El centavo pa'l peso de la consulta: ¿conspiranoia o realidad inaceptable?

El centavo pa'l peso de la consulta: ¿conspiranoia o realidad inaceptable?

¿Qué resulta más increíble?, ¿que el cambio pierda por poco o una puesta en escena de apariencia democrática, diseñada para permitir un margen de esperanza?

Por: Iván D. Álvarez Tamayo
agosto 27, 2018
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El centavo pa'l peso de la consulta: ¿conspiranoia o realidad inaceptable?
Foto: Leonel Cordero / Las2orillas

A mí todavía me resulta insólito que el plebiscito, las elecciones presidenciales y la consulta anticorrupción obtuvieran los resultados que le permitieron a la casta política seguir haciendo de las suyas, a pesar del hambre de cambio que se grita y transpira en gran parte de la base electoral. Y así como los intelectuales del régimen sacan a relucir su “realismo” para sentenciar cualquier argumentación sólida que parta de una ideología diferente y cuyas bases sean difíciles de cuestionar en el puro debate de ideas, quiero tratar de plantear esta sospecha desde otro tipo de realismo: uno que se levante y soporte desde las acusaciones históricas de los sectores excluidos que no han podido ser acalladas ni desmentidas, a pesar del silenciamiento sistemático. Así que, con su debido respeto, trataré de hablar sin tapujos.

El mandato por la paz

Ya el plebiscito tenía cierto gusto a “bollo perfumado”, al menos si se resalta lo siguiente: en términos de legitimar lo acordado no era necesario porque ya Santos había recibido un mandato de paz durante el último sufragio presidencial. Empero, los acuerdos derramaban “reformismo idealista y liberal” en cada una de sus páginas, un requisito clave para seducir a una insurgencia conocida por su resistencia a los arreglos “realistas” de la oligarquía, pero cuya implementación y reinterpretación de la naturaleza profunda del conflicto significaban una real molestia para las condiciones no tan liberales ni mucho menos ideales sobre las cuales se soporta la forma republicana de esta republiqueta.

Dicho texto entonces, si bien suponía una nunca antes vista preocupación por intervenir las causas estructurales y objetivas del conflicto, por ello mismo representaba la posibilidad de implicar instituciones y gobiernos —durante un par de décadas— en la revelación sistemática de aspectos detalladamente omitidos de lo ocurrido, e impulsar un movimiento de transformación que ponía en riesgo no solo a las facciones civiles y armadas más cercanas al fascismo criollo, sino a toda la casta misma.

De ahí que el plebiscito sirviera para pasar por el tamiz del régimen un acuerdo que para el resto del mundo era tanto vanguardista cuanto renovador de los viejos ideales y tratados de la resolución de conflictos del ya moribundo orden del Bretton-woods. La victoria del no le abrió espacio a los sectores gamonal-clientelistas encabezados por el caudillo Uribe y su reaccionario revanchismo —algo insólito en una negociación Estado-Insurgencia—, aplacando por fuera de la mesa los elementos más peligrosos —justamente las profundas exigencias populares adelgazadas en reformas sociales mínimas— del pacto con la contraparte campesino-utopista organizada en forma de guerrilla, cuya cúpula sobreviviente, por cierto, parece estar conforme con conservar su banco en la asamblea del antes jurado “enemigo de todos”, a cambio de descartar no solo el futuro de su base de campesinos guerreros o a sus pares más molestos, sino casi toda reivindicación social que decían estar dispuestos a defender hasta la muerte, reafirmando su incapacidad para liderar las transformaciones de hoy.

Por ello instituciones, medios y casta enmascararon la ausencia total de pedagogía —requerida y acordada— y permitieron la mentira sistemática. Con todo esto, apenas pudieron presentar un 50.1% sobre un 49.9% como una victoria legitimadora de la “novísima” contra-estrategia. El resto de la clase política, o mejor, de los políticos de clase, incluidos los que decían creer en la importancia del acuerdo y de “tragarse el sapo”, una vez más se sentaron a observar y, sin mayor refinamiento, dejaron que sus pares más parasitarios se apropiaran y propagaran sus intereses a través de medios ilícitos en detrimento de la gran mayoría otra vez atropellada ¡cuánta novedad! Ni las históricas y masivas movilizaciones interclasistas por la paz pudieron frenar el festín que el congreso preparaba, cuyos ingredientes principales serían ilusiones y anhelos de las capas poblacionales históricamente excluidas y sistemáticamente violentadas.

Las presidenciales

Apenas unos meses después sobrevino una segunda forma —ahora mejor comandada— de expresión popular de la exigencia de cambio: la Colombia Humana, un fenómeno electorero pero social a medio camino entre improvisación y jugada maestra del ajedrecista Petro. Tal capacidad de conectar desde la inteligencia y la reflexión sopesada sorprendió a los más curtidos analistas de todos los bandos políticos, de quienes es sencillo imaginar su más sincera impresión, aunque ninguno fuera capaz de revelarla ante una audiencia: “¿Tanta sapiencia es capaz de mover a este pueblo ignorante y emocional?”. Es sencillo de imaginar porque conocimos su maquillada conversión en la acusación “eso es populismo”. ¡Ay! Esa incapacidad para reconocer lo propio de su gente y esa facilidad para modular ismos.

En fin. Fue tanto el miedo que provocó que Uribe y su círculo de notables embaucadores descartaron de tajo el “frente nacional” o pacto de élites encabezado por Vargas Lleras, e iniciaron una nueva jugarreta que implicaba enfilar todas las baterías disponibles: amenazas, chantajes, mentiras, silenciamientos, sobornos, fotocopias, entre otras muchas armas; todo recurso disponible habría de poder utilizarse en pro de la conservación del régimen y el ascenso extraordinario de “el que dijo Uribe”.

Poco a poco lograron unir, tal y como hace dos décadas solo que con un nuevo tipo de AUC ­—Aversión Unísona a lo Comunista, para evitar malentendidos—, a la mayoría de casas regionales y citadinas arraigadas en el dominio dinástico del territorio nacional; y ni qué decir de la inesperada ayuda que otorgó la “elite alternativa”, que también resultó ser “casta”, no tanto por su perenne participación generacional sino por su absoluta virginidad en este realismo que propongo, cuya narrativa “ni-ni/no extremista” terminó por consolidar el espectáculo.

Poco importó la inevitable exposición masiva de la verdadera piel del sistema electoral colombiano, sus problemáticos formularios y su cabeza, la Registraduría. El trono lo ocupó no el monstruoso Iván Márquez que tanto vendían, sino el Iván —Duque— Márquez designado por el señor de las sombras a través de una nueva ceremonia sufragista. La coronación quedó tan bien hecha, que ni Petro quiso cuestionar con su característica vehemencia la evidente desigualdad en las reglas, pues como premio de consolación recibió la oportunidad de ser el primero en la historia en desafiarlos hasta ese límite, la ocasión de seguir jugando con muchas más posibilidades, y el quedar como “jefe de facto” de la otra vez derrotada mayoría que se lee a sí misma como minoría, en un contexto en el que la verdadera y más absurda minoría detenta el control de una parte de la mayoría acostumbrada a seguir los designios del cayado de su evangélico pastor.

Vale aclarar que no pretendo denigrar de Petro, por el contrario, lo secundo: discutir el resultado sin poderlo demostrar profunda y sistemáticamente era revelarse mamerto; aceptar y preparar la próxima avanzada era tomar los botines que ningún otro antes que él había podido entregar a la sociedad organizada y al pueblo raso en general, a través de la competencia representativa.

La consulta

Por todo lo anterior, quiero hacer énfasis en el episodio más actual: si el plebiscito dejó un tufillo a arreglo tras bambalinas y las elecciones presidenciales no destacaron por lo contrario, ¿acaso es descabellado pensar algo similar de la consulta? o ¿tenemos que normalizar esta tendencia colombiana a que nos falte "el centavito para el peso"? ¿Qué resulta más increíble?, ¿que el cambio pierda por poco sucesivamente —al estilo de la selección de fútbol— o que nadie quiera pensar en la posibilidad de una puesta en escena de apariencia democrática, diseñada para permitir cierto margen de esperanza, pero con un candado allí donde no cabe una cerradura fija, ubicado en el "casi la hacemos", negando la posibilidad de abrir las puertas de la transformación de una vez por todas? No sé ustedes, pero yo creo más fácilmente en la “merecida” roja de Sánchez o la “indiscutible” victoria de Inglaterra que en que aquí no haya gato encerrado.

Si me siguieron hasta acá, piénsenlo detenidamente. La consulta no era la panacea, además de su carencia de sustancia cargaba con la desvirtuación que se ganaron sus promotores al obstaculizar desde el relato y las coaliciones, o al menos no respaldar con suficiente entrega, una oportunidad única de renovación en la estructura que finalmente soporta la reproducción incesante de la corrupción.

La “élite alternativa” no solo se reveló impedida para apoyar en colectivo la llegada de un subalterno al trono, sino que se conformó con atacar a la persona y no a la potencia del proyecto, al mejor estilo de su típica crítica tangencial, manifestada una vez más en la consideración de la corrupción como un asunto moral y ético y no estructural, cómplice de ocultar la urgencia de las reformas profundas al priorizar sus maquillajes y candidatos que “no molesten, asusten ni dividan”. No podía esperarse demasiado de una iniciativa construida desde una mirada que se autoengaña al conformarse con cuestionar el cómo de las cosas, fantaseando con un soñado orden esterilizado y en donde todo funcione “como debería ser”, y dejando de lado el para qué o peor aún el para quiénes. Casta, al fin y al cabo.

Sin embargo, la consulta popular anticorrupción hizo contar el hambre de cambio que hay en el país, dando una cifra exacta a través de una razón más desprovista de limitaciones ideológicas que las votaciones anteriores: la simbología detrás de un rechazo a la corrupción tiene por descontado el apoyo de la izquierda electoral, del centro a través del respaldo de sus representantes —a la vez promotores de la iniciativa—  y de la parte de la derecha que toma decisiones más o menos pensadas.

La cifra final — algo más de 11.600.000 de votos– aunque insuficiente, mostró un único elemento esperanzador: el ansia de cambio es en definitiva la fuerza más poderosa en la correlación actual de factores electorales, al punto de superar incluso la cuantía con la que el tecnócrata “rockero” fue coronado como el presidente más votado de la historia —no mucho más de 10.300.000 de votos—. Algo para nada despreciable tanto para quienes hemos aceptado la urgencia de la cualificación y expansión de la democracia como el mejor escenario de justicia social, como para los cálculos en frío de todo político y organización electorera, con indiferencia de su adscripción ideológica.

Consideren además del poder recontar la indignación —ya sin Petro y sin acuerdos y más desde una iniciativa transversal al espectro político—, la peculiar coyuntura en la que se llevó a cabo la consulta que “acabamos de perder”:  nuevos comportamientos electorales, elecciones regionales a la vuelta de la esquina, reformas urgentes en la estructura del régimen, profundización del modelo de extracción y producción de riquezas y por tanto proliferación de sus desbarajustes, y un largo etcétera. ¿Van notando el peso del mensaje simbólico que supone un respaldo popular a quién encabece un cuestionamiento al statu quo desde el frente de la lucha contra la corrupción? ¿Siguen creyendo que el único propósito posible de la consulta era respaldar las iniciativas detrás de las siete preguntas que componían el tarjetón con más texto relevante de la historia reciente, pero probablemente el menos observado y más rápidamente rellenado?

Entre las facciones de la casta, el uriduqismo —revelado principal detractor de la iniciativa y protagonista en los dos capítulos de más arriba—, sí que parece haber entendido la relevancia detrás de la consulta. Su líder lleva meses marcando una agenda sin las Farc en armas —su chivo expiatorio por excelencia—, y parece haber entendido que, aunque aún cuenta con la capacidad de despertar en la población el miedo y desprecio al enemigo interno (saben que de enunciar una y otra vez “Venezuela, castrochavismo, comunismo o guerrilla” paulatinamente van provocando su asocio masivo con “guerrillero de civil, colaborador, el que no va a recolectar café, mamerto, pobre, desplazado, tatuado, marihuanero, grafitero, anarquista, no heterosexual”, que todavía nos mueve sobre una lógica de la guerra fría desde la que se “divide al país” cuando es oportuno), este no le es suficiente para alcanzar su objetivo de consolidar a toda costa un estado de cosas en el cual Duque pueda ejecutar “solito” mientras él consolida el “pacto nacional” desde la gerencia legislativa.

Por ello, sitúenlo en el escenario de la consulta a partir de sus acciones: a él y a su partido dando muestras de “novísimas” estrategias. Cada semana, Uribe o alguno de sus esbirros suelta una o dos ocurrencias que los sostienen en el centro del debate político, estableciendo, por ejemplo, una apariencia de contradicción entre lo que la prensa capitalina llama “uribismo purasangre” y lo que sería el ala más de centro y conciliadora soportada por la inevitable impronta de bonachón del malabarista, copando el espectro de opinión.

Esta fachada, rescata la lógica dual en crisis y la reencaucha constantemente a través de expresiones que se acomodan a cada decisión política, estableciendo dos modos posibles de interpretar no solo su accionar sino la realidad política misma, y logrando por A o por B, uno de los pilares de su partido: el diálogo popular. Nada que ver con los ocho años de la pendular disputa Santos-Uribe, no, esto es novedoso y desconcertante.

Si todavía siguen aquí, les dejo un par de ejemplos recientes de esta estrategia aplicada alrededor de la consulta.

En el primero, tenemos por un lado a Duque, quien al mejor estilo de Santos —sí, así escandalice al uribista que llevan dentro— evitó hacer una exhortación oficial a participar de la consulta y se limitó a apoyarla como individuo—como por debajito, susurrado prácticamente—, y por otro a Uribe, quien aprovechó el domingo para atacar a Claudia López, Gustavo Petro y a la consulta, en el tono que sabe lo leemos e insinuando que el dinero “derrochado” es más síntoma de corrupción que su manejo “austero” del Estado —como si no tuviéramos claro que su uso en términos de seguridad y de intervención social del aparataje estatal destaca por ser “tanto como sea necesario y tan poco como sea posible” respectivamente—.

Y segundo, resalta la paradojal espada de Damocles que el uribismo le impuso a los demás políticos de clase, al hacer un llamado a la unidad y a la vez cerrar filas de casi toda posibilidad de una coalición a través de la repartición de cupos indicativos —mermelada—, dejando en el aire el mensaje de “sométanse, sin exigir nada a cambio por ahora. ¿La seguiremos haciendo? Sí, pero no así”.  Uribe queriendo aparecer pues como el verdadero líder contra la corrupción y Duque como el más comprometido con la renovación.

En este punto intuyo, no sé ustedes, que durante las elecciones, la derecha estuvo maniatada ante estos potenciales “peligros”, y tan solo una vez que se cerraron las elecciones presidenciales, por fin tuvieron tiempo para prestarle toda la atención. Después de un conteo presidencial más apretado de lo esperado, eran —esos peligros— tan considerables que solo había una salida: lograr un número razonable de votantes, el cual no dé lugar a cuestionar que “realmente representa” la ola de indignación y cambio en crecimiento —ahora moderada por los verdes moderados—, pero evitar a toda costa su triunfo total.

Insisto, no sé ustedes, pero yo cada vez dudo menos de mi conspiranoia y considero seriamente la posibilidad de estar ante una realidad tan inaceptable que colectivamente optamos por no plantear, pues lo único que hemos recibido cuando hemos tratado de desnudarla ha sido o plomo o desilusión.

Dejo unos cuantos apartes extra, pero quiero cerrar con un recordatorio que va a ser polémico: desde nuestra orilla nadie va a defender a Pablo Escobar, pero siempre habrá que reconocerle que fue el primero en demostrar, con la inclusión en la Constitución del ya derogado artículo 35, la cobardía sustancial de nuestra oligarquía, solo revelada cuando la sangre que tanto gustan derramar les tocó la puerta.

Ñapa

1. El juego electoral está en transición. Su esquema más tradicional ha sido completamente derrotado, a tal punto que el ala liberal (representado por Gaviria) y el ala conservadora (representada por Pastrana) solo han podido sobrevivir a partir de soportarse en la figura del único caudillo que, siendo defensor de ese esquema, tiene la fuerza electoral para no caer de bruces. Si no fuera por Uribe y toda su hueste, ya habríamos podido situar la puesta en crisis del régimen.

2. Si lo piensan bien, una victoria en la consulta habría sido el detonante de una nueva “inaceptable realidad” de nuestra democrática republiqueta: mientras que una consulta popular histórica como la del plebiscito sirvió de soporte legitimador de la manoseada que el Congreso le pegó a los acuerdos y silenció casi toda posibilidad de redistribución de la riqueza social y la verdad histórica, una de mayor cuantía habría sido inofensiva para tocar apenas unos pocos focos de enriquecimiento sistemático a partir de la desviación del erario.

3. Quisiera plantear un último elemento alrededor del resultado y la lucha contra la corrupción. No creo que una menor “carga ideológica”, sea la única razón por la cual siete preguntas alcanzaron más votos que el proyecto de la Colombia Humana, y por ello quiero resaltar el que más considero relevante: el proyecto encabezado por Petro apunta a un futuro, un escenario desconocido, mientras que la lucha contra la corrupción parte de lo que somos y apunta a lo que queremos dejar de ser, un escenario conocido y un horizonte plausible, con lo cual me resulta una forma de manifestar el deseo de transformación que reúne algunos elementos del potencial que tanto ha sabido aprovechar el uribismo: cierta exaltación al pasado, la construcción de “lo común” desde lo que hemos sido, desde la sangre, las uñas y la tierra; y no el salto al vacío que implica para la impronta conservadora de nuestra gente cualquier propuesta de tránsito a una nueva Colombia.

4. Y claro está, una buena porción de la población carece de la información suficiente para incorporar la urgencia de cambio, así que tampoco se trata de un resultado que logre consolar a quienes hemos decidido no replicar la estética del perdedor caído al defender la justicia, sino ser la generación que dé los pasos para la transformación definitiva de nuestra sociedad.

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