Así viví la Guerra de Corea

Así viví la Guerra de Corea

A sus noventa años, Carlos Arteaga, quien perteneció al Batallón Colombia y luchó en este conflicto, revive su experiencia

Por: albeiro arciniegas
enero 12, 2021
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Así viví la Guerra de Corea

Ingresó al Ejército de Colombia en 1951, estuvo en Neiva durante tres meses y fue trasladado al puerto de Leticia donde permaneció unos 8 meses. Hoy a una edad avanzada, Carlos Arteaga Chamorro, natural de Pupiales (Nariño), recuerda que un día, estando en Leticia, les dijeron que si deseaban ingresar al Batallón Colombia y él con otros compañeros dijeron que sí.

Como es de conocimiento público, el Batallón Colombia es un grupo de infantería del Ejército Nacional que sirvió en Corea del Sur, específicamente participó en la llamada Guerra de Corea, conflicto bélico que tuvo lugar a mediados del siglo pasado.

Independiente de las apreciaciones ideológicas o políticas que se puedan realizar al respecto, con Carlos Arteaga intentamos revivir esa experiencia para que se conozca de primera mano los azares de la guerra y toda la aventura que constituyó para muchos compatriotas la participación en ese conflicto tan ajeno.

Es un hombre agradable, lúcido, de un trato amistoso, bastante apreciado por sus coterráneos, toda su vida se dedicó a labores de carpintería. Tiene un hogar con varios hijos y, en su memoria, guarda cada una de sus experiencias con la convicción de que como soldado supo cumplir un papel interesante durante su periodo de servicio militar.

Un trayecto novedoso

“De Leticia salimos hasta la Chorrera y Puerto Leguizamo, luego pasamos a la Tagua y Venecia, en el Putumayo”, inicia Arteaga. “Del Putumayo, pasamos a Florencia donde permanecimos una noche y, en Neiva, nos unimos a otros compañeros con quienes llegamos a Ibagué”. Es un periplo que concluye en Bogotá, específicamente en la Escuela de Infantería donde fueron sometidos a entrenamiento militar durante un mes.

Concluido ese entrenamiento, salen en avión para Cartagena, a los tres días de encontrarse en el puerto caribeño, llegó un barco de la marina de los Estados Unidos en el cual parten hacia el canal de Panamá. Demoran un día en cruzar el canal —Arteaga se sorprende por la belleza de ese trayecto que dejó de pertenecer a Colombia en 1903—; ya, a orillas del Pacífico, al otro lado del canal, pernoctan una noche y tardan doce días en llegar al archipiélago volcánico de Hawái.

“De Hawái son 12 días más en llegar a Japón, en total 24 días de viaje, llegamos al Puerto de Yokohama, descansamos, y cruzamos el mar Amarillo hasta la península coreana, un trayecto que duro cinco días”. Dice que durante ese trayecto no notó ningún temor entre los soldados a pesar de que conocían que iban a una guerra.

Arribaron al puerto coreano de Incheon, el más importante de la costa oeste surcoreana, donde encontraron el muelle completamente destruido, el barco en que viajaban no pudo anclar y fueron bajados en un remolcador. Pasaron a camiones, iban 245 colombianos con oficiales, suboficiales y la tropa, los reunieron en un punto cercano a la frontera con Corea del Norte y allí sí vino el miedo, ya que, por primera vez, escucharon el reventar de cañones y la explosión de la metralla.

La experiencia bélica

“Veíamos luces de bengala, los fragores de la guerra. Nos recibió el Coronel Alberto Ruiz Noboa, nos repartieron en cinco compañías de combate y una de servicios, la encargada de repartir la munición a cada uno de los frentes. Nos enseñaron a poner minas y alambradas de púa en horas de la noche”, dice Arteaga.

En esas labores lo ocuparon algo más de dos meses, regresaban a la madrugada, descansaban y otra vez volvían a la misma actividad. Pasó luego a la compañía de fusileros, a enfrentar al enemigo; si se topaban con ellos había muertos o había una altísima probabilidad de quedar malherido.

Se salía en las noches con diez soldados en función de patrullaje y si se encontraba con los norcoreanos era inevitable que se presentaran bajas. Otro caso de riesgo lo comprendían los bombardeos, para evitarlos se trasladaban por zanjas de arrastre que minimizaban el peligro; pero la sensación de que podían morir en cualquier instante no desaparecía jamás.

Pasaron ocho meses y Arteaga comenzó a pensar en el regreso e incluso, con otro grupo de soldados, lo había separado para tal fin, pero entonces a su batallón le dan la misión de proteger un cerro estratégico para los bandos en contienda. Ese día, les ordenan llevar misión a las compañías, cargan cuatro camiones y, en horas de la tarde, 15 soldados del pelotón de zapadores, adelantan el referido trabajo.

Pero los norcoreanos realizan una encerrona y “a punta de plomo y con los pelos de punta nos dimos cuenta de que se entró el enemigo y tuvimos que escapar por las cunetas de la carretera y vimos a varios norteamericanos alzando heridos en un jeep y con ellos escapamos hasta un puesto de socorro”.

En el puesto de socorro encuentran muertos y, de los 15 soldados del pelotón de zapadores se extravían varios que van apareciendo con los días. Arteaga permanece unos tres meses más jugándose la vida en una situación impredecible y que comienza a minarle. Solo cuando parte hacia Colombia empieza a sentirse más tranquilo.

“Para mí fue una aventura interesante, conocimos tierras, Tokio, Yokohama; cuando fuimos, íbamos como prisioneros, pero al regreso contamos con libertad para recorrer Hawái y el canal de Panamá, ya con alegría”.

La historia del coreano

Carlos Arteaga recuerda una anécdota muy particular, la de un niño coreano que fue adoptado por un soldado llamado Aureliano Gallón. Una madrugada lo encontró, “y como era medio loco lo llevó con nosotros, lo vistió de militar y el coreanito de unos cinco años le decía papá”.

“No podíamos traerlo, pero lo camufló en un compartimento, cuando hacían aseo, se ponían las tulas para ocultarlo y al llegar a Colombia nos recibió la marina y Gallón sacó al coreanito y se quedó con él. Es una historia muy conocida que la viví en aquel entonces”.

En el país, Arteaga abandonó las filas del Ejército Nacional y regresó a Pupiales donde formó su hogar y se dedicó a la carpintería durante largo tiempo. Hoy, a punto de cumplir 90 años —nació el 10 de marzo de 1931—, es un hombre que ha recibido múltiples honores, que con modestia comenta su participación en la Guerra de Corea siendo una persona que, calladamente, ha guardado en su memoria esa experiencia que vivió con otros colombianos.

En la Guerra de Corea perdieron la vida 196 compatriotas, 428 resultaron heridos, 69 desaparecieron y 28 cayeron prisioneros. Un general norteamericano dijo: “He estado en un gran número de batallas y pensé haberlo visto todo, pero me faltaba algo: ver la valentía con que luchaba el soldado colombiano”.

Actualmente, se sabe que en la base de la 15ª División de Infantería, localizada en la región de Hwacheon, se encuentra desde el 15 de junio de 2014 un monumento a los héroes caídos colombianos que participaron en la guerra de esa nación. Solamente, merecido.

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