Alimentar la paz
Opinión

Alimentar la paz

Nuestros modelos mentales en torno al desarrollo y la alimentación hacen parte de nuestros cruentos y sangrientos conflictos.

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septiembre 28, 2015
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Existe un amplio consenso en torno al hecho de que uno de los principales ejes del conflicto armado colombiano es la disputa por la tierra.

Según el Informe General del Grupo de Memoria Histórica, ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad :

Los casos emblemáticos y la profusa investigación académica al respecto permiten identificar factores determinantes y recurrentes en el origen, las transformaciones y la continuidad del conflicto armado, entre los que se cuentan principalmente los problemas vinculados a la tierra y las precariedades de la democracia (p. 21).

La tierra está en el corazón del conflicto colombiano. No solo porque nunca se hizo una verdadera reforma agraria, y la tierra sigue siendo una promesa incumplida para buena parte de los campesinos, sino porque no se ha podido modernizar la tenencia y el uso de los recursos rurales. Hay un déficit de Estado en el campo y una fuerte presencia y arraigo de los grupos armados (Resumen, p. 49).

Ahora bien, si estamos de acuerdo en que la tierra es uno de los ejes principales del conflicto, entonces tenemos que hacernos la siguiente pregunta —una pregunta que no parece ocupar nuestras mentes con la misma prominencia— y examinar cómo podemos construir nuevos acuerdos en torno a su respuesta: ¿qué sale de esa tierra?

¿Qué es lo que se produce en las tierras en disputa, y por qué existen tantas presiones y se generan tantos conflictos sobre su tenencia? ¿Por qué han existido y por qué existen aún tantos intereses en torno a la adquisición —violenta, ilegal, cuestionable o legal— de la tierra?

Mientras que para muchos colombianos la tierra representa la fuente esencial de su sustento vital, el fundamento de su alimento corporal, cultural y espiritual, para otros colombianos la tierra es un recurso de poder y de riqueza. Si estamos de acuerdo en que la tierra es un eje clave del conflicto, y por lo tanto también de la construcción de paz, entonces tenemos que abordar esta difícil cuestión de índole claramente política.

El control de la tierra —y más allá de ello, el control de un territorio— ha sido históricamente una de los medios más importantes para obtener poder político en nuestro país. Quien controla, quien es dueño de una considerable extensión de tierra, adquiere dominio sobre la población que vive en ella. Es decir, votos. Y con los votos, se obtiene poder de decisión sobre los recursos públicos del territorio: presupuestos, contratos, puestos de trabajo, organismos de control y de orden público (Francisco Gutiérrez Sanín, 2015). Este orden social, que hunde sus raíces en las instituciones extractivas de la colonia perpetuadas con la implantación de la economía política de la hacienda, es una de las más esquivas y profundas trampas de la pobreza que perviven en Colombia. En este sentido, el factor político que ha signado buena parte de las dinámicas de nuestros conflictos no es, como muchas veces se repite, la ausencia o el colapso del Estado, sino la presencia diferenciada de un Estado capturado (Fernán González, 2003).

Pero este orden social no solo está articulado al sistema político, también está inextricablemente ligado al sistema económico; a la producción y al consumo. De la tierra en disputa se extraen —ilegal tanto como legalmente— ingentes recursos minerales, y en la tierra en disputa se siembran —ilegal tanto como legalmente— enormes plantaciones de monocultivos.

Aparte del lugar común —de la mirada válida pero simplista— que le hemos otorgado a muchos territorios en disputa como terreno de producción y tráfico de drogas ilícitas, así como de otras actividades ilegales asociadas al conflicto armado, tenemos que admitir también que el significado que los colombianos le hemos dado a la tierra es que la consideramos una fuente de recursos a partir de los cuales pretendemos financiar en gran medida nuestro “desarrollo” regional y nacional, tanto como base de la agroindustria y la ganadería extensiva mediante las cuales pretendemos “alimentar” a nuestra población.

En el momento en que la televisión y el mercado nos convencieron que podíamos —¡e incluso debíamos! — alimentarnos y alimentar a nuestros hijos con comida chatarra (paqueticos, fritos, carnes procesadas producidas masivamente con aceites vegetales y ensambladas entre fabricaciones químicas de harinas refinadas) y bebidas azucaradas, nuestros campesinos —azotados por decenios de violencia y de despojo— comenzaron a preguntarse, “¿Y si dejáramos de cultivar?, y se vieron crecientemente forzados a vender sus gallinas para poder comprar, también ellos, cubitos de caldo artificial.

Así, nuestros modelos mentales en torno al desarrollo y la alimentación hacen parte —es duro decirlo, pero hay que decirlo— de nuestros cruentos y sangrientos conflictos. Y por lo tanto, si de verdad queremos avanzar en la construcción de una paz estable, justa y duradera, debemos también considerar con mucha mayor seriedad e intensidad —tanto en nuestro fuero interno, como en el terreno de la deliberación y la razón pública— en qué medida y en qué sentidos hay que transformar nuestras ideas de desarrollo y nuestros hábitos de consumo.

Aprender a alimentarnos más inteligentemente, comprando más productos que fortalezcan las economías campesinas y nos aporten una alimentación más variada y saludable, así como aprender a consumir de maneras más sostenibles y amigables con nuestros recursos naturales y nuestro medio ambiente, también es aportarle —y mucho— a la construcción de paz.

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