No soy nutricionista ni quiero serlo pues quiero vivir en paz. Y comer en paz. Aunque me preocupa mi creciente sobrepeso y algo estoy haciendo para controlarlo, en mis días de serenidad me digo: es una batalla perdida. Sé que muchos colegas, amigos y nutricionistas no estarán de acuerdo con esta resignación metabólica y me aconsejarán luchar hasta la muerte para no morir con sobrepeso. Pero quiero liberarme un poco de nuestra cultura contemporánea donde nadie es demasiado joven ni demasiado rico ni demasiado delgado. Cuando comparto estas ideas en reuniones encuentro siempre respuestas agresivas, de gordos optimistas o flacos amargados, para luego aconsejarme con fervor casi religioso dietas sanas y milagrosas. Y ese es el gran peligro de una dieta sana: la fe ciega en ella y sus poderes.
Los foodies (Wikipedia traduce el término como “cocinillas”) han hecho del comer una religión. Me parece que es un trastorno social de origen anglosajón. Pero como siempre todo lo copiamos. Yo, como los franceses, no creo que sea para tanto y me encanta el adagio que me enseñó un tío abuelo de la Alsacia-Lorena, donde la comida es particularmente “pesada”. Mi tío José me decía: “Los ingleses son unos pervertidos, tienen mil religiones y una sola salsa (la inglesa o Worcestershire) mientras los franceses tenemos savoir-vivre, mil salsas y una sola religión”. Y de salsas y grasas trata esta columna.
La revista TIME (23 de junio, 2014) tiene como portada un gran y apetitoso rollo de mantequilla. El título es: “Coma mantequilla. Los científicos han señalado que las grasas son el enemigo. Por qué estaban equivocados”. A mediados del siglo XX ocurrió una gran epidemia de infartos de miocardio. Todos aprendimos, con errada simpleza, que lo que pasaba era que las arterias coronarias se llenaban de grasa, se tapaban y uno moría de infarto. El tercero era el infarto más peligroso oía yo en mi infancia (no sé si es verdad ni por qué lo decían, habrá que investigarlo). Entonces toda la culpa era de la grasa que comíamos en la mantequilla, carne, huevos, salsas de esas que brillan tentadoramente, comida frita y otros enemigos de la salud. En realidad no era todo tan sencillo y hoy sabemos que muchos otros factores intervienen en el proceso: los lípidos en sangre sí pero además el peligroso tabaquismo que heredamos de las dos guerras mundiales, el pobre control de la hipertensión arterial no diagnosticada o mal tratada, la diabetes tipo adulto por obesidad y sedentarismo, el estrés en nuestra sociedad globalizada de consumo, etc. Los huevos, las carnes, las grasas y la mantequilla no eran los únicos culpables pero de eso nos cogimos para no comer nada frito con inocente tranquilidad, y adieux salsa bechamel (que no fue creación del marqués Louis de Béchameil aunque lleve su nombre, ABC de Madrid, 17 de julio, 2014).
Cuidando obsesivamente las grasas en nuestra dieta olvidamos otro grupo de alimentos, aquellos ricos en carbohidratos. De 1971 al año 2000 las calorías provenientes de carbohidratos aumentaron 15 % en la dieta típica norteamericana y la porción de calorías originadas en grasa descendió por recomendación de expertos, dice el artículo de TIME. La ingesta diaria promedio de calorías de harinas y cereales eran 429 en 1970 subiendo a 610 en 2010. En estas últimas décadas es evidente en los EE. UU. una epidemia de obesidad y diabetes por sobrepeso. Podemos concluir que los expertos se equivocaron como dice el título de la portada.
La explicación parece ser que todos los carbohidratos consumidos se convierten en azúcar en la sangre, el alto nivel de azúcar en sangre (glicemia) estimula la producción de insulina por el páncreas, esta hormona lleva a depositar y guardar en nuestras células esos azúcares. Además el descenso posterior de la glicemia produce sensación de hambre e ingesta exagerada de alimentos con obesidad como resultado. En otras palabras y simplificando: los carbohidratos nos suben el nivel de azúcar en sangre pero nos llevan después a sentir hambre, las grasas y proteínas nos producen un sentimiento de saciedad más duradero con menor ingesta global de calorías haciendo posible perder peso. De ahí que se estén recomendando recientemente dietas con muy poco carbohidratos y más grasas y proteínas. El artículo narra que algunos pacientes ponen cucharadas de mantequilla en el café matutino, lo que me parece horrible pero me hace creer en la posibilidad real de chicharrones dietéticos.
Y no es tanto que los expertos se hayan equivocado sino que les creímos a pie juntillas. Quizás esto se debe a nuestra propensión a confiar con idolatría en exigentes dietas perfectas y alimentos prohibidos. El ser humano ha sido preparado evolutivamente para comer de todo con variedad y moderación. El peligro de las dietas sanas o “santas” es nuestra fe ciega en ellas.