El astillero

El astillero

A propósito del relato del escritor Juan Carlos Onetti

Por: Silvio E. Avendaño C.
julio 05, 2019
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El astillero
Foto: Pixabay

Viene a mi memoria El astillero (1961), relato de Juan Carlos Onetti, cuando encuentro las estaciones abandonadas de los ferrocarriles nacionales, o me imagino los vapores en Honda, o cuando en la calle 72 con 24 de Bogotá veo las ruinas de la empresa distrital de transporte. Entonces emerge el recuerdo de Lucio Amórtegui, el profesor en la escuela primaria, que hablaba del progreso en el futuro: la carretera Panamericana que uniría desde Alaska hasta la Patagonia. El Metro en Bogotá. La vía a los Llanos Orientales. El Túnel de la Línea…

En el relato de Onetti, ubicado en ese pueblo imaginario de Santa María, la promesa de la modernidad, la encarna Jeremías Petrus, magnate visionario, representante de la élite industrial, que hizo posible El Astillero para reparar los barcos de la globalización. Y el prohombre nombra a Larsen en la gerencia general de la empresa Jeremías Petrus Sociedad Anónima.

Además, la empresa tiene el gerente técnico Kunz y el gerente administrativo Gálvez. Pero a ellos no les cabe en la cabeza que alguien acepte la gerencia de una empresa que se encuentra en ruinas, pues El Astillero está quebrado. “Flor de abandono”, afirma Larsen, cuando contempla el proyecto que había de llevar al cambio económico y social, a nuevas formas de significado de belleza, libertad y solidaridad, el sueño de los ilustrados hispanoamericanos que tomaron conciencia de que América Hispana no podía quedar marginada de la revolución que constituyó el espíritu moderno y de las posteriores implicaciones en la revolución industrial.

Larsen vislumbra la empresa (el espejismo de la modernización, el “arquetipo del progreso”) en la que se ha comprometido como gerente. Sin embargo, a sabiendas de la realidad Larsen se lanza al juego de dirección de la empresa, con 300 obreros inexistentes. Para ello llegará puntual cada día, con la seriedad de quien acomete un gran proyecto. En cierto sentido Larsen es este hombre hispanoamericano, enconchado en el decir: “hago lo que me toca porque me toca lo que hago”, “a mí lo único que me importa es cumplir el deber y que me paguen, la empresa me importa un carajo”.

En la instalación el tiempo está detenido en un sinsentido. El horario de 8 a 12 y de 3 a 6 transcurre viendo pasar el tiempo, envuelto en la ausencia de previsión para el mañana, el menosprecio de sí mismo, aburrido y harto hasta el cansancio. Buques fantasmas, espectros de barcos, historias que se pierden en los ejes descentrados del tiempo serán los temas que pasarán por la mente de Larsen.

Entonces, después de esa absurdidad de ser el gerente general de una empresa que no funciona y de que Larsen sabe que está quebrada y que sin embargo permanece ahí, en busca de afecto, de un poquito de calor, se acerca a la casilla que habita Gálvez y su mujer. Encuentra en el ambiente la conjunción de la miseria y la ironía.

Gálvez y Kunz miran a Larsen a través del cristal de la burla. Ellos son gerentes del descalabro de la empresa, igualmente responsables de las carreteras desbaratadas, los puentes que se vienen al suelo,  las obras que no se hacen y los escándalos de corrupción.

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