Dos maestros y el placer de releer
Opinión

Dos maestros y el placer de releer

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septiembre 06, 2013
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Hace pocos días cayó a mis manos un libro que ya había leído: las memorias de Germán Espinosa, La verdad sea dicha. Llegó así, como aparecen muchas veces los libros, sin que uno se proponga encontrarlos; como un regalo, un encuentro al azar, tal vez una cita, como diría Borges. Al abrirlo, recordé que en su momento la lectura me había despertado un sentimiento de rechazo, llevándome a considerarla una especie de memorial de agravios, un texto reiterativo, aburrido, que no aportaba gran cosa. Del testimonio de una vida de trabajo, apenas percibí un sartal de quejas de un escritor abrumado por un ego desmesurado, por unas expectativas jamás satisfechas y una vanidad que opacaba los indudables méritos de su escritura.

Confieso que en aquella oportunidad llegué al final del libro haciendo acopio de paciencia, acicateada por el aliciente de conocer, si era posible, la verdad que pretendía revelar el autor de La tejedora de coronas, novela que en el momento de su publicación me había deslumbrado y que hoy, cuando quise releerla, no tuvo el poder de fascinación con el que en aquel entonces me mantuvo pegada a sus páginas.

No ocurrió lo mismo con las memorias del maestro cartagenero, el descendiente de ese Espinosa de los Monteros precursor de la industria editorial en Colombia, hombre patriótico y amante de las letras, también: esta vez me sentí poseída por la belleza de una prosa rica, de sonoridades líricas, llena de armonías y evocadora de imágenes fantasiosas. Algo que la primera vez había pasado por alto, quizás por lo incómoda que me sentía ante las reiteradas quejas del escritor.

Ahora, por el contrario, la displicencia con la cual el país acogió tantas veces su trabajo, apareció en el libro con la crueldad de la injusticia, o, peor aún, del desprecio, quizás de la envida. Las difíciles relaciones del maestro con los editores, con otros escritores, con la crítica, con la prensa, con la academia, despertaron mi admiración por la pertinacia de quien, consciente del valor de su oficio, no se dejó amilanar por los obstáculos que salieron a su paso, por la pobreza que fue una presencia real a lo largo de su vida, entregándose de lleno, con fervor y honestidad, a la tarea que consideró como la única posible.

La lectura de La verdad sea dicha lleva a conocer cómo fueron las tertulias en El Automático, despierta una sonrisa ante las extravagancias del maestro de Greiff, invita a seguir paso a paso esa aventura de final imprevisible que significa escribir una novela. En esta segunda lectura pude también valorar la hermosa historia de amor de Espinosa con Josefina, su compañera de tantos años, a la que siguió poco después de su muerte a la tumba, como si la vida fuera imposible sin ella.

Es cosa corriente que un libro nos remita a otro, y es lo que ocurrió también. Varias veces se refiere el escritor cartagenero a la novela del argentino Manuel Mujica Laínez, Bomarzo, su obra más representativa. Un gigantesco fresco del Renacimiento en Italia, que se despliega hábilmente gracias al relato en primera persona del culto, refinado y amoral duque jorobado, Pier Francesco Orsini, hombre que crece a la sombra de las grandes figuras de la época: los Medici, los Colonna, los Farnese, y que recibe de ellos su despiadado y esteticista código de vida. Aquello fue lo que aprecié en la primera lectura, lo que se lee de inmediato. A estos atributos de la obra de Mujica Laínez, se añadió ahora el hecho de ser un tratado magistral sobre la naturaleza del mal, sobre la ambición, la injusticia, la utilización de la fuerza bruta, la puesta en práctica del fin que justifica los medios, la dureza y la precariedad de la vida, en una de las épocas más fascinantes de la humanidad.

Es un hecho que no leemos el mismo libro dos veces. No de igual manera, por muchas razones. La principal, porque no somos los mismos. Al releer, enriquecemos la complejidad de todo buen texto, los múltiples matices que posee, las historias dentro de la historia, las reflexiones, con el valor de nuestra propia experiencia que se ha ensanchado, profundizado, coloreado en el tiempo; con los cambios en nuestra sensibilidad, en nuestros intereses, en nuestra posición frente al mundo, y, lo más importante, con las lecturas que han refinado nuestro gusto y nos permiten decantar de diversas maneras, lo que ya creíamos conocer. Esa es la mayor cualidad de los buenos libros, como los dos que acabo de citar, y cuya lectura recomiendo: siempre nos llevan a descubrir algo. Y los descubrimientos se renuevan, varían, se multiplican, de manera que la obra jamás se consume. En el momento en que uno quiera está allí, dispuesta a regalar una nueva sorpresa, a responder a otro interrogante, a provocar una última pregunta.

 

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