Antonio Caballero y Alfredo Molano: la nostalgia del buen hacendado

Antonio Caballero y Alfredo Molano: la nostalgia del buen hacendado

"Esta nostalgia del hacendado como problema cultural e histórico puede ser confirmada en las investigaciones de reconocidos profesores universitarios"

Por: Juan Carlos García Lozano
febrero 23, 2017
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Antonio Caballero y Alfredo Molano: la nostalgia del buen hacendado

Si seguimos a Antonio Gramsci en sus análisis sobre las superestructuras complejas y la crítica del sentido común, para Antonio Caballero y Alfredo Molano la corrida de toros hace  parte de una concepción del mundo, que no solo es gusto, sentimiento e imaginación, sino, en lo fundamental, es expresión de una organización material histórica. En efecto, este imaginario taurino, interpela a un mundo material  y a una forma de organización propia de la infraestructura socio-económica de un país empobrecido en lo rural; mundo desigual sobre el cual Caballero y Molano guardan silencio  cuando defienden como expresión cultural la “fiesta brava”.

Al adentrarnos en el análisis de la infraestructura material a la que han pertenecido los dos citados periodistas,  encontramos que sus posiciones  taurinas remiten en términos históricos, sociales y culturales a  una lejana  nostalgia de ruralidad y  al señorío de la clase social propietaria a la  Caballero, Molano  han pertenecido. Mundo material que se oculta con  los discursos  que sobre la cultura, el arte y el folklore se publicitan para defender el espectáculo del toreo.

En Caballero y Molano pervive el imaginario de la institución colonial de la hacienda y ellos celebran el imaginario del buen hacendado, el propietario: aquel que mantiene las formas tradiciones españolas, el apego a la religión católica, una elitización de la cultura blanca sobre la cultura plebeya, mestiza, negra e indígena  y los valores autoritarios del mundo señorial, los cuales le permiten reproducir  la estratificación social de la ruralidad: la relación desigual entre grandes propietarios y trabajadores, la pobreza como destino, el veto a la ciudadanía y la negación de toda reforma agraria que modifique la estratificación social.

Cuando Caballero y Molano defienden  la “fiesta brava” se ubican sentimentalmente con los propietarios rurales: el mundo perdido de la gran hacienda de Tipacoque al que remite Eduardo Caballero Calderón en su novela Siervo sin tierra. Literatura que no cuestionó la estratificación social que reproduce el hacendado, el cual deja por fuera al campesino del goce de la ciudadanía y no lo considera sujeto de derechos, porque tampoco le reconoce su condición política.

Esta  nostalgia mítica del buen hacendado  como problema cultural e histórico puede ser confirmada en las investigaciones de reconocidos profesores universitarios.

Jaime Jaramillo Uribe planteó la decadencia del mundo español que conquistó a  América Latina y el ruralismo como gran herencia  histórica de la corona. Fernando Guillén Martínez analizó el señorío que la ascendencia cultural española reprodujo en Colombia de forma privilegiada con la forma asociativa derivada de la gran hacienda. Rafael Gutiérrez Girardot a partir de un análisis del patriciado colonial y su proyección en la “república monárquica” de Colombia afirmó  la verticalidad de la estructura social del propietario sobre los pobres, campesinos, indígenas y trabajadores. Antonio García Nossa estudió la constitución de una superestructura política en Colombia con un régimen de desigualdades y privilegios proyectados desde la infraestructura de la colonia española, y la llamó “república señorial”. Orlando Fals Borda analizó la importancia del sentido común en la infraestructura de la hacienda que se prolongó en los sentimientos y valores del campesinado pobre de los Andes y del Caribe. Rubén Jaramillo Vélez reconociendo el ethos precario de la modernidad en Colombia señaló el rencor de las clases dominantes que no podían asumir la autonomía de la ciudadanía y los derechos humanos de  las demás clases sociales, a los trabajadores, los campesinos y a la sociedad civil secular.

En su momento un crítico de la cultura colombiana, Gabriel García Márquez, intentó liquidar la institución de la hacienda en su cuento  Los funerales de la mamá grande.  Igual cometido se trazó de forma más revolucionaria en su célebre novela Cien años de soledad con los ejércitos de campesinos e indígenas que fue armando en su diáspora rebelde el coronel Aureliano Buendía. En ambos momentos la gran hacienda, con armas o sin ellas, se resistió a los subalternos y sobrevivió como forma asociativa hegemónica en el campo colombiano. Mejor le fue a las novelas de Héctor Rojas Herazo, Respirando el verano y Celia se pudre. En ellas solo perdura la nostalgia que dejó la descomposición de la hacienda, la cual se realizó al mismo tiempo que sus propietarios se iban pudriendo mientras relataban su propia historia.

Si seguimos los trabajos pioneros de Fernando Guillén Martínez y Orlando Fals Borda, la institución hegemónica de la hacienda reproduce los resabios autoritarios, las formas clientelares, la dominación del blanco sobre el mestizo, la exclusión del campesinado y del indígena y las guerras de los propietarios junto con  el poder patricio de los partidos políticos, liberal y conservador.

En términos de las formas de representación, la hacienda busca preservar la relación de verticalidad que no modificó ninguna reforma agraria en Colombia ni las tropas liberales del coronel Aureliano Buendía, ni los ejércitos indígenas de Quintín Lame, ni los llaneros empobrecidos de Guadalupe Salcedo ni las poderosas  Farc de  Manuel Marulanda Vélez: la relación mando-obediencia que niega la ciudadanía de los pobres se mantuvo de forma vertical en el  campo y se proyectó a las ciudades con la violencia armada del conflicto interno.

Igual drama  vivió luego de las guerras de independencia el general Simón Bolívar cuando  asumió con realismo político que abolir la esclavitud  y emancipar a los esclavos, otorgándoles la condición de trabajadores libres, movilizaba en su contra a un puñado de propietarios de las haciendas junto con sus peones, aparceros, arrendatarios, abogados, periodistas, políticos...

De manera que esta relación social de señorío, del gran propietario sobre el trabajador, de mandar unos pocos y obedecer la mayoría, es lo que se oculta en la nostalgia del mundo rural  y que las columnas escritas sobre la tauromaquia de Caballero y Molano celebran y defienden, sirviéndose para ello de afirmaciones legitimadoras sobre la superestructura, el arte, el gusto y la cultura popular: el sentido común del hacendado.

Ambos autores en sus comentarios a favor de la tauromaquia dejan de lado el mundo material del trabajo  que puede explicar no solo la forma asociativa de la hacienda sobre el toreo como espectáculo, sino cómo con la institución española de la “fiesta brava” se niega una serie de conquistas propias de la sociedad burguesa: la ciudadanía, el derecho civil  y la participación política del que no es propietario rural y solo vive de su trabajo.

Por lo mismo, en Caballero y Molano también se expresa el desprecio de las nuevas formas asociativas distintas de la hacienda, nacidas en el siglo XX con la emergencia de las ciudades, aquellas que son propias de una concepción del mundo de la ciudad, laica, secular, trabajadora; donde el mundo material del mercado capitalista cuestionó, disolvió y transformó en buena medida el sentido común de la hacienda, el ruralismo.

En efecto, la tauromaquia esconde con sus formas artísticas un rencor hacia la ciudad, lo cual es tanto como decir, un desprecio hacia lo común de las nuevas formas de vida, aquellas que van más allá de la relación desigual propietario-trabajador.

La infraestructura de la hacienda con el toreo a la cabeza  es el límite material que la crítica de Caballero y Molano no pueden asumir. Ella es prueba manifiesta de las limitaciones críticas de la izquierda en Colombia que al no poderse asumir en su condición subalterna, no ha podido pensar nuevas formas asociativas para una sociedad democrática, no belicosa, con relaciones horizontales más allá de la propiedad privada, con una defensa de la naturaleza, de la vida humana y de las especies en general; y con una cultura política nacional abierta a los pobres del campo y de la ciudad, donde se reconozca lo común de la vida en sociedad, un orden secular, con una educación que forme ciudadanos y el trabajo asalariado sea reconocido como base fundamental de la sociedad civil.

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