El recreo de la compasión
Opinión

El recreo de la compasión

La peste solo nos impone dos condiciones: la muerte y la solidaridad

Por:
marzo 22, 2020
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Nelson Mandela fue privado de su libertad por veintisiete años. Para muchos, esa sería una razón suficiente para dar la vida por perdida o convertirla en un amargo lamento. No obstante, en no pocas ocasiones el líder sudafricano agradeció ese largo tiempo de reclusión por haberle permitido conocerse -y descartarse- a sí mismo; abandonar y explicar sus errores, rencores y prejuicios y; aceptar y entender los atributos excepcionales de la virtud humana. El aislamiento le fue útil y provechoso, al punto de determinar para siempre la forma en que concebiría a sus semejantes. Hallarse confinado le dio el tiempo apropiado para comprender, respetar y compartir el dolor de los hombres y mujeres del mundo y así -años antes de ser liberado definitivamente- los barrotes de su celda se desvanecieron para siempre: Mandela se hizo compasivo.

Mencionaba Aristóteles que la compasión es un tipo particular de “dolor”; particular puesto que su fuente de origen se ubica en el sufrimiento ajeno. Un padecer vicario que nos permite experimentar la vida de los otros. Por supuesto el sabio griego no se quedó simplemente en su enunciación; como acostumbraba, desmembró esta emoción en tres elementos o extremidades. En primer lugar, el filósofo estableció como requisito necesario que ese sufrimiento fuera de carácter grave (el objeto de la compasión: la pobreza, la enfermedad, la sequía), es decir que tuviera e implicara una magnitud considerable (desde el punto de vista -espontáneo o no- de quien se compadece). Es por esto que nos resultó imposible apenarnos por aquella jovencita adolorida que lloraba en televisión por no tener un grado presencial en su universidad a causa del cierre de la misma por el COVID 19. Nos pareció baladí o trivial -incluso ridículo- y por lo tanto desechamos la posibilidad de compadecernos de ella; de hecho, dicho sufrimiento despertó lo contrario: una emoción malsana de burla e irrespeto.

El segundo requisito del pensador invoca cierta idea connatural de justicia que se presenta en todos y cada uno de nosotros y es recurrente en distintas teorías filosóficas. En efecto, para la procedencia de la compasión es necesario que el mencionado sufrimiento no haya sido merecido. Es decir que -en principio- la causa de ese dolor no sea responsabilidad de quien se lamenta. En ese sentido, podría decirse que para muchos la razón principal de cumplir las normas sanitarias -ante la llegada de la pandemia- surge de una básica consideración con los ancianos -principales afectados por el virus- y, ante todo, por la innegable realidad de que nadie es culpable de envejecer. Esto además explica el porqué -a la inversa- se sienta tanto escozor y se condene socialmente a algunos jóvenes y adolescentes irresponsables que sin el menor asomo de culpa siguieron de fiesta y vacaciones; amparados en la certeza indecorosa de sentirse inmunes a la enfermedad por las bajas tasas de mortalidad a la juventud.

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Nos compadecemos de los otros porque podemos ver nuestro dolor y fragilidad (potencial o presente) en ellos

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Esta indignante reacción popularizada en redes, nos lleva al tercer -y quizás más importante- requisito: el reconocimiento de la vulnerabilidad propia. Nos compadecemos de los otros porque podemos ver nuestro dolor y fragilidad (potencial o presente) en ellos. De ahí la maravillosa frase de Rousseau: “Cada uno puede ser mañana lo que es aquel a quien hoy ayuda”. No obstante, este ejercicio imaginativo requiere que concibamos al otro como un igual, como un espejo probable; por esto, muchas atrocidades de la historia se justifican a partir del desconocimiento y negación de la humanidad básica (el estatus compartido) del adversario, el esclavo o el perseguido. La relevancia de este reconocimiento consiste en la posibilidad de poder encontrarse en la experiencia ajena, a raíz del ejercicio de la compasión, y por efecto detonar el sistema más elemental y primitivo de cooperación entre los hombres, la solidaridad.

No se avecinan tiempos fáciles, por supuesto. Sin embargo, el aislamiento podrá ser una oportunidad generosa para recuperar el interés en los otros y de esa forma fortalecer (y sublimar) nuestras capacidades morales, guiadas hacia la comprensión de la dichosa experiencia humana. Siguiendo el ejemplo de Mandela, este tipo de confinamientos -mucho menos graves que el sufrido por el sudafricano- nos podría permitir reconocer nuestra propia fragilidad -el único descenso que asciende- al ser testigos de la muerte de miles de personas, que seguirán derrumbándose sin excepción en muchos rincones del mundo. La peste solo nos impone dos condiciones: la muerte y la solidaridad.

@CamiloFidel

 

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