Eh, ave María, María…

Eh, ave María, María…

A propósito de los 150 años de la icónica obra de Jorge Isaacs, un ciudadano visita la casa donde se cree que se desarrolló el idilio de amor de Efraín y María

Por: Manuel Tiberio Bermúdez
mayo 04, 2017
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Eh, ave María, María…

Decidí salir a redescubrir un sitio icónico de la literatura en el Valle del Cauca: la Hacienda El Paraíso, el lugar en el que dicen se desarrolla la novela de Jorge Isaacs. La misma que este 2017, cumple 150 años de haber sido escrita.

Ubicada a unos 40 kilómetros de la ciudad de Cali, en jurisdicción del municipio del Cerrito, esta antigua casona llamada también “La Casa de  la Sierra”, dicen, fue construida entre los años 1816 y 1828, por Víctor Cabal, un ganadero de la ciudad de Buga, quien fuera alcalde de Santiago de Cali. Luego, pasó a ser propiedad del señor Jorge Enrique Isaacs, padre del escritor.

La casa está ubicada cerca de la cordillera central, desde donde se ve la magnificencia de ese valle que nos ha tocado en suerte para vivir. El lugar es visitado por gran cantidad de turistas ,que llegan diariamente desde los más apartados rincones de la geografía colombiana y también desde el exterior. Esquivan los huecos de una carretera que le hace falta la atención que el lugar y la afluencia de público amerita.

Arriban hasta la gran casona para escuchar de los guías, quienes de memoria y sin tomar aliento, relatan la almibarada historia de los  amores desdichados que protagonizaron los jovencitos, Efraín y María. “María”, dicen los historiadores, fue publicada en el año de 1867 por la imprenta de José Benito Gaitán, en Bogotá. También, aseguran que “los primeros 800 ejemplares se vendieron como pan caliente a un peso con 60 centavos”. Afirman además que para el año 1967, el libro había alcanzado las 150 ediciones y había sido traducido a varias lenguas, pues era la novela más leída en latinoamérica y estaba considerada como una de las obras más románticas del continente.

Con la celebración de los 150 años de haber sido escrita, seguramente los “Isaacologos” —¿se les dirá así?— desempolvarán extensos estudios sobre la obra, analizarán nuevamente el tormentoso, desdichado y con final de llanto, amor de Efraín y María. Además, darán cifras como las que aseguran que “el nombre de María aparece 427 veces en la obra, y que Efraín le dio 7 besos a su amada en el siguiente orden riguroso: cuatro en la mano, uno en frente, uno en el pelo y otro en la mejilla. “No andaba ni cerquita el enamorado aquel”, me dijo un jovencito de los que escuchan reguetón.

También, cuentan que entre los novios se dan dos abrazos: uno de él a ella y otro de ella a él. Dicen además que dieron 4 paseos cogidos del brazo y 11 veces se tomaron de la mano. Bueno “algo es algo”, dicen los pelaos de ahora. Ah, y no olvidemos al “ave negra”, la presagiadora de las desgracias, aparece dizque en 4 oportunidades  en el libro.

-Abrimos la puerta, y vimos posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el viento, un ave negra y de tamaño como el de una paloma muy grande: dio un chillido que yo no había oído nunca; pareció encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano, y la apagó pasando sobre nuestras cabezas a tiempo que íbamos a huir espantadas. Esa noche me soñé... Pero ¿por qué te has quedado así?

-¿Cómo? -le respondí, disimulando la impresión que aquel relato me causaba.

Lo que ella me contaba había pasado a la hora misma en que mi padre y yo leíamos aquella carta malhadada; y el ave negra era la misma que me había azotado las sienes durante la tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso; la misma que, sobreco­gido, había oído zumbar ya algunas veces sobre mi cabeza al ocultarse el sol”.

Luego del recorrido por los distintos salones de la hacienda uno queda listo para la foto de época que le proponen  y en la cual no puede faltar la escopeta con la que “el amito Efraín dio muerte a un tigre”. Lo del tigre siempre me ha despertado sospechas porque tigres, tigres, que uno sepa no hay en Colombia. Lo máximo que creo que ha dado nuestro territorios son hermosos jaguares, estos sí pintados pero no rayados como el tigre de la india.

“-¿La cacería ha sido buena?

-Muy feliz.

-¿Podré decir a tu padre que le tienes ya la piel de oso que te encargó?

-No ésa, sino una hermosísima de tigre.

-¿De tigre?

-Sí, señora, del que hacía daños por aquí.

-Pero eso habrá sido horrible.

-Los compañeros eran muy valientes y diestros”.

Tomada la foto, y ya con hambre, me le apunto a unas ricas empanadas que venden allí mismo, con un ají de esos de chuparse los dedos. Como no hay más que hacer decido otra vuelta por los alrededores de la casa a ver si de pronto, de chiripa, se me atraviesa el ave negra, o al menos un descendiente de aquella mujer de la novela que tanto pánico causaba a los que la veían.

Con pereza de regresar a la ciudad, pues el sitio es espectacular por la vista, por lo histórico, por ese contagio que trasmite de enamoramiento, a tal punto que uno ve a las “Marías” que llegan, con ojos de “Efraín” y hasta dan ganas de aventarles unos versos de don Jorge Ricardo Isaacs:

“¡No bajes, por piedad los dulces ojos;

Brillen por el placer iluminado,

Haciendo alegre mi existencia triste!

No habiendo más que hacer en el lugar y camino hacia mi vehículo descubro algunas personas mirando hacia el cielo. Claro, allí se encuentra un motivo más para quedarme otro rato: unos hombres con ínfulas de pájaros que sobrevuelan el firmamento con alas de vistosos colores: los parapentistas. Busco dónde acomodarme y preparo mi cámara para fotografiar a estos arriesgados y modernos ícaros que se cuelgan, como compañía, a quien quiera pagar 130 mil pesos por el vuelo que dura entre 15 y 20 minutos.

Hay en el lugar un grupo con celular en mano, palo de selfie o autofotos listo, y con una ansiedad que no les calma ni el agua ni la cerveza que consumen.

-Usted  se va a tirar –pregunto a un hombre que está acompañado de una chica y un muchacho.

-Noooo, ni por el diablo- Mi mujer – me explica- es a quien estamos esperando; a ella que le gustan todas esas cosas.

Y usted se lanzaría,  le pregunto a la chica. Ah yo ya me he tirado –dice- es muy chévere.

Mientras la chica atiende a un perro coker spaniel, pero al que le han hecho un motilado de schnauzer, hecho que hago notar y que me explican es para evitarle el calor al animal. El joven, dice: “A mi hermana, le propusieron matrimonio en un salto de parapente. Y me cuenta:

“Vinimos con ella y el novio. Él la invito a saltar. El salto primero y al llegar a tierra, con la complicidad de la familia, le escribieron en el sitio en donde ella debía aterrizar su vuelo: “¿María te quieres casar conmigo?.

El piloto del parapente en el que ella venía, la demoró un poco más y descendió luego sobre el letrero que anunciaba en letras blancas gigantes, la propuesta de matrimonio”.

-Fue muy bello y emotivo- dijo la chica corroborando la historia.

Por fin luego de otros aterrizajes, la familia empezó a gritar ¡Ahí viene mamá! Como no era la mía, y solamente ellos, por aquello de la conexión entre madre e hijos, sabían,  -por no sé qué extraña magia-,  que ese punto lejano que venía en esa ala gigante de tela, era su progenitora. Empecé a tomar fotos por si acaso,  y efectivamente, esa era la mamá de los chicos.

Ahora sí, luego de despedirme, decidí regresar a Cali. En el camino sentí que el viaje no estaba completo. Recordé que cuentan que “María” esta sepultada en el Cementerio de Santa Helena y hacia allá me dirigí. A esa hora, 2 de la tarde, el pueblo estaba tranquilo con excepción de un bar que aventaba, a todo volumen, canciones de despecho y un grupo de parroquianos festejaban a gritos la vida –me imagino-.

Me fui al centro del parque en el que destacan dos figuras que supongo usted amigo lector ya adivino de quienes se trata. Si señores: Efraín y María, y el perro Mayo. Él de saco leva negro y pantalón gris, ella de rosado hasta los pies vestida, y Mayo, a los pies de María, en un sueño profundo.

Hice las fotos del recuerdo y le pregunté a un señor cómo llegar al cementerio. Me dio las indicaciones y allá llegué. Solo, absolutamente solo el cementerio. Supuse que la tumba que más destacara era la de “María” y efectivamente así fue. Descuidada y sola, el sepulcro del amor de Efraín padeciendo la condena de todos los seres humanos del planeta: el olvido. Dos pinos hacen guardia a una cruz de hierro, en la que en letras doradas destaca el nombre solitario: “María”.

Entonces saque el papel impreso que había llevado para la ocasión y como una oración leí aquel trozo con el que finaliza la novela:

“A la hora y media me desmontaba a la portada de una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque, que era el cementerio de la aldea. Braulio, recibiendo el caballo y participando de la emoción que descubría en mi rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un paso más. Atravesé por enmedio de las malezas y de las cruces de leño y de guadua que se levantaban sobre ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acérqueme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: María...

A aquel monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la interroga, que la maldice... que le ruega, que la llama... demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.

El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me hizo levantar la frente del pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome una corona de rosas y azucenas, obsequio de las hijas de José, permaneció en el mismo sitio como para indicarme que era hora de partir. Púseme en pie para colgarla de la cruz, y volví a abrazarme a los pies de ella para darle a María y a su sepulcro un último adiós...

Había ya montado, y Braulio estrechaba en sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.

Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.

Yo, hice lo mismo…

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