¿Deportar es ayudar?

¿Deportar es ayudar?

"La residencia en Colombia sujetarse a las posibilidades presupuestales del país; el ingreso de extranjeros debe permitirse siempre y cuando sus derechos puedan garantizarse"

Por: Juan Camilo Lozano Lozano
abril 06, 2020
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¿Deportar es ayudar?
Foto: @NoticiasONU

La palabra xenofobia se ha convertido en el insulto preferido de los que defienden lo indefendible; una situación insostenible que requiere de acciones radicales ante la ausencia de soluciones oportunas. Colombia debe deportar, de forma activa, a todos los venezolanos ilegales.

El coronavirus ha hecho estallar las profundas crisis sociales de Colombia; ahora más que nunca somos conscientes de la gravedad de un mercado laboral sostenido por la economía informal, un sistema de salud deficiente, un empresariado indolente que deja sin recursos a esa clase media que hoy se encuentra a dos semanas de caer en la miseria y por supuesto, una crisis migratoria producida por la negligencia de las autoridades nacionales.

Esta semana causaron gran revuelo las palabras de Claudia López, alcaldesa de Bogotá, quién declaró no tener responsabilidad sobre los miles de venezolanos desalojados de los “pagadiarios” por no tener con qué asumir el costo de los arriendos; la cuarentena les quitó su principal medio de sustento, la calle, y los arrojó, al igual que a miles de colombianos, a una situación de incertidumbre económica sin precedentes en el país.

Y entonces, ¿quién es el responsable? Pues bien, a la alcaldesa no le falta razón en señalar a la nación. Y es que, aunque Duque le refute a la mandataria que “no es hora de pasar facturas”, esta tragedia no empezó a gestarse hoy. La política del Estado colombiano ha sido la no intervención; una completa desidia que hoy tiene a casi dos millones de extranjeros (según cuentas oficiales) habitando en el país. La excusa de que el gobierno permite su entrada por cuestiones humanitarias se cae ante la realidad de que la única ayuda que ofrece a la mayor parte de ellos es tenerles la frontera abierta, porque hoy no existen registros de ingreso fiables, políticas especiales de atención en materia de educación o salud, o programas que desarrollen de forma efectiva el goce efectivo de sus derechos. Son los mandatarios locales quienes han asumido el liderazgo en materia de atención a esta población olvidada por el nivel central; hoy son los colegios y hospitales del distrito de Bogotá, por ejemplo, los que otorgan un poco más de dignidad a miles de personas que no han contado nunca con el gobierno nacional.

Pero los recursos son escasos; hoy cada autoridad local debe lidiar con el dilema de reducir las ayudas destinadas a su propia población para atender las necesidades de miles de personas, que, de golpe, llegaron a ser parte de la vida cotidiana de las ciudades. Personas inocentes atraídas por las promesas humanitarias de un gobierno que solo se preocupó por tener la puerta abierta, pero con la nevera vacía.

Por otra parte, no debe sorprender que sea la derecha y las élites del país quienes más defienden esta oleada de migración sin control. En días pasados el propio Miguel Uribe lanzaba un vídeo en el que la defendía y atacaba a la alcaldesa López por sus declaraciones. Y es que esta élite, en primer lugar, no sabe de lo que habla porque no convive con las consecuencias del desastre. En un país lleno de colombianos que sobreviven del rebusque, el gobierno permitió que otros millones de seres humanos, literalmente, entraran a ser parte de dicha competencia del centavo. La señora que hace diez años vendía tinto en la esquina, hoy tiene que competir con otros extranjeros para llevar el pan a su mesa.

La ausencia de una política social seria por parte del Estado colombiano ha llevado a cientos de extranjeros a la delincuencia; la percepción de seguridad se ha deteriorado en las principales ciudades del país a causa de unos pocos venezolanos que por medio del hurto sobreviven el día a día. De nuevo, no es Miguel Uribe al que le van a robar el celular en Transmilenio o la bicicleta en la ciclorruta. Y es que asociar delincuencia con migrantes hoy se ha convertido en otra de las excusas para hablar de que en el país crece la xenofobia, pero no se puede ocultar el sol con un dedo. Todos hemos conocido a alguien (si no, nosotros mismos) que ha sido víctima de hurto o lesiones personales por parte de un extranjero inadaptado, que, pese a no representar a esa mayoría trabajadora de migrantes, ha llegado a empeorar la ya de por sí difícil situación en materia de seguridad de nuestros territorios.

Pero, además, hoy no es extraño entrar a pequeños negocios y encontrar que muchos de sus trabajadores han sido reemplazados por venezolanos que hacen lo mismo, pero más barato. Es decir, el desempleo en Colombia, más allá de las cifras que pueda arrojar el DANE, ha aumentado porque al pequeño y mediano empresariado le hace agua la boca darle trabajo a gente con salarios irrisorios. La excusa de los defensores de esta tragedia, de nuevo, es que las migraciones dinamizan la economía, como ocurrió en Estados Unidos con los irlandeses o los latinos. Qué mentira, esa formula funciona en economías crecientes. Pero en Colombia, a diferencia de dichas naciones, no se necesita más mano de obra, porque desafortunadamente, sobra.

Una política migratoria digna habría establecido controles migratorios más rígidos desde el inicio. Sí, Santos erró en no prestarle atención a esta problemática, pero el gobierno Duque no ha hecho más que ahondar en ella. Ayudar no es solo dejar pasar, es contar con los recursos para entregar dignidad a las personas que ingresan al país; desafortunadamente, esos recursos no crecen en los arboles y Colombia no los tiene. Así, ante la evidente realidad que hoy estalla frente a nuestras miradas, se hace necesaria la inmediata intervención de la nación; debemos estructurar controles más rígidos.

Sorprende ver a cientos de venezolanos regresar a pie desde Bogotá hasta su país. Colombia debe, con urgencia, garantizar su retorno de forma digna. Pero, además, parte del ejercicio soberano de la nación consiste en albergar personas con plena legalidad, identificables, sobre todo, para garantizar sus derechos. Hoy se estima que el 48% de los migrantes son ilegales; Colombia debe pensar en una política seria de deportaciones que permitan alivianar la carga de las autoridades locales en materia de política social y mejorar las condiciones de vida de los colombianos y los extranjeros en condición de legalidad. Uno de los grandes dramas de los ilegales es, por ejemplo, la ausencia de garantías laborales. Aunque podríamos pensar en la plena legalización, también debemos ser conscientes de la necesidad de los propios nacionales en materia de empleo.

La residencia en Colombia debe estar sujeta a las posibilidades presupuestales del país; el ingreso de extranjeros debe permitirse siempre y cuando sus derechos puedan garantizarse, de lo contrario, la frontera debe ser un paso abierto solo para quienes demuestren tener la capacidad de sustentarse. Los controles migratorios en Europa y Estados Unidos exigen a cualquier extranjero demostrar posibilidad de subsistencia durante el tiempo en que permanecerá en el territorio. El Estado debe pensar seriamente en una política de visados o permisos más condicionados.

Dicho esto, y ante la crisis de una pandemia que devora a los más vulnerables, es necesario preparar al país. Urge entregar a Venezuela la responsabilidad que le asiste, y concentrar los recursos del Estado Colombiano para la atención de sus nacionales y de aquellos que han legalizado su situación. Y urge, sobre todo, aprender la lección y generar una política pública migratoria responsable, que no entregue a quién necesita ayuda a la miseria, sino que le abra la puerta siempre y cuando se le pueda ofrecer dignidad. En este momento, deportar es ayudar.

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