Pocas expresiones resultan tan adecuadas y elocuentes como el “doble rasero” para describir la actual discusión sobre la reforma laboral en el Congreso de la República, en tanto evidencia el contraste entre el discurso y la práctica de buena parte de la clase política. Este fenómeno es particularmente visible en figuras como el congresista Racero, uno de los principales alfiles del actual Gobierno, cuya actuación encarna con claridad la dualidad del poder en contextos de representación popular.
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Como legislador, Racero sostiene un discurso populista, dirigido a la galería y sus bases electorales, en el que aboga por la dignificación del trabajo, el combate al clientelismo y la superación de prácticas políticas propias del régimen oligárquico colonial. Sin embargo, en su rol de empleador —y, más aún, en su conducta como actor político institucional— opera bajo una lógica instrumental, autoritaria y clientelar, sin consideración por los derechos laborales ni por los principios de mérito y transparencia.
Durante su campaña al Congreso, Racero protagonizaba protestas en la Carrera Séptima, denunciando la corrupción estructural, la captura de lo público por parte de las élites, y el uso patrimonialista del Estado. Sin embargo, su gestión parlamentaria ha estado marcada por prácticas que él mismo criticaba: la distribución de cargos directivos y contratos de prestación de servicios como mecanismo de retribución política, el favorecimiento de familiares en entidades públicas —lo que configura una dinámica claramente nepotista— y la utilización de figuras administrativas como el encargo y la comisión para evadir los procedimientos meritocráticos de la carrera administrativa.
En su paso por la Presidencia de la Cámara de Representantes, Racero lideró el trámite de diversas iniciativas clave para el denominado “Gobierno del Cambio”. No obstante, múltiples indicios señalan que tales procesos estuvieron permeados por lógicas de intercambio burocrático, replicando el modus operandi de los partidos tradicionales. En este contexto, la izquierda institucionalizada parece haber asumido sin mayor reparo las prácticas que históricamente cuestionó, alimentando así el escepticismo ciudadano frente a la posibilidad de una auténtica transformación del régimen político.
La reforma laboral, tal como ha sido impulsada por el presidente Petro, ha carecido de una concertación real con los diversos sectores sociales y económicos, lo que ha generado resistencias legítimas. Pero más preocupante aún es la omisión sistemática de una reforma estructural a la función pública, es decir, al entramado institucional que sostiene el clientelismo, la corrupción y la desigualdad en el acceso al empleo público. Esta omisión resulta paradójica, dado que buena parte de las distorsiones del sistema laboral se concentran precisamente en el sector público, donde el mérito ha sido reemplazado por la lealtad política.
Desde una perspectiva politológica, lo que aquí se evidencia es un fenómeno de reproducción de las formas tradicionales del poder bajo nuevas banderas ideológicas. La captura del Estado, la patrimonialización de lo público y la cooptación institucional continúan siendo los mecanismos predominantes para el sostenimiento del poder político. Así, como advertía Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo, “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
La clase política —sea de izquierda o de derecha— parece incapaz de romper con esta lógica, perpetuando una estructura estatal profundamente desigual, que bloquea el acceso equitativo a oportunidades laborales y erosiona la legitimidad democrática. En última instancia, la ausencia de una reforma integral al Estado representa no solo una omisión estratégica, sino también una negación del principio republicano de igualdad ante la ley.
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