El mundo mágico de la contratación estatal

El mundo mágico de la contratación estatal

Aunque uno de los fines del Estado de derecho es que impere la ley y no la arbitrariedad, la realidad parece distar

Por: Fabio Castillo Gaona
septiembre 28, 2018
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El mundo mágico de la contratación estatal
Foto: Pixabay

Para quienes trabajamos en el mundo de la contratación estatal es lamentable comprobar cómo esta disciplina jurídica se desliza incesantemente por caminos que se alejan del Estado de derecho. Audiencia tras audiencia los abogados vemos cómo los comités que evalúan las propuestas en los diversos procesos de selección aplican normas o pautas inexistentes, fantásticas, que se crean al calor de la evaluación, y basadas en criterios jurídicos bastante deleznables.

La contratación estatal debería estar iluminada por el derecho, pero la realidad es que se trata de un mundo viscoso, oscuro, laberíntico, gelatinoso, subordinado a lo esotérico, bien a las triquiñuelas de las almas corruptas de quienes estructuran el proceso o bien a las ingenuidades y torpezas de las mentes ignorantes que evalúan las propuestas. Es, en pocas palabras, un universo kafkiano.

En Camino de servidumbre Friedrich Hayek —¿conocen este nombre en las facultades de derecho?— dice lo siguiente acerca del Estado de derecho:

“Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquel, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho (Rule of Law). Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”.

Hayek pone el acento en la circunstancia de que en el Estado de derecho los particulares, en cada momento de su actividad, conocen con certeza la reacción de una determinada autoridad ante una de sus conductas. En otras palabras, un elemento objetivo como el derecho debe ser tan cierto y seguro que debe producir un resultado subjetivo en los ciudadanos, y es el de saber en cada momento qué comportamiento va a desplegar el Estado, qué decisión va a tomar una instancia política en una situación regulada determinada. Lo que significa que no debe haber sorpresas, o decisiones no esperadas por los particulares, lo que lleva a la confianza y, en términos generales, a la conformación de una relación jurídica estable entre los particulares y los operadores jurídicos del Estado.

No sucede así, sin embargo, en el fantástico mundo de la contratación estatal, la cual, además de estar azotada por la corruptela, me parece a mí que ha venido ahora a convertirse en laboratorio de la ignorancia.

Debo comentar un reciente caso concreto que he venido acompañando en una entidad del distrito. Se trata de un concurso de méritos para la selección de un consultor. Doy por sentado, para no extenderme en tecnicismos, que es ampliamente conocido en la disciplina jurídica que los procesos de selección de contratistas por parte del Estado son actuaciones regladas, esto es, sujetas a normas de estricto cumplimiento por parte tanto de los particulares como por parte de los operadores jurídicos públicos.

En el pliego de condiciones respectivo a la entidad se le ocurrió establecer que tanto la experiencia habilitante del proponente como la experiencia puntuable debían estar, como circunstancia obligatoria, inscritas en unos determinados códigos del sistema de clasificación de bienes y servicios de las Naciones Unidas. Nunca me había topado con semejante disparate. Y no puedo evitar preguntarme: ¿en qué mente respetuosa del Estado de derecho puede incubarse una tontería tan antijurídica?

Me parece que esta situación merece otro tipo de análisis, diferente al estrictamente jurídico: el de la legalidad estricta de tal decisión. Sin embargo, creo que esa reflexión trasciende la frontera de este comentario Por ahora, y dado el nivel en que suelen operar las mentes que se ocupan de estructurar los procesos de selección, considero útil limitar mi comentario a lo puramente jurídico, aunque sin transcribir normas que estimo conocidas con amplitud.

Veamos. El principio de legalidad que rige la función pública —artículo 6 superior— implica que los operadores jurídicos de la contratación deben ceñirse en sus actuaciones a la ley.

Este principio es un faro iluminador que abarca todas las actuaciones de los burócratas públicos. Por otra parte, el pliego de condiciones está regido por otro principio, el de libertad de configuración, según el cual la entidad estatal puede discrecionalmente establecer en el pliego los factores de selección de sus contratistas. Sin embargo, esta discrecionalidad administrativa no es absoluta, en la medida en que el legislador ya señaló de manera clara cuáles son los criterios que deben cumplir dichos factores de selección. Por ejemplo, el artículo 5.1 de la Ley 1150 de 2007 enseña de manera elemental cuales son los requisitos habilitantes que puede señalar una entidad estatal: la capacidad jurídica, la experiencia del proponente, la capacidad financiera y la capacidad de organización. Son esos, y no otros. Un abogado junior que asesore la estructuración de un proceso contractual público debería saber esta básica verdad, que los requisitos habilitantes son solo estos cuatro. Por lo tanto establecer en un pliego que además de estar inscrita en el registro único de proponentes, la experiencia habilitante debe estar “enmarcada” en unos códigos específicos, es una ilegalidad y un disparate.

Hay abundante literatura que explica el alcance del principio de legalidad, ya citado, que les dice a los funcionarios que sólo pueden hacer aquello que la ley les permite; y en concreto, hay abundante literatura –doctrina, circulares, conceptos y documentos  de Colombia Compra Eficiente —no pocas veces inútiles—, que enseña que los códigos del UNSPSC no pueden erigirse en factores habilitantes en un proceso de contratación. No obstante, en el mundo mágico de la contratación estatal estos criterios legales son desconocidos. De modo que el resultado práctico para mi asesorado en el concurso de méritos fue que el comité asesor lo evaluó como “no hábil”, con el argumento de que su experiencia en el campo específico del concurso, pese a ajustarse técnicamente a lo pedido por la entidad, no se encontraba inscrita en los códigos solicitados. Es una manera perversa de inhabilitar a un oferente capacitado por la vía de crear requisitos habilitantes inexistentes en la ley.

Pero esto no es todo. El pliego también señaló que la experiencia ponderable —la que asigna puntaje— para ser validada tenía que estar inscrita en los endiablados códigos UNSPSC. La entidad olvidó que en el caso de la selección de consultores los factores de calificación están orientados por el artículo 5.4 de la Ley 1150 de 2007, norma que es precisa en determinar que pueden usarse factores que evalúen el aspecto técnico de la propuesta, como la experiencia específica del proponente y del equipo de trabajo; criterio que —con dudosa legalidad— fue ampliado a factores como la formación académica del proponente y del equipo de trabajo y las publicaciones técnicas y científicas.

No menciona por ningún lado los códigos UNSPSC como requisitos ponderables. A pesar de ello, la entidad insistió en solicitar la inscripción en los códigos. El resultado práctico fue que la empresa que yo represento en el concurso de méritos, pese a cumplir con la experiencia solicitada en el pliego, no obtuvo puntaje, con el argumento de que no estaba inscrita bajo los códigos solicitados. La conclusión es que en el mundo mágico de la contratación estatal, una decisión mala e ilegal puede ser seguida por otra peor. Y si finalmente se lesionan los derechos de mi cliente, no habrá otra opción de demandar a la entidad, con el llamado en garantía a los funcionarios responsables de tales decisiones.

Lo lastimoso es que los efectos de estas decisiones no se agotan en la adjudicación. Se va a malgastar tiempo adelantando un trámite de conciliación prejudicial; se va a desgastar el aparato judicial en una demanda de controversias contractuales y, en el peor de los casos, se van a instaurar acciones disciplinarias o penales en contra de los funcionarios responsables. Hay otros efectos menos visibles en lo inmediato, pero no por eso menos destructivos —como la polilla que corroe silenciosamente la madera— y que se concretan en el incremento de la actitud desconfiada que distingue, en general, el acercamiento de los particulares hacia el Estado; y que a su vez produce imperceptiblemente que el Estado se consolide como un instrumento a través del cual se quebranta el Estado de derecho, con la complacencia o complicidad de sus agentes. Una vez que esta situación se entroniza en una sociedad, sólo es cuestión de tiempo para que asuma el carácter de un cáncer terminal.

Pero nada de esto sería necesario si los comités evaluadores aplicaran el Estado de derecho. El Estado de derecho indica que en el decreto 1082 de 2015 —con la absurda nomenclatura que ahora tiene, que me abstengo de citar— se asigna a la entidad estatal la obligación de mencionar en el pliego de condiciones la descripción técnica del bien, obra o servicio objeto del contrato, hasta el tercer o cuarto nivel, de acuerdo con el clasificador internacional de bienes y servicios adoptado en Colombia. Ninguna norma, ninguna, prescribe que los códigos del clasificador puedan ser usados como factores a evaluar en los procesos de contratación.

Cuando el Estado de derecho no rige nos vamos deslizando en un estado de servidumbre. Eso lo advirtió Hayek ante el impulso temprano del totalitarismo en el siglo XX. La servidumbre que hoy campea en la contratación estatal obedece a la ignorancia de algunos operadores jurídicos, o en el peor de los casos, a su maldad moral. Y hay que acabar con ella, antes de que ella acabe con nosotros.

Ese es el fin, precisamente, del Estado de derecho: que impere la ley, no la arbitrariedad.

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