De lo que lengua mortal decir no pudo
Opinión

De lo que lengua mortal decir no pudo

Por:
junio 11, 2013
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La Paz se ha convertido en mito y contradicción interna de su propia forma. La visión es compleja, no hay que dudarlo, hace parte de la otredad y el respeto a la pluralidad. Pero conceptos y formas tan sencillas se tornan en torrentes de tinta, luchas intestinas y, por supuesto, terremotos en la opinión. ¿Quién se opone a ello? Nadie, responde el transeúnte. ¿Quién se compromete al alcanzarla? Todos, responde el eco social. ¿Entonces? ¿Cuál la dificultad en llevarla a cabo?,  pregunta el interesado, es decir, el morador de una estructura denominada sociedad o, el morador de esta estancia.

La gente se ha venido acostumbrando a los momentos de ‘no paz’, que han sido presentados como meras perturbaciones, en una armonía social. Y, se pinta en el cuadro del quehacer diario, como que todo lo que altera la tranquilidad constituye momento de ‘no paz’, por lo que se debe combatir y acallar.

Todo y nada se confabulan para permitir la inclusión y la tendencia al diálogo. La inclusión y el diálogo son del todo desarraigados: una manifestación por el mejoramiento de salarios, una opinión plural y sonora por el compromiso a una educación fundamentada; un reclamo por alcanzar los servicios públicos básicos; un alzamiento de voces que reclaman salud: todo se encuentra desarraigado. Y lo hacen coincidir con una respuesta violenta —no aceptable, pero en la realidad existente—; todo, todo se consideraba un hecho, un nefasto episodio contra orden y la seguridad. Y, por supuesto, se abrieron allí dos puestas: la cárcel y el manicomio.

El diálogo: en el confín en donde se superaban los escollos o manifestaciones, se ve, desde allí y por muchos, como una protesta creadora; para otros, esa misma salida evidencia una claudicación, casi como que la enfermedad mental y el delito crearon derechos. En fin, formas de ver; la permisión de versiones y sensaciones; pero en el fondo, mecanismos de Estado que busca su supervivencia por medio de estrategias: (i) ponen al poder en función de los valores de Estado; o, (ii) la especial visión de los valores sin respecto a protección alguna. En un caso, el poder por el poder; en el otro, el poder para el valor. ¿En dónde estamos? Pues, en el mundo actual, ese que comienza a verse con el advenimiento del siglo XXI, indica que nos encontramos en el Estado que se legitima por la protección, y no en el Estado que se impone por el poder.

Un diagnóstico como que el poder por el poder —casi en una teocracia, el poder de Dios en el hombre que gobierna—, se encuentra equivocado o, por lo menos, está en punto parcial —no comprensivo—, si se tiene en  cuenta que la paz y la tranquilidad pueden coincidir, pero no son lo mismo. Existen momentos en los cuales puede haber tranquilidad, pero no necesariamente paz, pues la tranquilidad y, con ello la seguridad, pueden no ser invitados a la misma época. La paz incluye y supone condiciones de tranquilidad, de seguridad y, por supuesto, de igualdad, de otredad, de inclusión y, de desarrollo económico-social.

Por eso la Paz es un derecho y un deber Constitucional y, nada se encuentra por encima de ella, pues como valor esencial coexiste y convive con los demás. ¿Qué se ha perturbado para que no exista la paz? ¿Por qué razón se presenta ese momento?: ¿Por tensiones de orden público? ¿Exclusivamente? ¿Por desajuste del orden económico que abarca desde las estructuras monetarias hasta las calamidades naturales? Esos indicadores son de otro análisis. Lo cierto es que existe un momento de negación de paz, en el sustrato máximo, es decir, la mayor perturbación social que técnicamente se denomina ‘conflicto internacional o no internacional’. La salida puede ser de fuerza material para imponer el orden; o, por qué no, de coerción, de fuerza estatal, para imponer el orden de los derechos fundamentales: la norma; así, estamos en momento de transición, es decir, de reestructuración, de desconstrucción para construir; se nos presenta un contendor, un contestatario; se ha impuesto el ritmo de la muerte y la violación. Todo ello en el seno social y, en su conjunto con respuesta estatal. ¿Cómo hacer? ¿Cómo establecer y, mejor, en su momento, cómo entender la solución? Desde el punto de vista político, jurídico, económico y sociológico desarrollando los instrumentos que permitan la transición para llegar a la paz: los tratados internacionales sobre derechos humanos y derecho internacional humanitario que legitiman el obrar y, en el llano, en la concreción, las normas creadas que lo permiten, es decir, que lo legalizan. En el centro de este teatro está la víctima, la población civil, y sus derechos. En un lado, encontramos la fuerza estatal —legal y legítima—; utilizable y útil. En el otro lado, vemos esa misma fuerza, la coerción, con los mismos componentes estatales, pero en tutela de la recomposición social, que hace a esa fuerza una legitimación del Estado mismo. Y se dirá, y se ha dicho: otra vez, otra oportunidad; ¿otro sainete de encuentros y desencuentros para y por la paz? Sí, otra vez y otra, porque es el mismo proceso, con momentos de fuerza material y legítima y, de coerción también legal y legítima. El proceso hacia la paz es uno solo. Alcanzarla no es una estrategia, es una finalidad.

El manejo del tema es el debate y fin del siglo pasado; pero al propio tiempo,  es el compromiso del presente. Es el producto del advenimiento del siglo.

Pero obvio, eso que escribimos, no lo digamos. Ello también es una osadía: ‘Lo que lengua mortal decir no pudo’.

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