El fuego en las selvas amazónica y colombiana
Opinión

El fuego en las selvas amazónica y colombiana

Lloramos por la suerte de la Amazonía, al igual que por cada hectárea de selva derribada en Colombia. Nada justifica la pasividad de los Estados al respecto

Por:
agosto 30, 2019
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Durante mi militancia en las Farc conocí directamente las normas acordadas con las comunidades de las áreas de operación, que establecían los criterios y correctivos a aplicar en materia de vida colectiva. Nunca quisimos, ni fue nuestro estilo, expedir reglamentaciones que todo el mundo debía acatar, sino que en reuniones y asambleas con las comunidades campesinas, se consensuaba lo que habría de regir. Eran ellas las que debían legislar y hacer cumplir.

La responsabilidad para resolver sus problemas estaba en manos de las juntas de acción comunal y sus directivas. La guerrilla hacía el papel de juez supletorio, solo intervenía cuando quiera que a la directiva de una junta o a su asamblea de afiliados, le resultaba imposible conseguir una solución satisfactoria. Nuestra labor apuntó siempre a generar consciencia, nunca a imponer. Las comunidades debían aprender a autogobernarse y a respetar a las autoridades que elegían.

Siempre fue esa nuestra idea de democracia. Creíamos en la capacidad de la gente para dirigir sus propios destinos. Aunque nos cuidábamos de no idealizar con inspiraciones bucólicas la mentalidad y costumbres de las comunidades rurales. En ellas anidaban también intereses personales, rencillas familiares, envidias. Se trataba de personas, hombres y mujeres, a quienes la vida les había causado muchos sufrimientos, de espíritu rudo, formados en la mentalidad de superación individual.

Que no creían mucho en ideas como la solidaridad y el progreso colectivo. Pero a las que su misma experiencia las convencía de que de solo así, conseguían mejoras que aisladamente les resultaban inalcanzables. Las escuelas, los puestos de salud, los puentes, la apertura y adecuación de vías rurales eran el efecto de su organización, de sus marchas de protesta, de las penosas condiciones que debían soportar en la ciudad a la que llegaban con sus reclamos.

Particular mención merecen las normas sobre cuidado de la naturaleza. Las comisiones de organización guerrilleras, grupos de tres o cuatro combatientes en los que la mujer jugaba un papel destacado, recorrían uno a uno las predios conversando con sus poseedores y haciéndoles ver las graves consecuencias que traía la destrucción de los bosques, la contaminación de las aguas, la pesca y la cacería indiscriminadas, las talas en las orillas de los ríos y quebradas.

De ese modo las asambleas de la acción comunal terminaban por aprobar procedimientos de denuncia e investigación, así como las multas a cobrar a los sancionados. El producto de estas no era nunca para la guerrilla, sino para la tesorería de las juntas que de ese modo conseguían recursos para su funcionamiento. Todo el mundo estaba obligado a conservar un porcentaje de bosque o montaña en sus predios, así como a mantener intocable la selva virgen.

Para quemar rastrojos se establecían procedimientos, la respectiva guarda raya de tantos metros, la sanción que cabía a quien ocasionara daños en la montaña o el vecindario. La madera no se podía explotar económicamente más allá de cierto volumen, si es que no se restringía del todo con la excepción de que la tumba de un árbol fuera para el empleo exclusivo de la propia finca o vivienda. La pesca llegó a prohibirse si no era para alimento de la propia familia.

 

Nos resulta afrentoso el que los mal llamados disidentes,
pretendan ganar el respaldo de las comunidades campesinas,
desatando su voraz individualismo, al incentivar la tumba masiva de montaña
para fines económicos no muy claros

 

Nadie podía matar animales de monte como dantas, venados, tigres u osos. Del mismo modo que se prohibía la venta de carne de lapa, ñeque, chigüiro, pavas o paujiles. Esta solo se permitía para el consumo doméstico. No sé si haya sido por la desaparición de las Farc, como fuerza armada en las zonas rurales, pero uno se sorprende cuando al entrar a un restaurante en Bogotá, encuentra dentro del menú la oferta de carne de ese tipo de animales.

Por eso a pocos colombianos puede dolerles tanto la expansión de los  incendios forestales en la Amazonía brasileña y boliviana, así como en muchas zonas rurales de Colombia, como nos duele a los exguerrilleros que encontramos en la selva y las montañas la protección y la pureza. A todos nos acongoja el grito herido de las comunidades indígenas, que protestan y denuncian los intereses económicos que se refugian tras la avalancha de fuego que consume su entorno.

Igual nos resulta afrentoso el que los mal llamados disidentes, pretendan ganar el respaldo de las comunidades campesinas, desatando su voraz individualismo, al incentivar la tumba masiva de montaña para fines económicos no muy claros. Indigna en extremo oír a Bolsonaro condicionar la ayuda de la Unión Europea, al hecho de que el presidente francés se disculpe por sus palabras, como si el orgullo de un funcionario valiera más que la selva más grande del universo.

Lloramos por la suerte de la Amazonía, al igual que por cada hectárea de selva derribada en Colombia. Nada justifica la pasividad de los Estados al respecto, la gente buena debería movilizarse en masa para detener ya tan incomprensible infamia.

 

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