vio venir una sombra por la calle del medio que se dirigía hacia ella. Distinguió a su guerrero al pasar por la luz del poste de la esquina. Las piernas empezaron un leve temblor; las manos se inquietaron y los labios sorprendidos dijeron su nombre para que el corazón lo reconociera y se sosegara. Venía con el traje de campesino y se confundía con los del pueblo. Reconoció las señas y pronto estaban juntos sentados bajo las sombras de una vieja ceiba a la entrada del parque y al amparo de las miradas distraídas de los pocos pobladores que por allí pasaban.

No podía creerlo. Sorprendida, lo abrazó y él la besó suavemente en la mejilla. Se miraron en silencio y luego, vinieron las palabras.

—Vine solamente a verte. Estoy de franquicia solo por esta noche. Debo marcharme de nuevo en la madrugada. Deberás saber por una vez más que te quiero y espero que tú también me ames…

Y, con su cara de ingenua candidez y levantando los párpados, le contestó: —¡Sí, mi amor, te quiero! Pero, ¿tan pronto te marcharás? ¿Por qué no esperas hasta la Navidad? Te tengo preparado un regalo del Niño Dios y esperaba tenerlo listo para el veinticuatro. ¿Será que entonces podré verte de nuevo? Tengo muchas cosas qué contarte y qué compartir contigo. Si supieras que de tus besos y caricias y de tu amor apenas me queda poco para sobrevivir. Dime que sí…

—¿Un regalo de Navidad? ¡Válgame Dios! Pues te cuento que de tanto trajinar por estos montes, los días pasan tan veloces como las noches y el tiempo se nos va como agua entre los dedos y ni recordamos fechas ni conmemoraciones. Y no había pensado en ello. Pero ahora debo hacerlo.

—No te preocupes. Con uno solo de tus besos tendré y me harás muy feliz—, le susurró al oído.

Se oyó un murmullo de paseantes que, abrazados entre sí, saludaban las ventanas con cantos de enamorados y pronto las sombras se diluyeron en las de la noche. De nuevo, las voces eran lo único que oían y el chasquido de los labios y los juramentos. Y la despedida fue acelerada y sellada con el último de los besos.

El guerrero enamorado se hizo de nuevo una sombra que renacía con la luz de las esquinas, hasta desaparecer en el recodo del sendero hacia su lejano destino. Solo pensaba en la calidez de su amada, en la ternura de sus carnes, en la inmensidad de su amor. Y quería complacerla con un bello regalo de Navidad. ¿Pero qué regalarle?, ¿dónde conseguir lo que fuese?

Rosalinda había cambiado. Ahora la mirada y su canto eran más alegres y se sentía ligera de movimientos. Con renovado interés siguió participando en el comité. Las conversaciones de su padre con el señor alcalde seguían en buen tono, pero en lo esencial, que era lo del retorno y la seguridad no se había adelantado ni había informes de la capital que vislumbrasen una solución. Pero su pensamiento estaba aquí, con los niños, con las mujeres, con los albergados y también estaba allá, en la selva, en las montañas, en la mente y en el corazón de su guerrero.

A la alcaldía llegaban algunos buses y camiones que traían fardos con ropas, comida, utensilios y regalos para los del albergue y algunos habitantes del pueblo. Rosalinda se encargaba del reparto y gozaba viendo las caras de contento y de esperanza de los niños y los mayores al recibirlos. No había recados para ella, pero no los esperaba. Todo era para los demás.

El día de los Santos Inocentes las luces del día eran claras. En la mañana, habían llegado dos mulas cargadas con sendos bultos de frutas y yucas procedentes de su vereda. Llegaron sueltas y no se supo quién las condujo ni quién las había mandado. Fueron llevadas a la Alcaldía y allí se dispuso que la carga fuera repartida entre las gentes del albergue. Rosalinda, al abrir uno de los bultos, notó otro saco de cabuya de menor tamaño y muy empacado y con una nota que decía solamente: “para Rosalinda”. Bien supo de quién procedía el fardo y temerosa y con el corazón henchido, lo dejó a un lado para disponer primero del resto del envio. Llevó los frutos y los comestibles a la cocina y, ahogando un suspiro, como cuando ahogaba sus secretos, soltó con dificultad el lazo que ataba al costal. Adentro, otra nota, del mismo papel y con la misma letra le decía: “Amada Rosalinda: Recibe este pequeño regalo de Navidad. No encontré nada que se acomodara a mi presupuesto ni a mis condiciones de guerrero. Pensé que fuera lo mejor que un revolucionario pudiera darle a la mujer de sus sueños. Haz con él lo que a bien tengas. Te amo”. Y luego unos labios pintados como su firma, cerraban el mensaje. Rosalinda lo leyó lentamente y luego, destapó el paquete alargado y duro envuelto en papeles de periódico.

Un viejo fusil, de características desconocidas y adornado con dos claveles blancos casi marchitos en la boca del cañón.

Rosalinda sintió un leve desmayo. No supo si saltar de alegría o llorar después de leer la nota. Besó el papel en su firma. Tomó los dos claveles con la nota y los guardó en el bolsillo. Observó el regalo por todas partes y lo volvió a empacar en los papeles.

El regalo de navidad sería su tercer secreto. Ahora ella se prepararía para entregarle el suyo. Aún lo guardaba en las entrañas…

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