Cantos y luchas del sembrador
Opinión

Cantos y luchas del sembrador

Andrés Narváez es un compositor natural, ha ganado ocho veces el Festival de Gaitas de Ovejas, y ha vuelto a sembrar ñame tras recuperarse de 4 impactos de bala por defender su tierra

Por:
marzo 24, 2021
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Después de seis años, Andrés Narváez volvió a sembrar.  Es el mismo tiempo que su mano derecha tardó en recobrar la fuerza para empuñar el machete. Con esa mano limpió su tierra y cavó el hueco en el que depositó la primera semilla de su nuevo cultivo de ñame. Andrés Narváez recuerda la fecha como si fuera otro nacimiento: 2 de junio de 2020. Salió en medio de una madrugada brumosa hacia la finca La Europa. La neblina era tan densa que le mojaba las pestañas. Había llovido la noche anterior y la tierra estaba blandita. El sol salió intenso y trabajó sin descansar hasta la una de la tarde. Al día siguiente siguió sembrando; al otro día, volvió a sembrar.

Con la ayuda de Rafael, su hermano mayor, a quien Andrés Narváez llama Rafo, terminó de cavar y depositar dos mil semillas de ñame la tercera semana de julio. Al finalizar, se quedó viendo el esplendor de la siembra. Una palabra recorrió su mente: esperanza. “Eso es la tierra para nosotros, la que da el alimento, la que pone comida en las mesas. Es el sacrificio de los que sabemos hacer parir la tierra”, dijo en ese tono poético que lo caracteriza.

Andrés Narváez es un compositor natural. Las palabras le brotan silvestres, justas, sin imposturas. No sabe leer ni escribir, pero goza, eso sí, de una prodigiosa memoria con la que suple, en parte, las necesidades del mundo letrado. Cada pregunta que se le hace, la transforma en un ramaje de relatos que cuenta con elegancia: “Nací en un pueblo llamado Sahagún, un 24 de agosto de 1958, sábado por la tarde, camilla 408. Siendo aún de brazos, me llevaron a Corozal; después nos trasladamos a Ovejas porque mi mamá tenía dos hermanos que habían recibido unas tierras allá. Mido un metro 63 centímetros de estatura, peso 68 kilos. Estoy gordo, pero voy a volver a los tiempos en que era flaco. Eso me pasó porque llevaba seis años sin sembrar, pero ya comencé mi cultivo de ñame diamante”.

 Durante esos seis años que Andrés Narváez no pudo sembrar, se dedicó a componer gaitas y cumbias mientras se recuperaba de 4 impactos de bala, en un atentado por defender su tierra. “Sonaron seis —precisa— fallaron dos, si no…  Mmm, ¿quién sabe? Dos tiros en el pecho que me salieron limpios por la espalda; un tiro en la mano izquierda que me cogió los dos dedos más pequeños y un tiro en la mano derecha cerca al dedo gordo. Ahí me hicieron una operación para arreglar lo que la bala me había destrozado. Esa fue la que más sufrió. La mano con la que yo empuñaba el machete”.

Andrés Narváez habla y va soltando versos que luego hace canciones. Cada composición, música y letra, la conserva en su memoria. Hizo su primera canción en 1978, hace 42 años, pero el relato de aquel momento es pleno en versos y cantos: “A mí siempre me han gustado las aves del campo. Salí a caminar para escucharlas. Estando en lo alto del cerro Las Babillas, miré hacia abajo, en un cultivo de melón, una jovencita espantaba los pájaros, ‘pajariando’ dice uno aquí. Había un pájaro que es el charán, ese acaba con un cultivo, cuando vi esa imagen me entró ese deseo de componer: Ay negra tenme presente/ lo que te voy a decí/ ese pájaro picón/ está volando junto a ti/ quiere dañá tu melón/ ese pájaro picón// Como te descuides negra/ puede volar el pichón/ ese pájaro picón/ quiere dañar tu melón/ ese pájaro picón/ quiere dañar tu melón//”.

    Andrés Narváez siguió componiendo al lado de sus tíos Fidel y Marceliano Reyes que improvisaban décimas, zafras y cantos de vaquería para alegrar las calurosas jornadas de hacha y machete. Aquellos tíos, acogieron al pequeño Andrés Narváez como a un hijo. Le enseñaron los secretos para curar el ganado, los males de la luna nueva, los caminos de hormiga que anuncian la lluvia, los mensajes de la neblina que moja los pies y los de la neblina seca; las estrellas fugaces del verano, las plantas para curar la mordida de culebra, los males del aguijón de la avispa candela, los círculos del cielo: círculo de sol, agua alrededor; círculo de luna, agua ninguna.

Andrés Narváez nunca fue al colegio.

Finca La Europa

Andrés Narváez llegó a la finca La Europa en 1970. Tenía 12 años. En aquel entonces, a sus tíos Fidel y Marceliano, el Gobierno les habían adjudicado 11.5 hectáreas que constituían una Unidad Agrícola Familiar, definida así por la Ley de Reforma Agraria.

La entrega de tierras a campesinos del municipio de Ovejas se remonta al segundo mandato del presidente Alberto Lleras Camargo, quien mediante la Ley 135 de 1961 creó el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, Incora. Una ley inspirada por los principios del bien común y la necesidad de que los campesinos tuvieran acceso a la propiedad sobre la tierra que cultivaban. En 1969, durante el período del presidente Carlos Lleras Restrepo, primo de Alberto Lleras Camargo, la finca La Europa  —con 1.321 hectáreas— fue adquirida por el Estado colombiano y entregada a 114 familias de campesinos.

La vida de Andrés Narváez en La Europa fue de labores de campo y aprendizajes al lado de sus tíos y padres. Tenía una gran responsabilidad: “Era algo sencillo para mí —recuerda— los tíos míos picaban leña que amarraban con bejucos, yo ensillaba el burro y me iba pa’ Ovejas, a venderla, me pagaban 12 pesos, con esa plata compraba café, panela, aceite, hueso carnudo salao, eran las provisiones para varios días; cuando eso se acababa, otra vez volvía a ensillar el burro.”

En 1986, año de la segunda versión del Festival de Gaitas de Ovejas, Andrés Narváez decidió participar en el concurso de la canción inédita con El melón. Estuvo dentro de los 10 finalistas. Sus letras y melodías gustaban. Hoy, siente orgullo al decir que ha ganado ocho veces el Festival de Gaitas de Ovejas, al igual que otros festivales de música en Cereté, Galeras y San Jacinto.

La gaita ha sido la música de La Europa. Sonaba en las noches, momentos apacibles luego de las faenas propias del monte: “Eso era una cosa grande, óigame usted —dice—, cuando las lluvias estaban escasas, nos llevábamos para un rancho a la  Virgen del Amparo de Chalán, al Niños Dios de Bombacho, al Niño Dios de El Carmen de Bolívar, y a San Pacho, patrono de Ovejas, venían gaiteros de otros lugares, que también necesitaban lluvia, eso era algo de puro gusto, no se cobraba plata, no señor, era algo de familia. Se hacían hasta cinco noches de velaciones con pura esperma y gaita… Y bueno, ya después de eso…”

Andrés Narváez quedó en silencio. Bajó un poco la cabeza, tomó entonces un poco de aire y retomó las mismas palabras hasta finalizar la frase: “Ya después de eso… Todo, todo eso se acabó”. Se refirió a unos uniformados que comenzaron a llegar a la zona en los 80. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc. Hubo secuestros, muertes y hostigamientos a las poblaciones. También dijo que en los 90, llegaron otros uniformados. Las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, que en complicidad con agentes del Estado perpetró masacres en poblaciones como Chengue, Las Brisas, San José de Playón y El Salao, como establecieron los organismos de control estatal y confesado luego por los mismos paramilitares.

Vino el silencio de las gaitas.

En La Europa aparecieron helicópteros de guerra, sobrevuelos de aviones fantasmas que cruzaban los cielos de los Montes de María en la madrugada. Andrés Narváez decidió vender cuatro vacas que tenía y buscar un lugar más seguro: “Las vacas se llamaban Ruperta, Choncha, Juanita y Pancracia  —relata— eran parte de la familia, aportaban para el sustento de todos, la leche, el suero. No fue fácil, uno les coge cariño... Las malvendimos, es la pura verdad, con esa plata Rafo y yo compramos un lotecito en el pueblo. Íbamos a sembrar a La Europa, jamás abandonamos esas tierras, pero quedamos limpios”.

Las letras de las canciones de Andrés Narváez que se referían al olor del tabaco o al pájaro carpintero, comenzaron a narrar esos nuevos sucesos: “Antes yo vivía contento/ porque todo lo tenía/ no conocía el sufrimiento/ de mí era toda la alegría/ pero hoy que me pasó esto/ qué mala suerte la mía/ Ay no tengo na, no tengo na/ sino ganas de llorar// Yo que tenía mi parcela/ no la puedo cultivar/ es por culpa de la guerra/ que ahora me quieren matar/ Yo tenía mi hectárea ‘e yuca/ donde podía cocinar/ pero con está miseria/ a mí no me quedó na/ Ay no tengo na, no tengo na/ sino ganas de llorar//

En medio de  esas dificultades llegaron a La Europa representantes de la empresa Arepas don Juan que negociaron Unidades Agrícolas Familiares. La Procuraduría Ambiental y Agraria recogió testimonios sobre la venta de esos predios, en ellos algunas personas declararon haber vendido sus predios por trescientos mil pesos. Otros aseguran que les pagaron entre ochocientos mil y tres millones de pesos.

Los  de Arepas don Juan llegaron en varias ocasiones a la casa ofreciéndole dinero por sus tierras

Los representantes de Arepas don Juan llegaron en varias ocasiones a la casa de Andrés Narváez ofreciéndoles dinero por sus tierras. Tanto Rafo como él se negaron, porque las tierras de La Europa heredadas de sus tíos y sus padres: “No se venden, se cultivan”, dice Andrés Narváez como quien compone un verso.

Hasta hoy, Arepas don Juan ha adquirido 94 predios que suman 1.081 hectáreas. De las 114 familias de campesinos que recibieron tierras en 1969, solo 20 conservan la propiedad de la tierra o está en manos de sus herederos. Otros tienen la posesión, adquirida legalmente hace más de 15 años.

Desde 2008, con la llegada de Arepas Don Juan a la zona se han venido presentado agresiones y hostigamientos en los predios de los campesinos de La Europa. Amenazas de muerte a través de mensajes de texto o e-mail, quema y destrucción de ranchos de campesinos que han retornado. Presencia de hombres armados en motos y camionetas por las vías de La Europa.

Andrés Narváez es también el vicepresidente de la Asociación de Campesinos de La Europa, que es parte del proceso que busca restituir la tierra a quienes la recibieron en 1969, abandonas por sus propietarios cuando guerrilleros de las Farc, paramilitares de la AUC y Fuerzas del Estado, convirtieron a La Europa en epicentro de actos violentos y abusos. El proceso de restitución lleva más de 7 años, en espera de un fallo del Tribunal de Tierras con sede en Cartagena.

El atentado contra la vida de Andrés Narváez ocurrió el 12 de junio de 2014. “Ese día no teníamos ni para hacer un café, salí a cortar una leña a ver si conseguía algo, era la inauguración del mundial de fútbol. En un paraje alejado del pueblo se apareció un tipo en un caballo a reclamarme por una cerca que habíamos colocado en La Europa, y me dijo: ‘Ahora que lleguen las maquinarias vamos a arrancar esa mierda’ entonces yo le dije: ‘Bueno si usted cree que la puede arrancar, arránquela’. Eso fue suficiente para que sacara su arma”.

El atacante fue capturado horas después. Su nombre, Héctor San Martín Rivera. Uno de los administradores de Arepas don Juan. San Martín Rivera estuvo en la cárcel durante 14 meses, quedó libre por vencimiento de términos, y aunque fue condenado a 25 años, sigue prófugo de la justicia.

En noviembre de 2018, entraron al teléfono de Andrés Narváez dos mensajes de texto, el buscó a un amigo para que le leyera: “Ahora no te salvas” “…perro reclamante de tierras” “…no vamos a descansar hasta eliminarte gonorrea”, “…vamos con artillería pesada”.

A finales de julio de 2020, días después de que Andrés Narváez terminó de plantar las dos mil semillas de ñame diamante, dos hombres que se movilizaban en una moto, se bajaron frente al cultivo y —con los cascos puestos— le preguntaron a un muchacho que hacía labores de limpieza, si Andrés Narváez venía a trabajar. El muchacho le respondió que no, porque se había sacado una muela. Cuando el muchacho les preguntó para qué lo necesitaban se quedaron en silencio. “Tranquilo, tranquilo”, dijeron mientras regresaban a la moto.

Nada está tranquilo en La Europa ni en otros territorios de Montes de María.

Tomándose un café negro preparado por su hermano Rafo, endulzado con panela, las palabras de Andrés Narváez suenan como los versos valientes de un compositor en su lucha: “Yo sé que tengo que cuidarme, de nada me servirá meter la cabeza como el morrocoy. El torero muere en la arena. Yo estoy luchando por un bien común. Seguiré yendo a mi cultivo de ñame diamante, seguiré tomando las medidas de protección, seguiré adelante con el respaldo de mi comunidad y seguiré empuñando mi machete para sembrar, es lo que soy, un campesino, un sembrador”.

 

La fuerza renovada de sus manos

La lluvia fue abundante de julio a noviembre de 2020. Las matas de ñame crecieron y echaron sus bejucos frondosos. Era la noticia que Andrés Narváez se repetía en medio de tanta novedad originada por la pandemia del covid-19. “Ombe —exclama con asombro, como si fuera la primera vez que le preguntaran por su cultivo de ñame —eso está hermoso, cada día más bonito, eso es lo que hace un campesino: sembrar”.

El 7 de febrero de 2021, Andrés Narváez se levantó a las cinco de la mañana. Tenía una especie de ansiedad que definió como “el nerviosismo de recoger” la cosecha.

Era domingo, así que esperó a que aclarara para ir a buscar un cavador donde un vecino cercano. “Uno se va quedando sin instrumentos, llevaba tanto tiempo sin mi trabajo de agricultor que las herramientas propias se van desapareciendo y toca conseguirlas ahora con los amigos”. 

A las siete de la mañana, Andrés Narváez estaba listo con su cavador.

Se subió a una mototaxi, montó el cavador en su hombro y fue hasta la entrada del rancho de palma y bahareque que él mismo construyó con su hermano Rafo. Un espacio para descansar luego de jornadas de limpieza con machete y garabato.

Las cuatro mil matas de ñame que sembró Andrés Narváez quedaron sobre la ladera de una loma de unos 40 metros de altura: “Aquí hay un cuarterón, todo ese ñame está ahí en espera. El ñame debajo de la tierra puede quedarse hasta tres meses sin dañarse, así que voy a ir recogiendo poco a poco, porque para recoger toda la cosecha de una vez, se necesita una fuerza que ahora no se tiene, y quién sabe si se tendrá”.

Cuando en la región se habla de “fuerza”, no se refiere a la capacidad física, que le sobra a Andrés, sino de la disponibilidad de dinero. Algo que escasea en medio de la abundancia de ñame diamante. Una enorme paradoja que Andrés Narváez descifra entre el desconcierto y la resignación.

—Vea, le voy a decir una cosa, aquí la gran riqueza está en el campo, en nuestros cultivos. ¿La gente de la ciudad qué va a comer si uno acá no cultiva? Vea, esa semilla para sembrar este ñame, costó cien mil pesos el bulto, y ahora por este mismo ñame, que sirve también para semilla, lo quieren pagar en Sincelejo a treinta mil pesos el bulto, si esto sigue así, ¿dígame usted cuándo vamos a coger una fuerza buena para seguir adelante?

 

De regreso al rancho, vació los sacos y clasificó los ñames según su tamaño

Aquel 7 de febrero de 2021, acompañé a Andrés Narváez a buscar sus primeros ñames diamante. Caminamos. Subimos una ladera y bajamos otra. Luego de unos 15 minutos, llegamos a un valle sombrío. Enormes palos de mango y níspero, matas de café. Cultivos de ají picante, yuca y ahuyama. Andrés Narváez miró entonces hacia la loma que tenía al frente y señaló con su mano derecha el cuarterón donde estaba su cultivo. “Desde este punto hasta arriba, y de aquí hasta la vuelta de la montaña”.

Nada en esa extensión daba muestra de que allí hubiera cultivo alguno. Se veían algunas moñas verdes pegadas al suelo. Entonces Andrés Narváez caminó unos metros, con suavidad metió el cavador en un punto preciso en la tierra. Hizo palanca con el cavador y brotaron dos ñames al instante. Uno grande, como de seis libras y uno pequeño, como de dos. Sostuvo con su mano izquierda el ñame pequeño, desenfundó el machete y le cortó una punta. Se quedó estático y dijo: “Ahora se da cuenta usted, por qué le dicen diamante, es que es blanquito, brillante. Un pancito. Usted lo cocina 10 minuticos y está listo. Se come solo, aquí le llamamos mote de candela, no lleva nada, pura candela, después se le echa su guiso de ají picante, cebolla y tomate”.

Andrés Narváez continúo con su trabajo. En una hora, llenó tres sacos de polyester, que según sus cálculos pesaban más de 90 kilos. “Eso es para comer, si se logra vender algo, bien, porque con esos precios es como regalar el trabajo… Estoy pensando guardar unos cuantos sacos para semilla y así ir aumentando el número de matas de ñame en la próxima siembra que debo comenzar con las primeras lluvias de mayo”.

De regreso al rancho, Andrés Narváez vació los sacos y clasificó los ñames según su tamaño.

Su alegría se reveló en una sonrisa serena que se había quedado marcada en su rostro desde que brotaron los dos primeros ñames diamante de la tierra. También se vio en la manera como sobaba cada ñame como si se tratara de criaturas salvajes que él apaciguaba con la fuerza renovada de sus manos.

Fotos: David Lara Ramos

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