Desde pequeño vi a mis padres y familiares emocionarse por la llegada de la Semana Santa. Esperaban con ansias las procesiones y las ceremonias eternas a las que asistiríamos. En el pueblo cada vez se creaban nuevas prohibiciones como lavar ropa, tener relaciones sexuales, consumir carnes rojas o bañarse en los ríos.
La bruja
Los días previos a la Semana Santa, mi prima Soledad, que acababa de cumplir los quince años, fue adonde una pitonisa. Le gustaba un compañero del colegio que la ignoraba y le urgía conocer el futuro de ambos a través de la lectura de las cartas.
Antes de llegar al lugar, siguió de largo, pasó frente a la casa para cerciorarse de que no había nadie conocido ahí adentro. Le dio la vuelta a la manzana mientras se convencía de que entrar era lo correcto.
La adivina le recomendó insinuársele luego de que preparara una infusión de albahaca, canela y unas gotas de un pequeño frasco “mágico” que le vendió. Debía tomarla durante seis días mientras observaba la luna y repetía el deseo para que se le cumpliera. La tomó sin falta y al sexto día se le declaró en frente de algunos compañeros del salón. Todos se rieron y replicaron sus palabras con un tono burlón.
El adolescente entre la vergüenza y la rabia le gritó que lo dejara en paz y la amenazó con mostrar las cartas acosadoras que le había mandado. Soledad empezó a gritar, pateó sus cuadernos y le tiró el pupitre al suelo, por lo que la directora del curso se hizo sentir de inmediato y citó a mis tíos al colegio. Nos enteramos del carácter colérico de la prima quinceañera y también de que ella y la mamá iban adonde las brujas para que les dieran pócimas atrapa hombres.
La tía la regañó por revelar el secreto conjunto y le mostró su indignación por haberse tomado el brebaje en plena cuaresma.
—¡Te hubieras esperado unos días más! ¿Por qué te lo tomaste antes de las festividades? Te veo mal.
—¿Mal? Es la misma bruja que visitas, a la que una vez me llevaste de pequeña y te esperé en un cuarto que olía a cigarrillo mientras ella te atendía.
—Sí, te llevé solo una vez y no lo hice en Semana Santa, ni en los días previos, que es una época sagrada. Por eso, es pecado. ¡Pe-ca-do!
Un mes después, mi prima y su mamá cambiaron de pitonisa, ya que la anterior fue imprudente al sugerirle la bebida a una menor en un momento en el que se conmemoraba la pasión y la muerte de Jesús.
Los resultados esperados por mi prima se fueron al suelo, pues el compañero de clase jamás le volvió a dirigir la palabra. En cambio, su padre, mi tío político, continuó con mi tía. Se molestó por los amarres que le habían realizado, pero el mal genio le duró poco y la indignación mucho menos ante el prontuario de actuaciones que quedaban al descubierto de toda la familia y que podrían escalar a nivel social si se le ocurría escapar de allí.
Juegos prohibidos
En esa semana de recogimiento se pasaba de la prohibición a la contradicción. Se hablaba de lo que se suponía correcto; pero las personas actuaban de una manera gustosamente incorrecta. Cualquier pensamiento que llegara a mi mente o a la de mis hermanos, se consideraba mundano.
Según mis padres, realizar actividades placenteras como salir a jugar a la calle con los vecinos, además de prohibido, se volvía peligroso. Por eso, permanecíamos en casa; o visitábamos las iglesias que quedaban en los pueblos cercanos.
Traté de encajar en los ritos de la iglesia, aunque mis acciones fueron casi siempre adversas.
El corte de pelo de mi hermano
Cuando mi hermano Julio cumplió los siete años, tenía el pelo tan largo que le tapaba los ojos... En Semana Santa le pidió a mamá que lo llevara a la peluquería y ella se negó diciendo que le caería la mala suerte. De manera generosa, me ofrecí a arreglárselo con las tijeras del colegio. Les quedaba tan poco filo, que me obligaron a tijeretear mechones más cercanos al cuero cabelludo.
Tan pronto mi padre se percató, se olvidó de las palabras dulces que aconsejaba y lo llevó al peluquero del barrio que lo rapó por completo y le terminó de echar la mala suerte.
Comidas prohibidas
En la casa, la tensión se incrementaba con los menús sin carnes rojas del Viernes Santo. Desde los seis meses soy carnívoro y hasta que cumplí la mayoría de edad mi madre me impedía comer carnes rojas en esas fechas. Olvidaba que fue ella la que me indujo a su consumo diario.
De bebé me pasaba un trozo grande de carne para morder y chupar hasta sacarle la sustancia. Al cabo de un rato, la dejaba descolorida, casi blanca y me tragaba uno que otro pedazo que lograba desprender con las encías. Aprendí así a chuparla y a despedazarla sin los dientes y, aun así, me exigían olvidarla.
El pescado por otro lado, jamás me gustó y cuando exigía que me dieran el almuerzo habitual con res o con cerdo, me respondían que no podía comer eso "porque se relacionaba con la ostentación y los lujos".
Esas palabras eran incomprensibles en mi niñez, solo sé que en esos días me enfrentaba al duelo de la abstinencia y al reto de comerme una mojarra frita que luchaba por mantener su cabeza y su cola en el plato. La aceptaba porque me repetían que era una carne blanca "permitida por la fe cristiana". El hecho de verla bañada en grasa, con los ojos opacos y sus dientes diminutos como si se riera, me rebotaba y me obligaba a ayunar al día siguiente. Me felicitaban por la renuncia, aunque fuera involuntaria.
Durante el último año de la primaria, me levanté de noche por un vaso de agua. Era Viernes Santo y encontré a mi padre en la cocina con un plato hondo y una cuchara.
—¿Qué comes? —le pregunté mientras estudiaba el contenido.
—Caldo de papa —respondió sin dar detalles.
—¿Por qué se ve oscuro?
Me acerqué a detallarlo y le dije:
—Tiene carne. ¡La ostentación de los lujos, la lujuria, el cuerpo de Jesús, te puedes morir!
—Tranquilo, es apenas la sustancia para darle sabor. Solo un poquito, no me la voy a pasar —explicó ruborizado al ver mi angustia y la forma en la que repetía todo lo que me había enseñado.
Se olvidó del caldo, puso el plato en el mesón y empezó a bostezar como si tuviera sueño. Me acompañó a la habitación y después corrió a la suya al encuentro con mamá. Desde ese día, vi a mis padres como seres sospechosos. Tanta disciplina y moderación rayaban con la indecencia innata del ser humano.
La lujuria de mis padres
En la adolescencia pensaba en la continencia; que mi madre nunca se acostaba con mi padre durante esa semana. Después, llegué a la teoría de que a través del sexo compensaban las prohibiciones de esos largos siete días. Miraban una tanda de películas religiosas y se desquitaban mientras dormíamos ignorantes de los pecados carnales que se amasaban en casa. A pesar de esto, ellos cumplían el otro precepto que consistía en no hacer ruido. Siempre fueron sigilosos y evitaron perturbar nuestro sueño ligero, paralelo a su fervor nocturno.
A los nueve años me costó dormir durante un jueves santo. Permanecí despierto por más de una hora, daba vueltas en la cama, hasta que el insomnio me arrojó a la habitación de mis padres.
Mientras giraba la manilla, oí un estruendo y un grito al mismo tiempo. Las luces estaban apagadas, no vi a mi madre, pero sí a mi padre desnudo que corrió a sacarme a empujones. Me dobló un dedo y empecé a llorar. Le dio igual si me lo había tronchado o partido: era un asunto secundario frente al espectáculo que me acababan de brindar.
A los pocos minutos, salieron en pijama y me regañaron por entrar sin avisar. Metieron mi mano debajo de la llave del lavamanos, como si un chorro de agua fría fuera capaz de borrar semejante imagen.
Mi hermano nació en diciembre y yo, en enero... Siempre dicen que nacimos a destiempo. Lo cierto es que nos engendraron en las fechas de oración y de abstinencia.
Después de tantos años de restricciones, de escuchar que todo era pecado, hoy me acuesto con mi novia sin el temor de quedarnos pegados; me baño en los ríos sin miedo de enfermarme o de morir ahogado; y devoro carnes rojas acompañadas de un buen vino; huyo de los turistas religiosos, esos que caminan entre las iglesias atiborradas de feligreses, del calor humano que germina desde cada poro de la entrepierna de los oyentes, y me repugna el incienso que entra por la nariz, aunque se contenga la respiración.
He seguido los pasos de la concepción de mis padres a través de su ejemplo. Mi novia está embarazada y al igual que les ocurrió a ellos, el bebé nacerá en diciembre o en enero. En nuestro caso, no se va a adelantar ni se va a retrasar. Simplemente, será el fruto de una semana, no tan santa.
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