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George Orwell no escribió La rebelión en la granja solo para denunciar el estalinismo; lo hizo para exponer un patrón universal: el poder, cuando se concentra en pocas manos, tiende a corromperse, y los ideales más nobles pueden convertirse en herramientas de opresión. La granja de Orwell no es solo un reflejo de la Unión Soviética, sino un espejo distorsionado en el que cualquier sociedad puede reconocerse si llega la corrupción.
La historia comienza con un sueño de igualdad. Los animales, hartos de la explotación del granjero Jones, se rebelan inspirados por las palabras del Viejo Mayor, un cerdo sabio que evoca a Marx o Lenin en su llamado a la revolución. Pero pronto, la pureza de esos ideales se ensucia. Los cerdos, que asumen el liderazgo, no tardan en establecer privilegios: se quedan con la leche, las manzanas y, finalmente, con la casa del granjero. Napoleón, el Stalin de esta fábula, usa la astucia y la fuerza para eliminar a Snowball (el Trotsky de la granja) y reescribe la historia a su conveniencia. Los mandamientos originales de la rebelión —"Todos los animales son iguales"— terminan mutando en una sórdida frase carente de sentido: "Pero algunos son más iguales que otros".
Esta degradación no es exclusiva del estalinismo. En El príncipe, Maquiavelo ya advertía que el poder no se mantiene con buenas intenciones, sino con control y manipulación. Los cerdos de Orwell son maquiavélicos: usan a los perros para silenciar disidencias, como Stalin usó a la NKVD, o como cualquier dictador moderno emplea fuerzas de seguridad para acallar voces incómodas. La figura de Boxer, el caballo leal que repite "Trabajaré más duro" hasta morir exhausto, es un recordatorio desgarrador de cómo los regímenes autoritarios explotan la devoción de sus seguidores. Su destino final —vendido para convertirse en pegamento— es una metáfora brutal de la deshumanización bajo sistemas que prometen emancipación pero entregan servidumbre.
Orwell escribió esta fábula durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la URSS era aliada de Occidente y criticar a Stalin era mal visto. El pacto entre la Granja Animal y la granja de Frederick (Hitler) refleja esa contradicción: los mismos cerdos que denuncian a los humanos terminan negociando con ellos, una advertencia sobre la hipocresía política. La historia, como bien sabía Orwell, es maleable: los vencedores la reescriben, y los perdedores son borrados.
Lo más perturbador de La rebelión en la granja no es su crítica al comunismo, sino su universalidad. En 1984, Orwell profundiza en la manipulación del lenguaje y el pensamiento, pero aquí, con una simple fábula, logra algo igual de poderoso: mostrar cómo el poder se perpetúa mediante el miedo, la desinformación y la complicidad. Los animales no cuestionan porque temen a los perros. Hannah Arendt analizó en Los orígenes del totalitarismo: la normalización de lo absurdo, la aceptación gradual de lo inaceptable en la banalidad del mal.
La granja de Orwell podría ser cualquier país donde una revolución se convierte en tiranía o cualquier organización —política, empresarial, religiosa— donde los líderes terminan traicionando los principios que dijeron defender.
El autoritarismo no tiene ideología fija: puede vestirse de rojo, de verde o de azul, pero al final, el abuso de poder siempre se parece. Las revoluciones mueren cuando una élite las secuestra.
La rebelión en la granja sigue vigente porque habla de algo más profundo que la política: habla de la naturaleza humana. De cómo el poder seduce, corrompe y, finalmente, aísla a quienes lo detentan. De cómo las sociedades, en su anhelo de orden, pueden entregar su libertad a cambio de promesas vacías. Y sobre todo, de cómo la memoria —la capacidad de recordar lo que alguna vez se soñó— es el último baluarte contra la tiranía. Por eso, cada vez que un líder dice actuar "por el bien del pueblo" mientras acumula privilegios, suena a corrupción y a como otro régimen totalitario es creado.
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