De bonanzas y otras tragedias

De bonanzas y otras tragedias

Con el anuncio del verano de las aves que traen presagios transcurre esta crónica del séptimo arte que nos revela la tragedia del narcotráfico en Colombia

Por: RICARDO VILLA SÁNCHEZ
agosto 21, 2018
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De bonanzas y otras tragedias
Foto: Película Pájaros de Verano - Mateo Contreras

La demanda estadounidense súbita creó, entre 1968 y 1978, la oportunidad para que en Santa Marta y La Guajira, con su tradición secular de ilegalidad, los contrabandistas de cigarrillos se convirtieran en exportadores de marihuana. Algunos, de familias notables, combinaron el negocio de la “marimba” o marihuana con empresas de turismo y construcción y con la política, que servía en caso de persecución. Otros hicieron fortuna de la nada. Historia Mínima de Colombia, Jorge Orlando Melo, 2017.

Dibuja tu aldea y serás universal, diría Tolstoi. Esta, quizás, es la esencia del realismo mágico, del recordado boom latinoamericano en la literatura, que ahora directores como Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Emmanuel Lubezki, Alejandro González Iñárritu, Juan José Campanella, Damián Szifrón, Alejandro Fernando Amenábar Cantos, y en Colombia con nuestro gran Ciro Guerra, a cuatro manos con Cristina Gallego, entre otros, serían el boom del nuevo cine hispano americano, que ya está dando mucho de qué hablar y se ha ganado todos los honores con grandes películas que trascenderán nuestra época. Pájaros de verano, seguro, será una de estas que nunca se pasará la oportunidad de querer repetirla y en cada ocasión se buscará encontrarle algo nuevo que nos ponga a pensar en sus costuras, en sus mensajes, en su dignidad.

Entre la Sierra, el desierto y el mar, con el anuncio del verano de las aves que traen presagios, transcurre esta crónica del séptimo arte que nos revela, en su magnitud, la tragedia del narcotráfico en Colombia. A partir de las fronteras del honor, las tradiciones, la tierra, la familia, las creencias, los muertos, la palabra, la madre, el bastión de la película que interpreta con grandeza Carmiña Martínez (desde el corazón del teatro La Candelaria, al cine de Ciro Guerra), el dinero fácil que todo lo corrompe, la ambición que rompe el saco, la plata maldita del narcotráfico, en Pájaros de Verano nos relatan las bonanzas que solo deja la hojarasca.

Después de bailar la Yonna ceremonial o chichamaya, y de hablarle al oído a Zaida, la idea de poder cumplir con una dote hace que Rapayet no de vuelta atrás hasta conseguirla. En este contexto inicial, encuentra a la orilla del mar, mientras intercambia café de contrabando, a la versión criolla de los “baby boomers”, que resultaron del choque con las élites, que permitió una fuerte ligazón cuando familias prestantes les abrieron las puertas —claro el ejemplo en Santa Marta en donde uno de los guajiros “marimberos”, analfabetos, más reconocidos en esta bonanza, llegó a ser presidente del Concejo, gracias a la venia de uno de los grupos tradicionales que han dominado el poder político en la ciudad—. Pan, leche, vino y miel para el pueblo sería la forma de volverse un mito, con el nuevo relato de ganarle a la vida, como lo demuestra Moisés en sus parrandas y sus cartucheras del lejano oeste que emulan a la bonanza marimbera con la fiebre del oro.

La plata fácil se va fácil. Con la llegada del colibrí rojo nos cuentan cómo la riqueza de la nada trae riesgos, problemas, enemigos gratuitos, envidias y celos, pero también vuelve a estos "mágicos" dueños de sus comarcas, gracias al poder que trae el anillo de Gollum del dinero a chorros. Lo prohibido siempre cuesta más y a todo lo corrompe porque en las sociedades mafiosas soportadas en la economía subterránea, que bien describe Thoumi, todo, literalmente, tiene un precio, así la palabra y el honor estén con la familia.

La insignia que trasciende la película, por su significado de proyección o de afrenta, es cuando desentierran las armas de la tierra santa. Ojalá eso pasara alguna vez en nuestro país, que los mafiosos —del narcotráfico y de la corrupción— sepultaran las armas y nunca más las volvieran a sacar para que no se repitan más estas tragedias. En este momento, empieza la guerra. Así no sea honorable matar mujeres y niños, ni contratar sicarios, por algo los "gatilleros" de la época eran también parientes, pero la sed insaciable de venganza del primo Aníbal, que no quería hacer negocios con arijunas y se había desterrado en la Sierra, supera el temor a los espíritus, se desvía de sus costumbres o va más allá de las maldiciones que sobrevengan. 

 

En estos albores enceguecidos, Laura Restrepo, evocando a su novela El Leopardo al Sol, podría ver acá a Indira dibujada en la frase popular que narra en Delirio: Bisabuelo arriero, abuelo hacendado, hijo rentista y nieto pordiosero, en medio de la cámara que narraría en ese soplo, en son de Cuatro años a bordo de mí mismo y de Marihuana para Göring, que nos concluye que la ambición como la verdolaga, o en el desierto serían los platanitos, violó los cánones más antiguos de sus tradiciones: los muertos, su matriarcado, los lugares sagrados, las compensaciones, la venganza, el ritual del entierro, sus atuendos, su lengua, su tierra, la palabra empeñada, su pudor, su dignidad, su cultura. Hasta terminar por entregar mucho de su legado a los advenedizos que venían de las montañas, que terminaron por controlar el negocio del narcotráfico, aún hoy en disputa, esta vez, llegados allende las fronteras de la Nación Wayúu y ahora parece que de la Colombia entera.

Donde ponen las garzas, como la que parece persigue a Rapayet encarnada en el espíritu —yoluja— de su amigo caído, el Prudencio Aguilar de esta obra, otro de los ecos de Macondo, nos trae al limbo, a la decadencia en la que la fortuna mal habida que se corroe con la salina y la arena del desierto, como la lata del Santana de Rapayet, se figura en los hilos de sangre, como la que recorrió Macondo hasta la casa de los Buendía, en el misterio sin final de la muerte del pirata José Arcadio Segundo; hilos de sangre que han manchado nuestra tierra desde que la narcocultura se apoderó de nosotros. Tal vez a Rapayet nunca le tocó irse a fundar Macondo porque quizás el venía de allá, pero en su viaje de regreso hasta cuando perdió la razón de vivir, allí iba a hablarle al oído su aliado de los cargos de consciencia. En ese instante, uno se queda mudo cuando Rapayet le dice a Úrsula: perdimos hasta el alma, pero ella con una mirada fría, insiste en la venganza, y en esta cultura matriarcal, su palabra es una orden inevitable, lo que quizás le hace a Zaida cuestionarse: ¿De qué sirve ser wayúu?, sí ya estamos muertos. Línea que después se la repite Rapayet a Aníbal en la mala hora: Ya todos estamos muertos.

Al final de cuentas Zaida que hereda, como una mortaja, el carácter y la videncia de los sueños de esta otra Úrsula, la madre, cuando está tendida en el suelo al lado de una escopeta, aún humeante, personificada en la Natalia Reyes que protagonizará la nueva versión de Terminator, nos invita a ver a Indira, mirando al cielo cómo le toca salir a correr sin mirar atrás, para llevar consigo la historia de la tragedia de su familia al Don Juan Matus de esta película, que con sus cantos de vaquería, con su monodia, nos hace el prólogo a la película y luego la desenmaraña en sus cinco actos, entre el amanecer y la hora mágica del atardecer del desierto.

Quedan algunas preguntas a vuelo de pájaro, como por ejemplo qué si matan a un gringo en territorio de la Nación Wayúu, así sea un delincuente, el problema no es sólo contra su estirpe o su clan, sino contra esta potencia mundial. En ese sentido, ¿cuál sería la represalia de Bill o de los norteamericanos, o la de sus otros socios, que nunca aparecen? A Moisés, como a Fermín en Los Viajes del Viento, a quien vemos cantando El Gavilán Mayor en parranda, se le escapa otra vez un ¡Hey!, pidiendo otra tanda de ron. Hay un policía obeso, que lo dejan olvidado cuando arranca la patrulla. En medio del tiroteo, a una escopeta matapatos no le salen balas. Acá también, con algo de sorna, otra pregunta, sería: ¿cuál será el cliché del director con el cabello apretado oxigenado, que resalta en el viaje de redención de Fermín, y esta vez, con el Leónidas que nunca maduró ni se supo si de verdad murió con el ataque del limbo de la plaga de esa inmunda langosta?

En el desenlace nos dicen que está relatada en este filme la Nación Wayúu, con sus tradiciones, mitos, creencias, con su cosmovisión, sus sentimientos, sus encuentros, sus desencuentros, sus vivencias, sus venganzas, pero más allá, estaría la Nación Caribe como símbolo de aquella isla que se repite, o también la universalidad macondiana de la condición humana, partiendo de una ranchería wayúu para volar, como las aves de mal agüero, tal cual los gallos de pelea del Coronel o los del Patriarca Buendía, que llevaron a la estirpe a buscar la tierra prometida; la que nunca encuentra el linaje de Zaida y Rapayet, la que llevará a cuestas siempre Úrsula en su condena, en su eterno luto, con su nieto embalsamado.

De La Sombra del Caminante, su ópera prima, a los Viajes del Viento, al Abrazo de la Serpiente —premiada en Cannes y nominada al Oscar— a Pájaros de Verano que abrió la 50ª versión de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2018, solo queda decir que ya no son gratas sorpresas las películas de Ciro Guerra, en llave con Cristina Gallego, sino reaafirmar que es una obra que ha evolucionado y se ha consolidado.

Las imágenes e imaginarios de esta tribu de realizadores recorre el planeta, llevando las miradas y vivencias latinoamericanas universales; en esta ocasión del ser caribe nostálgico, soñador, de buen corazón, astuto, sentipensante, hombre hicotea del mar y de la arena, del pastoreo y de la pesca, del contrabando y de las bonanzas, de la inteligencia y de la alegría, de la creación fecunda de este ser capaz de hacer nada y de hacer de todo, que trasciende nuestras fronteras tanto del pensamiento como de la geografía, para hacernos entender que el Macondo del olvido, imaginado, fértil y estéril, en movimiento e inmóvil, con su olor de la Guayaba, recordando a nuestro mejor Nobel, más que un territorio, es un estado anímico. Quizá por eso, cuando se termina la película, la puerta se abre, y en vez de salir de la sala el vaho a guardado, más bien entra, para que al abrir los ojos, no se impida, que se pueda detener el tiempo, para percibir que acabas de ver, con sus zonas grises y aciertos, una obra sublime.

Después serían en sus comunas los hippie Kogi (esto daría para otro artículo) veteranos de cruentas guerras perdidas, con el respaldo hasta de organismos internacionales, que llegaron arreados con su idea de la contracultura, del amor libre, de la paz, y con la semilla de la ambición y de la discordia, o, más bien, de la conexión de la Santa Marta Golden a nuevos mercados para que se volviera en corto tiempo, mientras duró la hojarasca, en la hierba salvaje más apetecida entre los nuevos piratas que surcaban el gran caribe y la arma más potente contra las ideas revolucionarias de aquella generación en el país del norte y fuera de sus fronteras de guerra fría. 

Con el coro, que con su retumbar destiempla los dientes, se demarcan los cantos de la obra, como una tragedia griega, que muchas veces retoma Quentin Tarantino en el hilo conductor de sus películas, entre los que la familia de Rapayet se hace dueño del codiciado corredor entre la Sierra y el Mar, con sus narcopistas, narcopuertos y narcocarreteras, para el transporte multimodal de la hierba, basado en el soborno, que muy rápido, se convirtió en la nueva versión de El Dorado, que aún padecemos. 

Con la tumba del Cacique que al principio palabrea Peregrino para que Rapayet consiga entrar a la familia, se anuncia la bonanza. Crece la familia, pero hay que sostenerla, hay que mantenerla unida. Es allí donde aparece el nuevo rey, con su vendaval, con sus gafas ray ban, el revólver calibre .38 al cinto con la cacha de oro, la 9mm nacarada o la .44 niquelada de cañón largo. El “marimbero” con sus mochilas llenas de verdes que podía comprar cualquier dote, tierra, bien o consciencia; el Pollo en guaireñas, sombrero y cadenas de oro dientepollino, que podía darle candela a cualquiera con sus bajos y si había algún problema, enviar a su palabrero, nos enseñó que como alguna vez le leí a Francisco de Roux, nadie es más fuerte que quien ha tenido que salir de la mierda para hacerse a sí mismo —como Rapayet— y eso incluye a todos. Pero, así como puede salir del pozo, también puede caer después en otro abismo. 

Con la fotografía del mundo de la vida caribe nos narran, desde su mirada, el choque cultural de las bonanzas como fenómeno social que aún no se ha estudiado en su integralidad, ni la marimbera ha sido la única para mostrarnos cómo cada bonanza, valga la redundancia, tiene sus símbolos, su estética, sus artes, sus sentimientos, anhelos, acciones, ambiciones, pensamientos y vivencias. La marimbera tuvo sus camionetas, sus revólveres y pistolas, sus princesas wayúus, su música. Para nadie es un secreto que el vallenato obtuvo un gran empuje con las bonanzas que unieron a tres culturas: la afro con sus tambores, la indígena con sus guacharacas, pitos, carrizos, flautas de millo y gaitas y la europea con las armónicas o dulzainas, la guitarra, y la versión sobreviviente del acordeón que sólo se toca en estas tierras. Ni tampoco se olvida que la salsa fue el himno de la coca, después también los corridos prohibidos y ahora parece que en la más reciente es el reguetón. 

Los bienes superfluos, los cambios físicos, las mansiones opulentas, las famosas llantas balón con mataburros que chocaban con las paredes y levantaban polvo en el desierto o las Chevy Vans con puertas corredizas que dentro de su cerrado vagón decoraban con salas con sofás, bares, potentes equipos de sonido, esculturas y luces, para hacer reuniones, negociar embarques, el amor y la fiesta.

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