Consulta anticorrupción, una revuelta moral

Consulta anticorrupción, una revuelta moral

"Que se gane o pierda quedará en los anales de la historia nacional como un acontecimiento relevante que refleja en protagonismo cívico de las mayorías"

Por: Horacio Duque
agosto 16, 2018
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Consulta anticorrupción, una revuelta moral
Foto: Twitter @Registraduria

El próximo 26 de agosto la ciudadanía tiene una cita histórica en la que puede expresar con toda contundencia su repudio moral al hecho criminal del despojo de los dineros públicos por parte de una siniestra casta política organizada exclusivamente para enriquecerse con los patrimonios colectivos de la nación que han sido construidos con el trabajo disciplinado de millones de colombianos.

Es la oportunidad de hacer valer la potencia de la voluntad colectiva mediante el voto por el sí a los siete puntos incluidos en la consulta anticorrupción.

Me valgo de las reflexiones del destacado pensador mexicano Silva Herzog para recoger lo que es un ambiente de revuelta moral en auge a propósito de la consulta, que se gane o pierda quedará en los anales de la historia nacional como un acontecimiento relevante que refleja en protagonismo cívico de las mayorías democráticas nacionales, las que en la última votación electoral actuaron con autonomía e independencia en un libre ejercicio político suelto de las maquinarias podridas de la politiquería feudal y oligárquica.

Cita Silva que el 27 de enero de 1848 (año de las revoluciones socialistas en Europa) el diputado Alexis de Tocqueville tomó la tribuna de la Asamblea para dirigir un mensaje urgente a Francia. Veía una profundísima crisis moral que terminaría por cambiar la historia. Lo que temía desde su viaje a Estados Unidos se volvía una amenaza palpable. Sentía la formación de una energía popular en condiciones de desbordar el baluarte de los derechos. Reconocía, afirma, la legitimidad de la indignación, pero temía las consecuencias del encono. No olfateaba una revolución política sino una auténtica revolución social. Advertía que la democracia liberal, ese compuesto tan delicado, esa frágil mezcla que estudió en el nuevo continente americano, se escindía.

Esto no es un simple cambio de gobierno, se aproxima un sacudimiento telúrico. Hablaba un observador convertido en político. Hablaba también un político que no dejaba de meditar sobre la “fisonomía indecisa” del presente. Se detenía en los orígenes del furor y no dudaba en identificar la causa histórica. Más allá de las personalidades en pugna y de las dificultades del momento, había una causa que hermanaba esta revolución naciente con todas las previas. Era más política que económica y más moral que política. “Cuando trato de ver, en los diferentes tiempos, en las diferentes épocas, en los diferentes pueblos, cuál ha sido la causa eficiente que ha provocado la ruina de las clases que gobernaban, veo perfectamente tal acontecimiento, tal hombre, tal causa accidental o superficial, pero podéis creer que la causa real, la causa eficiente que hace que los hombres pierdan el poder es que se han hecho indignos de ejercerlo”, decía Tocqueville, citado por Silva. Los cambios abruptos de la política, los grandes saltos de la historia no se originan en las miserias sino en el agravio. Las revoluciones no son súbitos estallidos justicieros, son efecto del poder vuelto indecencia.

Si la monarquía cayó, dice el moralista, fue porque al aparecer la rebelión estaba ya podrida. Nadie puede dudar de que conservaba fuerza y riqueza. Nadie ha negado el apoyo que tenía en las costumbres y en las creencias más antiguas. Era imponente… y se convirtió en polvo. ¿Por qué? Para responder su pregunta, Tocqueville no busca en las tablas de impuestos y de gastos del Estado. No trata de identificar el genio del revolucionario que rehízo la historia a su medida, ni se empeña en buscar el error catastrófico. Es la corrupción lo que hace insostenible cualquier arreglo de gobierno. La corrupción carcome lo elemental. “Por su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, la clase que entonces gobernaba se volvió indigna e incapaz de gobernar”.

Es exactamente lo que pondrá en evidencia la movilización alrededor de la consulta anticorrupción que las castas dominantes se empeñan en sabotear, invisibilizar y destruir por todos los medios, incluyendo la simulación de los actuales inquilinos de la “Casa de Nari”, que se ofrecen como partidarios de la movilización moral que camina.

El aristócrata denunciaba el secuestro de lo público, la degradación de las costumbres. Describía, de algún modo, la desaparición de la política misma. La desvergonzada politiquería había engendrado un despotismo gerencial que no atendía, ni por asomo, el interés general. Los gobernantes se comportan como dueños de una industria a la que exprimen en su beneficio. Cuando reina la corrupción el espacio público desaparece. El gobierno trabaja como un comité al servicio de sus propios intereses. El poder desvergonzado, decía en esos mismos días Karl Marx. Pero lo que Marx entendía como la característica de cualquier política, era descrito por Tocqueville como su perversión más grotesca: los gobernantes convertidos en socios de una empresa a la que pretenden explotar.

Entonces concluía su discurso revelando su convicción: “estamos durmiendo sobre un volcán”. Las crónicas registran la irritación que causaron estas cinco palabras. En un territorio dedicado a la oratoria de la desmesura parecían una exageración inaceptable. Tan desgastadas están las palabras del parlamento que cuando se activa la alarma nadie la escucha. Voces incapaces de activar la preocupación, de motivar reflexión, de aportar al entendimiento. Pero el sociólogo tenía razón. Francia descansaba sobre un volcán, como lo está hoy Colombia.

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