¿Dónde quedó la verdadera esencia de la Navidad?

¿Dónde quedó la verdadera esencia de la Navidad?

"Mi deseo para estas fechas es que por favor me regresen a la época donde esta celebración realmente irradiaba exceso de magia, amor y felicidad"

Por: Yeferson Estiven Berbesi Palencia
diciembre 23, 2020
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¿Dónde quedó la verdadera esencia de la Navidad?
Foto: Pixabay

Justo en el mes de noviembre de cada año divagan por mi mente infinidad de recuerdos de hace un par de décadas atrás, lo cual me conlleva a tal punto de hacerme autopreguntas respecto a donde emigró, quien asesinó o raptó el verdadero espíritu navideño con el cual crecimos las personas nacidas antes de los años 90.

Navidad siempre ha significado para mí la mejor época del año. El mes donde absolutamente todo es paz, amor, diversión y sobre todo los días donde más se goza de la unión familiar y sin duda alguna se disfruta y deleitamos de la infinita gastronomía navideña; donde la magia de la sazón la pone mamá y la abuela conllevándonos a la infame consecuencia de hundirnos progresivamente en la adición por los buñuelos y la natilla a tal punto de ganar kilos demás, los cuales fueron una agobiante fobia antes de que se presenciara el avenimiento del mes de diciembre.

La moralidad no demora en pasarnos la cuenta de cobro, nos hace sentir como un vil culpable por haber caído en la tentación del pecado, incumpliendo las fidedignas promesas de las que juramos no alejarnos por cuestiones de salud o estética, justo cuando llegara el mes que todo humano anhela y espera con ansias.

Recuerdo que no había ni finalizado el mes de noviembre cuando las emisoras locales con sus persuasivas cuñas radiales empezaban a anticiparnos que Papá Noel había emprendido su viaje desde el polo norte para llegar justo a tiempo a nuestro modesto hogar a dejarnos un solo regalo de las docenas que solíamos pedir en las listas que mamá nos hacía redactar el primer día del mes de diciembre. La única diferencia es que en mi hogar no había chimenea por donde Papá Noel pudiera entrar, pero mi regalo, junto al de mis hermanos aparecía debajo del diminuto árbol justo al despertar el día 24 del ansioso mes.

Mis padres provenientes de familias con condiciones económicas demasiado precarias gozaban de regocijo al vernos tan felices como quizás ellos nunca lo fueron, sin importar que su escaso sueldo no les alcanzara para poder comprar por lo menos lo de su muda de ropa, todos sus ahorros quedaban en lo que con tanto esfuerzo nos compraban a mí y a mis tres hermanos, sin hablar de las deudas que debían enfrentar en los meses venideros.

El 24 por la noche, justo cuando las emisoras locales pregonan la feliz navidad, mi madre como de costumbre se hundía en un mar de lágrimas y yo en mi inocencia, a los escasos 10 años de edad, siempre creí que la nostalgia provenía quizás por los recuerdos que aterrizaban en su mente respecto a su padre fallecido o al recordar las miserables épocas de su niñez. Pero quizás el exceso de entusiasmo que recorría todo mi ser al estar estrenando ropa y juguetes me mantenía entretenido, alejándome cada vez más de percibir y entender esa miserable realidad, debido a que nos tocaba esperar casi once meses para poder disfrutar de lo que muchos niños gozan en cualquier época del año.

Quizás mi madre lloraba porque amaba infinitamente vernos tan felices como ella nunca pudo serlo, quizás porque se sentía miserable al mentirnos cuando preguntábamos por nuestros regalos demás ante su carencia presupuestal. Según ella, Papá Noel nos concedería todo lo que le pidiéramos siempre y cuando nos comportáramos bien y si nos esmerábamos por ser los mejores estudiantes, pero durante muchos años, no valía el hecho de portarnos bien, ni ser el mejor estudiante, siempre, en cada navidad no podíamos disfrutar de esos regalos demás, ese era su sutil pretexto para no despojarnos de la euforia que vivenciábamos justo en aquel momento.

Antes de que llegaran los días más emblemáticos del mes de diciembre, sin importar la hora solíamos medirnos la ropa una y otra vez, de forma incesante, nos sentíamos orgullosos llamando a nuestros amigos para que nos vieran lo que nos habían comprado, alardeábamos de absolutamente todo, hasta del empobrecido pesebre el cual amábamos armar en familia, mientras mi madre nos lanzaba un par de chanclas y regaños por jugar con las casitas y ovejas que solía guardar en cajas de cartón debajo de la cama al igual como solía hacerlo con el resto de los escasos adornos de navidad que poseíamos, para ella, todo, absolutamente todo, era sagrado en época de navidad.

No habíamos terminado clases en el colegio cuando junto a mis secuaces ya estábamos planificando las estrategias a implementar para recolectar la plata de la pólvora con la cual haríamos inmolar al muñeco de año viejo. Había días donde nos peleábamos ante la negación de muchos por guardar aquel muñeco hecho de aserrín o de papel; esto cuando en la carpintería nos negaba los residuos de la madera. Temíamos a que lloviera y se mojara o quizás que algún mal intencionado lo dañara o en mayor de los casos se lo robaran.

La sensación de crear peajes ilegales con un lazo en las avenidas más transitadas de mi barrio y salir corriendo cuando veíamos a nuestros padres llegar del trabajo debido a que era una golpiza segura el encontrarnos en la calle, es una de las experiencias más inolvidables, la cual siempre recuerdo por esta época y seguirá sucediendo hasta el día de mi muerte. El dinero recolectado al finalizar nuestra supuesta jornada laboral siempre fue gastado en dulces y las maquinas tragamonedas del barrio, jamás fue para comprar pólvora, al final, pasábamos por cada una de las casas del barrio pidiendo dinero y con eso dábamos por finalizado nuestra ardua labor para la compra de los explosivos.

El enardecimiento de participar de las novenas aparte del regalo que daban a finalizarlas el día 23 de diciembre, siempre fue el delicioso refrigerio que repartían al finalizar cada una de las mismas. Al llegar siempre preguntábamos sobre la comida que repartirían, si nos apetecía, esa noche nos hacíamos el enfermo o nos negábamos a toda posibilidad de pasar al frente y cantar los villancicos, mientras los amigos hacían mofa de nuestra precaria lectura. Los adultos por aquella época manejaban una lógica contraria a la del niño, ellos sacaban sus propias conclusiones, los cuales para mí son chismes despectivos para poder clasificar a partir del refrigerio la condición económica del vecino, debido a que unos creían ser poseedores de riquezas aun viviendo en un barrio de interés social, puesto que eran 20 casas en la cuadra y cada día le correspondía a una familia diferente.

A mí no me importaban cuántos regaños o palizas recibiera por prestar sin permiso absolutamente todo lo que me solicitaran de mi casa cuando iniciábamos a pintar con figuras navideñas el asfalto de la cuadra donde vivía. Terminábamos embelleciendo los andenes de la cuadra con una mezcla hecha de carburo hasta dejarlos completamente blancos, puesto que la pintura era demasiado cara, también empapelábamos los postes con papeles navideños y ante la carencia de nieve por la ubicación geográfica del país en el que resido, teníamos la mezcla de carburo con la cual terminábamos dañando la ropa y nuestras manos quedaban con quemaduras por los químicos usados en aquella mezcla.

Sin embargo, lo más lindo de todas estas actividades programadas era la unión de los vecinos, en aquellos días no importaban las discusiones y peleas que se presenciaron entre unos y otros, aquel día parecía irradiar una magia que se disipó para siempre, todos se querían, todos reían, pero sobre todo, se sentía un amor incondicional entre vecinos que durante los 11 meses del año sin contar diciembre se peleaban y ni el saludo de buenos días se daban; eso era algo verdaderamente extraño pero innegablemente lindo.

Lo que más extraño de las navidades pasadas son todas aquellas reuniones familiares que presenciábamos sin importar las necesidades económicas que estuviéramos padeciendo, el estar con todos mis hermanos juntos, viviendo y reunidos en un mismo hogar, extraño los regaños de mi madre cuando era todo una odisea para ella el descubrir quién era el glotón que había manoseado la natilla, porque para nosotros no era para nada imposible acabar con toda los postres o comidas navideñas en un par de minutos, pero sobre todo echo de menos cada una de las costumbres o tradiciones navideñas con las que crecimos las personas nacidas antes de los 90.

Épocas las cuales los millennials serían incapaces de poder disfrutarlas tanto como yo lo hice, porque para aquellos tiempos las ideas que le dieron un progresivo avance a la tecnología solo estaban reposadas en la mente de sus inventores, menos mal TicToc e infinidad de aplicaciones banales e inútiles no me cohibieron de gozar de la verdadera esencia de la vida, pero sobre todo de lo mágico de la navidad cuando realmente se sabía vivirla sin necesidad de despilfarrar nuestro escaso tiempo de vida detrás de una pantalla tecnológica.

Por eso, mi deseo para esta navidad, sin importar que soy un escéptico ante la existencia de Papá Noel, es que por favor me regresen a la época donde esta celebración realmente irradiaba exceso de magia, amor y felicidad, inclusive más que las películas producidas en Hollywood y que castigue vilmente al culpable de raptar o asesinar la navidad sin importar qué tan ilusorias sean las especulaciones aquí plasmadas y por último que las canciones de Pastor López, Néstor Zavarce, Tony Camargo, entre otros… vuelvan a resonar por todas las calles y emisoras, eso es un verdadero orgasmo auditivo para los melómanos y que las calles se vuelvan a iluminar con luces navideñas tanto como lo es Nueva York de noche.

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