Cuando me muera
Opinión

Cuando me muera

Difícil camino es aquel que se oscurece por miedo

Por:
julio 16, 2016
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Hablar de la muerte es hablar de morirse. Desvanecerse en esa inevitable culpa que es envejecer; ser solo esto y nada más. Fórmulas de olvido. Transeúntes de un inexorable adiós. La muerte representa el temor protagónico de nuestra cultura. Pasar, faltar, dejar. No obstante, es simple: saber morirse es saber vivir. Nada que temer.

Hoy en día las reflexiones de ese imprescindible texto que es El libro tibetano de la vida y de la muerte cobran el más sensato de los sentidos. El monje budista Sogyal Rimpoché, explica una verdad, al parecer, difícil de refutar: el que quiera morir tranquilo (sin aproximarse mucho a su tesis de la reencarnación) debe aprender a vivir con responsabilidad. Responsabilidad con los demás y propia (la más esquiva de todas).

Difícil camino es aquel que se oscurece por miedo. Desde niños nos infunden un temor irreversible con el hecho, también irreversible, de morirnos. Inexplicable. Dañino. Vidas enseñadas a medias. Aprendemos de muerte cuando alguien cercano muere, es por esto que el luto nos toma ventaja y nos vence. De la muerte es mejor no hablar, no vaya y sea que le abramos el apetito. Pero así no son las reglas. Ya llegará a todos. Sobre todo a los vivos.

Las reflexiones de ese imprescindible texto que es
El libro tibetano de la vida y de la muerte
cobran el más sensato de los sentidos

Supongo que este temor incluye y sella la culpa que hoy trae envejecer. Nuestra cultura celebra lo nuevo, lo fresco, lo improvisado, en otras palabras: lo joven. De esta manera se abandona la espina dorsal de cualquier sociedad: su memoria cifrada en sus viejos. Los desechamos. Nos estorban. La experiencia se asila, las verdades se deprimen y se les llama una vez por semana. Máximo. Nos aburre lo que tienen por decir los únicos que realmente tienen algo que decir: quienes ya han vivido. Y así, vivimos para repetirnos, para cometer los errores de siempre mientras contemplamos problemas o dificultades que creemos nuevos. No lo son. Ya fueron resueltos por los viejos.

En ese sentido, si los oyéramos —a los viejos— igual que concluye el monje Rimpoché, sabríamos que saber vivir incluye prepararse para morir, un saber preferible más pronto que tarde. Un saber que incluye vivir para los demás y hacerse responsable de los actos propios. Evitarse la amargura de sentirse eterno y atraer y proteger la tranquilidad como bien supremo. Acumular dinero, poder y éxitos no representa más que un frágil espejismo que sin el sentido que dota el bienestar ajeno y la mesura propia, se quedan en medallas, diplomas y trofeos que tarde o temprano, nos abandonarán. Oxidados.

Posiblemente una de las conclusiones más bellas del monje es su llamado al arte y a los artistas a quienes concibe como seres obligados a la divinidad que representa su talento, y de nuevo, a la necesaria puesta en escena de esa incomodidad silente que habita nuestra sociedad y que solo el arte puede otorgar sonoridad. Ruido vital. Ruido que le da un lugar al hombre en el universo.

Cuando me muera quiero ser recordado por no haber desperdiciado mi vida y de esta forma caminar hacia la muerte con mérito y tranquilidad; haber dejado una huella profunda en los recuerdos simples de quienes me quisieron e intenté querer; descubrir sin mucho esfuerzo que más que una ola que viene para irse, hacemos parte de un mar, sin comienzo ni final, que nos ata a este mundo y nos obliga a estar cerca y para los demás. Solo los individuos fallecen. Sin excepción.

camilo 1

@CamiloFidel

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