El humo blanco subió como una exhalación antigua y solemne, pero fue el rostro lo que desconcertó primero: no era italiano, no era de Camboya, tampoco era africano, como se había pensado. A las 18:07 de este 8 de mayo, apareció el humo blanco y uno minutos después, desde la logia de la Basílica de San Pedro, Robert Francis Prevost Martínez. Se hizo llamar León XIV, y así el mundo sabía que era el primer Papa agustino, el segundo americano, el primer gringo, pero también el primero del Perú, donde vivió y predicó por más de 40 años.
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Chicago le vio nacer en 1955. Su madre, española. Su padre norteamericano. Su vocación no fue inmediata: estudió matemáticas antes que teología, ciencia exacta antes de entregarse al misterio. Pero había en él una tensión persistente, un hambre de sentido que no se saciaba con ecuaciones. A los veintisiete años, ya como fraile agustino, lo mandaron a Roma a estudiar derecho canónico. No sabía entonces que ese camino, tan vertical como sus convicciones, lo empujaría a vivir entre los más humildes.
Su destino verdadero fue Chulucanas, en Perú. En aquel lugar del norte peruano Prevost dejó de ser gringo. Aprendió el castellano, sí, pero sobre todo aprendió los ritmos lentos de la comunidad, los silencios antes del amén. Fue sacerdote, formador, misionero, fue amigo y vecino de los peruanos. Vivió cuarenta años entre peruanos, y quizás por eso, cuando dijo “mi querida diócesis de Chiclayo” desde el balcón vaticano, no fue un gesto diplomático: fue una confesión. No sólo venía del sur, era el sur.
Prevost no era papable, decían. Porque era estadounidense, y los estadounidenses cargan con el peso del imperio. Pero a él lo eligieron. No por la bandera, sino porque nunca se la puso en la espalda. Fue un puente entre mundos. Demasiado latino para Washington, demasiado pausado para Roma. Un hombre sin estridencias, sin ambiciones públicas, con el andar de quien ha caminado mucho campo ajeno. Lo nombraron prefecto del Dicasterio para los Obispos en 2023, lo hicieron cardenal cuando ya muchos lo daban por retirado, y ahora es Papa.
Eligió el nombre de León XIV, como si supiera que los símbolos importan, pero no tanto como el tono de la voz. León, como aquel León XIII que abrió la Iglesia al mundo obrero. XIV, porque es el siguiente. Es agustino, el primero. De una orden que predica el conocimiento interior, la comunidad fraterna, el desapego. No viene de los Jesuitas ni de la Curia, sino de una lógica más antigua: la del que se sienta a escuchar antes de hablar.
Su cercanía con el Papa Francisco fue real, no decorativa. Lo conoció en Buenos Aires, compartieron preocupaciones: la pobreza, los migrantes, la burocracia eclesial. Pero si Francisco empujaba con fuerza, Prevost parece caminar de puntillas. Ha dicho que el mal no prevalecerá, y uno le cree no porque suene fuerte, sino porque lo dice con una serenidad casi obstinada. Como quien ha visto de cerca el dolor y sabe que lo urgente no siempre es lo importante.
Es, además, un estudioso. Su tesis doctoral versó sobre el rol del prior local en la Orden de San Agustín. Fue prior, formador, profesor. Supo qué era guiar sin imponer. Y cuando Francisco le encargó supervisar a los obispos del mundo, Prevost no gritó; simplemente atendió, dejó Perú y escuchó más.
León XIV no es la estrella que algunos esperaban. Cree en la sinodalidad, pero no en los atajos. Apoya la acción contra el cambio climático, pero no la ordenación de mujeres. No es un revolucionario, ni un restaurador. Es un hombre de equilibrios difíciles, como todos los que han vivido entre dos mundos.
Se dice que Estados Unidos celebra tener por fin un Papa. Pero en realidad, él pertenece más al otro hemisferio. A la América que reza en voz baja, a los pueblos que aún creen en el gesto más que en la doctrina. En Chiclayo, algunos recuerdan que caminaba solo, sin escolta, que compartía café con los vecinos, que no olvidaba los nombres. Tal vez por eso, cuando dijo “avancemos hacia adelante, sin miedo, de la mano de Dios”, no sonó a consigna. Sonó a compañero a amigo de los latinos. Otro más, como el que acaba de morir.