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“La seguridad ante todo” decían nuestros mayores. Ellos sí que sabían de eso. La seguridad es la percepción personal que nos dice si podemos salir tranquilos a la calle, si nuestros hijos estarán bien en el colegio, si podemos dormir sin miedo. Por ejemplo: si en nuestro barrio hay robos frecuentes, nos sentimos inseguros. Pero si frente a nuestra casa se estaciona un policía, el simple hecho de verlo nos alivia. Es una señal de presencia estatal.
En Colombia, sin embargo, esa sensación se ha convertido en un privilegio. Tener escolta, chaleco antibalas o Toyota blindada no solo representa protección: representa estatus. Es el símbolo de quien, por su cargo, amenaza o posición, ha accedido a lo que debería ser un derecho colectivo, pero que hoy se otorga de forma particular e individual. Aquí no todos se sienten protegidos, pero algunos sí se sienten intocables. Esa diferencia erosiona la confianza.
Aquí no todos se sienten protegidos, pero algunos sí se sienten intocables. Esa diferencia erosiona la confianza.
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Volvamos al ejemplo del barrio: Imaginemos que, en vez de un policía, hay tres camionetas blindadas con vidrios oscuros y cinco escoltas armados. Esa escena no transmite tranquilidad, sino advertencia. La protección no es para el barrio: es para uno solo. Y frente a ese “uno”, más vale no mirar, no preguntar, no confrontar, porque “usted no sabe quién soy yo” ... La seguridad, lejos de ser compartida, se convierte en frontera.
La raíz del miedo no es la falta de escoltas ni de policías. Es la brecha entre quienes pueden blindarse y quienes apenas sobreviven
Y esto no es culpa de la Policía, ni de la Unidad Nacional de Protección. Al contrario: son instituciones que hacen lo posible con lo que tienen. Pero ahí está el dilema. Si no se refuerzan constantemente, cargarán con la culpa de la próxima tragedia. Y si crecen sin pausa las necesidades, se convierten en gigantes presupuestales que intentan contener una amenaza sin poder atacar el verdadero problema de origen: la desigualdad.
Por cada escolta que se asigna, hay otro que no puede ser destinado a proteger a alguien más. Por cada policía que refuerza una zona crítica, hay otro sector que queda desprotegido. Es la lógica de la escasez. Como una casa grande en una noche helada, con pocas cobijas: lo que se lleva a una habitación falta en otra. La solución no es mover cobijas, sino aislar la casa del frío. Y ese frío se llama desigualdad.
La raíz del miedo no es la falta de escoltas ni de policías. Es la brecha inmensa entre quienes pueden blindarse y quienes apenas sobreviven. Es un sistema judicial que no repara, no restaura, no ofrece garantías. Es un aparato penitenciario atrapado en un estado de cosa inconstitucional. Donde las penas no significan justicia, ni verdad, ni prevención. Donde muchas cárceles son, de hecho, escuelas del crimen.
La falla de la justicia es tan grande que, en esta era digital, en este contexto, el linchamiento digital se ha vuelto la forma más brutal y desigual de sanción. Hoy basta con una filtración, un titular malintencionado o un hashtag armado para destruir una vida. No importa si hay condena. No importa si hay delito. A veces, ni siquiera importa la verdad. Y esto hace parte de la brecha de desigualdad.
Los abogados ya no litigamos solo en tribunales. Ahora también lo hacemos en redes sociales, en ruedas de prensa, en la guerra de likes y percepciones. Porque hay juicios donde no siempre se gana con pruebas, sino con algoritmos.
Y mientras eso ocurre, el miedo crece. Y con el miedo, crece la demanda de protección individual. Y con esa demanda, crecen la UNP, la Policía, los contratos, los esquemas. Pero crecer no es lo mismo que resolver. Asignar una escolta es, a veces, una solución inmediata. Pero no es estructural. Es como agregar una cobija más en una casa que sigue helándose, que cada vez tiene más cuartos, más grietas y menos abrigo.
La verdadera seguridad no se mide en chalecos, camionetas ni esquemas. Se mide en justicia. En igualdad. En confianza institucional. Y mientras no transformemos las causas profundas de la inseguridad, seguiremos creciendo en número de escoltas, pero también en frustración, desigualdad y rabia contenida.
Colombia necesita más fiscales confiables, no más camionetas blindadas. Más inversión en educación, salud y acceso a derechos, no más personal armado protegiendo a los mismos de siempre. Colombia necesita que el miedo no sea la moneda con la que se gestionan los recursos públicos, ni las elecciones.
Porque un país que mide su seguridad en el número de esquemas asignados ya se ha declarado vencido por la desigualdad. Y en ese país, el nuestro, sentirse seguro no es un derecho: es un privilegio. Justamente el privilegio de quienes impiden que cerremos las brechas que nos hacen vulnerables a todos, por ahora este es, un país de escoltas.
@HombreJurista