¿Agustín Agualongo, una falsedad histórica?

¿Agustín Agualongo, una falsedad histórica?

Sus tantos tropiezos ponen en duda sus conocimientos y capacidades como estratega, al igual que su trayectoria como un gran militar

Por: ISIDORO MEDINA PATIÑO
diciembre 11, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
¿Agustín Agualongo, una falsedad histórica?
Foto: Ivanquio - CC BY-SA 4.0

Personajes como la Loca Margarita, el Bobo del Tranvía, el Artista Colombiano, el Doctor Goyeneche y el Historiador de la Calle, entre otros, son ejemplos del folclor urbano y temas de tradición en las conversaciones de los añejos santafereños o bogotanos raizales, quienes rememoran hechos tragicómicos que forman parte de un amplio y simpático anecdotario que llama necesariamente a sonrisas y hasta carcajadas.

Sin embargo, son personajes que no trascienden más allá de lo jocoso y muchos de los cuales se han transmitido oralmente de generación en generación y algunos rescatados por la pluma de inquietos escribidores que los ponen como novedad permanente en el acontecer social.

Ese aspecto o característica es común a nuestra idiosincrasia nacional, así vemos estos personajes folclóricos en otros rincones del país, entonces se pueden recordar a Jovita, la eterna reina de Cali; El Bobo de la Yuca y otros que casi siempre desfilaban o se aparecían en los diferentes espectáculos de la Feria de Cali.

En Pasto, principal centro urbano del sur colombiano desde la época de la Colonia hasta nuestros días, son referenciados por ejemplo Pedro Bombo, El Pólvora, El Hueso, e inclusive el mismo indio —o mestizo— Agualongo que pasó de ser un personaje folclórico a un encumbrado y mítico héroe, endiosado y engrandecido por ciertos historiadores e historiógrafos cuya desafortunada influencia creó en el común de la gente esa imagen de leyenda sobre la que se ciernen demasiadas y muy serias dudas que hacen presagiar la manipulación de mucha información alrededor de esa figura.

Y en este caso, lo que llama la atención es el fácil paso de la “folcloridad” a la “militaridad” de Agualongo, es decir, los narradores orales y algunos escritores lo convirtieron en un gran militar de carrera, grados y méritos, defendiendo principios religiosos y políticos de la ancestral monarquía española, cuyas posesiones en el nuevo continente y particularmente en Sudamérica, fueron amenazadas y sometidas por la ola independentista y republicana promovida por españoles, españoles americanos y criollos.

Aquí vale la pena insistir en la observación de que en algunos textos se habla de una carrera militar del folclórico Agualongo, desde haber sido soldado voluntario a partir de 1811 y en la que se le entregan —de manera olímpica y sin documentación que merezca mayor crédito— grados que van de cabo a sargento segundo, sargento primero, subteniente y teniente, capitán, teniente coronel, hasta “General de Brigada”, supuestamente concedido por el Rey de España, pero que nunca llegó a estrenar o del que nunca supo tras su ejecución en Popayán luego de ser capturado por José María Obando.

Con excepción del documento de filiación como “soldado voluntario” y destinado a la Tercera Compañía de Milicias comandada por el entonces capitán Blas de la Villota, no existe ningún otro oficio, papel o registro demostrando legal y claramente la obtención de grados militares para el personaje de Agualongo. Todo se limita a las versiones de escritores que se apoyan en informaciones inconsistentes de otros autores con lo que pretenden cimentar o solidificar la imagen de este mito que se insiste en mantener hoy como un héroe pastuso y del que incluso existen enormes dudas sobre su nacimiento u origen. Pero, analizando toda esa información que acepta su existencia, también permite determinar que Agualongo fue un simple “soldado voluntario”.

Y a propósito de este alistamiento referenciado por sus historiógrafos, al leer con atención y sentido práctico ciertos textos se descubren “pequeños” detalles que encierran enormes dudas, como, por ejemplo, cuando se dice que “El 7 de marzo de 1811 Agustín Agualongo sentó plaza como voluntario al servicio del Rey y fue dispuesto en la Tercera Compañía de Milicias de Pasto al mando del capitán don Blas de la Villota.

Tenemos entonces que en la ciudad se acudió de buen modo al llamado hecho por bando público en virtud de la orden de leva de hombres y se agrupó un batallón bastante numeroso para cubrirse de los enemigos que se aproximaban. El gobernador Miguel Tacón, quien se encontraba en Popayán planeando la mejor forma de enfrentar a los confederados del norte, ha de ver cómo las cosas poco a poco van tomando su matiz. Después de reunir armas de toda clase y una buena cantidad de municiones, se propuso organizar la tropa inculcándole disciplina, pues buena parte de ellos eran inexpertos, como, por ejemplo, los esclavos de la hacienda de Quilcacé.

Calculando que se le podrían presentar desórdenes o deserciones, acampó en la casa de Francisco Balcázar desde entonces conocida como El Campamento y puso una puerta sobre el puente del Cauca con una custodia de guardia doble para prevenir cualquier asalto. Hasta aquel lugar llegaron refuerzos de Pasto dirigidos por Ángulo. El soldado voluntario Agualongo se aprestaba a conocer los sinsabores de belicismo en las regiones caucanas.

Creyéndose bien resguardado por sus soldados, Tacón se encerró en El Campamento; le aseguraban que las fuerzas que se acercaban eran miserables y que acaso él solo podría desbandar aquella montonera. No muy convencido, realizó cambios en sus planes, se comunicó con las autoridades de la ciudad para que previnieran a los moradores, obligándolos a ponerse sobre las armas.

El testimonio de uno de aquellos ciudadanos es oportuno para percatarnos de cómo estaban las cosas: El día 26 de marzo del citado año, salió el señor gobernador de su fortaleza, con todo su ejército, a las ocho de la mañana. En el punto llamado “El Infiernillo” de este lado del río Palacé, divisó al ejército cuya vanguardia ocupaba la puerta de calicanto de un potrero de la hacienda del señor Rafael Arboleda, situada al otro lado de dicho río…”. (O. Granda y D. Castrillón).

Dos fechas para analizar: Agualongo se habría enlistado bajo las órdenes de Blas de la Villota el día 7 de marzo de 1811 y el 26 de marzo aparecería con las tropas de refuerzo del comandante Gregorio Angulo, enviado desde Pasto para apoyar al gobernador Miguel Tacón. ¿Era posible? ¿En tan corto tiempo —19 días— iba a ser entrenado y preparado en las artes de guerra como miliciano? ¿O de los cien hombres que llevó Angulo, fue de los que se empleó en otros menesteres diferentes a los de empuñar un arma? Y algo más que olvidaron los historiadores “agualonguistas”: El comandante Angulo ya estaba en Popayán en octubre de 1810, cuando Tacón disolvió la junta provisional con su apoyo militar. ¿Entonces? Aparecen muchos datos contradictorios.

Es claro que en ningún informe de acciones militares del gobernador Tacón, o de sus subalternos, aparece registro que relacione el nombre de Agualongo y que haya intervenido como “soldado voluntario” en los combates y escaramuzas que afrontó el gobernador y sus tropas cuando salió en retirada de Popayán para reorganizar y armar de mejor manera a su ejército en Pasto.

Ahora bien, después de este breve paréntesis, reiteramos —como hemos sostenido en otras obras sobre la verdadera historia de Pasto— que en esto de los rangos o grados militares hicimos siempre un seguimiento documental particularmente en lo relacionado con ascensos dentro de las milicias, las que no se consideraron como ejército regular y en las que por lo tanto no pudieron darse graduaciones de generales, recordando que en esas épocas el título o grado máximo que se otorgaba en las milicias era el de coronel y se concedía única y exclusivamente con sello y autorización del rey. Así, por ejemplo, lo recibió don Blas de la Villota como teniente de gobernador y coronel, en este caso jefe político y militar de la nación. Algunos historiadores crearon títulos y falsas victorias alejados de esta realidad documental. Los cargos o grados en el ejército regular, como en las milicias y las propias guerrillas, eran totalmente diferentes.

En el ejército regular, los grados se otorgaban por la preparación, conocimiento y eficacia operativa, incluyendo la experiencia y como hoy se realizaba una carrera militar. ‘‘En la milicia, en la cual se asimilaron nombres de grados, estos se otorgaron por cargos o encargos y merecimientos que eran respaldados y sustentados ante las más altas jerarquías, especialmente el rey, como acontecía en nuestro medio por la época de la Colonia, y que se recibían mediante certificados o cédulas reales.

En eventualidades armadas, conflictos o urgencias por acciones de guerra y en ausencia de un verdadero ejército regular, las provincias, ciudades y distritos recurrieron a las milicias en las cuales se nombraba como “comandantes” o “generales” a los personajes más destacados, de confianza, o en últimas instancias, a quien se ofreciera, lo cual, en la mayoría de las veces representaba afrontar serios reveses y cruentas derrotas militares. Muchos de estos “aparecidos” u “ofrecidos”, resultaron capitanes, coroneles y hasta brigadieres. En consecuencia, un gran número de historiadores e historiógrafos, sin profundizar demasiado, “oficializaron” títulos y grados a milicianos civiles como si en realidad hubiesen sido militares de carrera. Es más, llegaron a entronizarlos como héroes y hasta otorgarles dichas categorías “in memoriam”, sin ninguna clase de documentación física. Ahora bien, hubo milicianos que hicieron carrera militar y fueron reconocidos como grandes estrategas, al igual que también los hubo que no lo pudieron hacer tal vez por ineptitud o porque llegaron tarde o con demasiada edad a la milicia”.

Pero dentro de este tema de Agualongo queremos resaltar enfáticamente y para que haya total claridad el término de “soldado voluntario”, quien en realidad era un civil que entraba a prestar un servicio discrecional o de colaboración, o que se ofrecía —lo más probable— siendo mayor de 31 años y menor de cincuenta y como voluntario no podía acceder a otros grados en la milicia o en el ejército. Otro punto sobre el que deben responder los creadores del mito.

De acuerdo con las reseñas de las épocas de Colonia e Independencia, hubo soldados a quienes se les concedieron títulos de manera especial por su participación en determinados eventos de guerra, cumpliendo cualquier papel, no necesariamente —reiteramos— empuñando un arma, así por ejemplo, el caso que referencian de Agualongo y otros oficiales defensores del rey, a quienes se les confirió el título de sargentos —según ciertos historiadores que se basan en versiones de otros que no muestran ni demuestran documentos auténticos— sin tener derecho a otros ascensos. Siendo de esta manera, ¿cómo Agualongo llegaría a ser coronel o general de brigada? Más inquietudes para que resuelvan sus escribidores.

En este contexto, incluimos valiosa información histórica para que a través de la misma se pueda analizar cómo fue posible el alistamiento de este personaje —Agualongo— existiendo tantas disposiciones reales para la conformación de las milicias, su reglamentación, condiciones y especialmente con determinadas normatividades en las que se notaba claramente la intención racista española para limitar el acceso a la militancia y el poder de mando de los indígenas y criollos no solo en la Nueva Granada sino en toda América hispana.

Y para continuar con las inquietudes no resueltas hasta el sol de hoy, a este ‘‘heroico’’ Agualongo se le endilgaron increíbles actuaciones como “general conquistador” de Barbacoas, “conquistador” de Ibarra (1823), “primero y segundo jefe” de Pasto, donde además fue “coronel” (1822-1823), “jefe militar” de Cuenca (1821), hechos llenos de dudas e inconsistencias.

Por ejemplo, quienes —cuenteros e historiógrafos— lo ensalzan como conquistador de Barbacoas se contradicen porque allí fue derrotado y tuvo que huir, según lo sostienen otros que aprovecharon la confusión de los hechos, pescando en río revuelto, para sacar ganancias que engrandecieran sus nombres o minimizaran sus frustraciones de guerra, como sucedió con el entonces coronel Tomás Cipriano de Mosquera. Agualongo y los guerrilleros encabezados por Jerónimo Toro, tuvieron que escapar ante la arremetida de las fuerzas que comandaba el héroe barbacoano teniente coronel Manuel Ortíz Zamora quien sustituyó a Mosquera en el mando, después de que este resultara gravemente herido en la boca, imposibilitado así para dar órdenes o lanzar arengas a sus soldados, como lo resalta en su libro el inglés John Potter Hamilton, quien al parecer embelesado en el ensalzamiento de su amplio y generoso anfitrión no alcanza a comprender que herido en la boca, destrozada la mandíbula al igual que la lengua, seguramente para Mosquera era imposible que siguiera arengando a luchar a sus hombres. Son textos que llevan a detectar ciertas manipulaciones.

Este folclórico ‘‘miliciano’’, Agustín Agualongo, tampoco pudo ser héroe en Ibarra, donde al parecer se hizo presente —luego de escapar de la ocupación de Pasto por los sanguinarios soldados republicanos de Bolívar— con una banda de indígenas que armaron un ‘‘bochinche’’ allí aprovechando un descuido de las tropas bolivarianas y cometiendo toda clase de vejámenes contra la población civil.

La reacción de los republicanos fue brutal y arrasadora, dando muerte a más de 900 indios, obligando a unos pocos sobrevivientes a escapar hacia distintas zonas del río Patía. Solamente ciento cincuenta regresaron a sus lugares de refugio, entre ellos Agualongo, que entonces supuestamente se habría escondido en las montañas de Pasto. “Cerca de un millar de pastusos perecieron en el desastre y sus cadáveres jalonaron trágicamente la vía desde Ibarra hasta el Carchi. Con unos cuantos, de los suyos, ya entrada la noche, y a uña de buen caballo, pudo Agualongo ponerse a salvo…” (I. Rodríguez G.).

Las versiones de gran vencedor de verdaderos militares como Bolívar, Córdova, Sucre, Mires, Salom, Flórez o el mismo Mosquera, no tienen suficiente asidero material, considerando que por lo regular en los encuentros con estos líderes republicanos los indígenas que acompañaban a los realistas terminaban huyendo para salvar sus vidas. Concretamente, y si se observan desapasionadamente los hechos narrados por algunos historiadores creadores de mitos, Agualongo siempre terminó por escapar irremediablemente derrotado.

Las mismas reseñas de admiradores y defensores de Agualongo muestran sus dudosas capacidades como estratega militar pues —reiteramos— en la mayor parte de los enfrentamientos terminó estrepitosamente derrotado y retirándose a buscar refugio con quienes lograban salvarse de las matanzas. Es decir, siempre fue un perdedor en las batallas o escaramuzas en las que supuestamente participó.

Volvamos a los ejemplos. Para tomar algunos aspectos, lo narrado sobre las escaramuzas que lo hicieron aparecer en la villa de Ibarra ocupada por las fuerzas en las que se movía Agualongo, donde mediante una jugada astuta Bolívar había ordenado una fingida retirada de sus tropas para después entrar de lleno y sorprenderlos a orillas del río Ibarra en una horrible matanza. “… la caballería no les daba tiempo a nada ni a nadie, los que huyeron fueron perseguidos y en el camino quedó un reguero de cadáveres; la desigualdad en las armas, lo inesperado del ataque, la buena caballería de Bolívar, pusieron en estampida los restos de las milicias de Agualongo…” (Guerrero Vinueza).

En febrero de 1824, Salom y Flores ocuparon a Pasto mientras los derrotados de Agualongo y este mismo se refugiaban en el convento de la Concepción, de donde lograron escapar con la ayuda del vicario Aurelio Rosero. Volvió a ser derrotado por las tropas de José María Córdoba y José María Obando en Berruecos y en Chachagüí, las fuerzas restantes de Agualongo fueron sorprendidas por Juan José Flores tomándoles prisioneros y fusilándolos en la plaza mayor de Pasto y la última derrota fue en la costa, que lo llevaría finalmente a ser capturado en una celada tendida por Obando. Tantos tropiezos, no dejan demasiado claro los conocimientos y capacidades como estratega de Agualongo, ni muchos menos su trayectoria como un gran militar. Pintadas las cosas así, reiteramos, prácticamente fue un “héroe perdedor”.

Las designaciones como primer y segundo jefe de Pasto son imposiciones de algunos historiadores o historiógrafos que desconocen el mando de Estanislao Merchancano, nombrado en 1822 por el propio coronel Benito Boves, quien durante la revuelta que encabezó contra los republicanos destituyó al coronel Ramón Zambrano, designado por Bolívar después de la capitulación. Al escapar el militar español, Merchancano asumió como dictador con el respaldo de indígenas y campesinos, pero con el absoluto rechazo de la clase pudiente, la esencia de la nobleza española de Pasto, realistas de pura sangre que preferían antes que una república, defender sus intereses, propiedades y títulos obtenidos bajo el gobierno monárquico. Esa misma realeza que sin duda nunca iba a permitir que un indio o mestizo como Agualongo, tuviera un mando militar ni mucho menos grados o rangos reservados exclusivamente para españoles o españoles americanos, criollos de clase alta.

 De fanático realista a fanático republicano

En nuestra nueva obra que sale a circulación en el transcurso de diciembre de 2018, nos parece importante anticipar apartes interesantes relacionados con otro personaje controvertido como el obispo de Popayán y de Pasto, Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla, quien pese a la reciedumbre de su carácter demostró ser hábil y astuto no solo como religioso sino como político al extremo de no dudar de un recalcitrante realismo a un ferviente republicanismo. Y veamos por qué en esta breve anotación.

Aunque la justificación del acuerdo de Berruecos era evitarle a Pasto Nación Española más mortandad y destrucción, ante la posibilidad de quedar atenazada entre dos poderosos ejércitos, como lo previó el coronel Basilio García, a este se le cuestionó y calificó de traidor a la monarquía por parte de un gran porcentaje de la población civil, de algunos sectores y en ese mismo orden una situación similar se le presentó al inquisidor obispo Jiménez de Enciso, quien en el transcurso de la guerra de independencia pasó de aplicar excomuniones contra los republicanos para hacerlo contra los realistas, a quienes tanto inflamó con sus vehementes y “sagrados” sermones para que acabaran con quienes encabezados por el “mestizo” Bolívar pretendían apoderarse de lo que Dios le otorgó a su “amado” Rey Fernando por derecho natural de nacimiento.

No cabe la menor duda de que la intervención “fervorosa y casi fanática” de este prelado por la obediencia y fidelidad al monarca español incidió sobremanera en la férrea y cerrada disposición realista del pueblo pastuso. Desde la toma de posesión de su obispado en Popayán el 5 de agosto de 1818, los habitantes de esta ciudad y la provincia comenzaron a sentir los efectos de su riguroso realismo y su fervor partidario por Fernando VII en cuya defensa comenzaría a adelantar un tenaz lucha clerical condenando todo lo que tuviera que ver con los promotores de la independencia de la metrópoli, tarea a la que se plegó la generalidad de obispados y religiosos de América con excepción de los dos únicos prelados que respaldaron a los revolucionarios en su momento que fueron los obispos de Quito, José Cuero y Caycedo (nacido en Cali) y el de Caracas, Narciso Coll y Pratt (español).

Pastusos y payaneses sintieron afianzado su realismo con las prédicas permanentes del obispo Jiménez de Enciso, aunque Pasto no estaba aún en su jurisdicción pues pertenecía la diócesis de Quito, pero que se convirtió en su fortaleza y refugio siempre que Popayán cambiaba de sitiadores, republicanos y monarquistas como producto de la guerra. Por este motivo se sintió más el influjo del radical obispo, que de entrada anunció cómo y cuáles iban a ser sus actuaciones cuando expresó en su primera pastoral que “…me dirijo a manifestaros con sencillez, verdad y franqueza que me es propia las disposiciones con que por mi parte voy a entrar en mi obispado, reducidas ya como pastor de la Iglesia, para trabajar sin intermisión en reponer y fomentar cuanto pertenece a la religión de Jesucristo y ya como ministro del soberano para promover cuanto conduzca al mejor orden civil y político de nuestra diócesis”. Para su labor contó con el apoyo irrestricto e incondicional del presbítero Félix Liñán y Haro, de los tantos curas realistas de “Biblia y espada en mano” como decían algunos historiadores.

Y esa era la figura con la que actuaría Jiménez de Enciso —ministro eclesiástico del rey— como todos los demás prelados en los territorios americanos y sobre el respaldo del Real Patronato. “Un obispo debe ser modelo de fidelidad para con sus soberanos y de tal suerte que él debe estar presto a padecer mil muertes antes que faltar a las obligaciones que tiene contraídas con su Dios y el rey”.

Predicó y practicó. Enfrentó con las “sagradas armas” religiosas a los independentistas que mantenían en zozobra a la provincia y el virreinato en general. Publicó su primera excomunión “contra toda suerte de papeles y libros heréticos revolucionarios…por estar llenos de proposiciones impías, aversivas del culto del verdadero Dios y de toda jerarquía”.

Y el apoyo en defensa de su realismo profundo no era solo de sermón sino material y efectivo como él mismo lo manifestara en una carta enviada a uno de sus sobrinos, contándole los contactos y amistad con el coronel Sebastián de la Calzada, quien comandaba los restos del ejército español derrotado en la batalla de Boyacá y que escapando retornaban hacia Popayán.

“Con el general de la división que es un hijo de Sevilla llamado don Sebastián de la Calzada, tenemos ya una Amistad, la más estrecha, de modo que él no se halla sin mí ni yo sin él y la misma armonía guardo con todos los oficiales del ejército. Para su llegada a ésta les proporcioné a la boca del Páramo de Guanacas 300 vacas, 200 mulas, mil duros, con mil trescientas camisasque se están hacienda para la tropa, alpargatas para toda esta y otras mil frioleras, entre ellas mi altar portátil, lo que no saben qué hacerse conmigo...Con los emigrados estoy ejercitando toda la caridad posible, mi palacio está lleno de ellos. A Dios gracias vivo tranquifo y dando pruebas nada equívocas de mi fidelidad y amor al soberano. Yo no anhelo premio pues el mayor es la satisfacción que de todo esto me resulta y el honor que dejaré en favor de toda mi familia".

Esa misma amistad y correspondencia mantendrá con otros militares españoles como Aymerich, Basilio García y Murgeón, que respaldaron sus actuaciones anti revolucionarias muchas de las que adelantó desde Pasto, en donde estuvo presente de manera continua desde 1819 hasta 1822, cuando por las adulaciones de Bolívar se convirtió en obispo republicano. El obispado de Quito nunca se opuso a las actuaciones de Jiménez de Enciso en la diócesis pastusa cuando era sacado de su sede payanesa.

“…Se va a constituír en un auténtico adalid en Popayán y sobre todo en Pasto, de los defensores del rey. No es raro que escogiera a esta última ciudad como lugar de refugio primeramentepor su fervorosa y nunca desmentida adhesión a la monarquía y, además, porque no tenía más a dónde ir ni a donde dirigir sus miradas. Pasto ganó con Jiménez de Enciso el mejor defensor de la causa real. Y al mejor sostenedor de sus ideales realistas frente a los insurgentes granadinos”.

Jiménez de Enciso lanzó excomuniones contra todo y contra todos aquellos que no aceptaban a Fernando VII, de una manera exagerada, extremadamente parcializada, realista “hasta los tuétanos”, como sostienen algunos de sus biógrafos, muchos escandalizados por su mentalidad y procedimientos propios de su carácter fanático. Ese extremado pensamiento y actuación sorprendió a un visitante inglés en Popayán quien dijo que en momentos en que se produjo una emigración por la presencia de tropas republicanas, se vio al obispo Jiménez de Enciso “con arreos militares, lanza en ristre, listo y pertrechado para entrar en combate contra los insurgentes”. En sus “Memorias”, Manuel José Castrillón testimonio sobre estas actitudes y disposiciones del obispo lo siguiente: “Yo le redactaba nuevas proclamas al capitán patriota D. Antonio Pino, que se publicaban por bando. Pino estableció un espionaje bien arreglado, que día por dia teniamos conocimiento de lo que se hacía y proyectaba en Popayán con el apoyo deI obispo Don Salvador Jiménez de Padilla, que obraba de un modo que no correspondía a su alta dignidad, ni a su ministerio apostólico.

El promulgó una excomunión contra todos los patriotas, ordenó a los sacerdotes que no absolvieran ni en artículo de muerte a ningún insurgente.

EI batallón Calzada llegó a Popayán de noche, y en poco üempo se puso en estado de abrir operaciones; pero todo lo sabíamos por medio del espionaje arreglado por Pino. Supimos que había una posada de quinientos hombres bien armados mandada por el mismo Calzada, que les arengó en ese tono bárbaro y brusco de los virreyes españoles, declarando la Guerra a muerte y previniendo que a ningun insurgente se le diera cuartel. Al efecto, como signo inequívoco de la carnicería que proyectaba, hizo sacar por orden del obispo los lutos con que se servía la iglesia de Santo Domingo en los Viernes Santos, y de ellos hicieron banderolas que pusieron no en lanzas, sino en los fusiles de cada uno de los soldados. Después tomó la tribuna el obispo, y con su natural elocuencia habló sobre las prerrogativas del Rey, entusiasmó a los soldados para que matasen y arruinasen a cuantos se les presentaren; que solo debían respetar las campanas porque estas pertenecían a la iglesia; diciéndoles que todo esto era mandato del cielo , que todos los insurgentes estaban separados de la comunión de la iglesia, como lo había declarado en el edicto que había mandado a todos los pueblos del norte con el Capitán Rodríguez, comandante de aquella columna que salía a aprehender a los insurgentes del Valle, en compañía del Gobernador Domínguez”.

Agregó Castrillón, escandalizado por lo que presenció y escuchó, que el cura ecónomo de Buenos Aires (Cauca), fray José Tejada, digno y obediente seguidor de Jiménez de Enciso, en sus sermones dominicales “Exhortaba bajo excomunión decretada por el Obispo a esos pobres labriegos y negros de minas, que eran los concurrentes, a que no dieran alojamlento ni el menor auxilio a ningún insurgente, ni agua, ni plátanos, aunque estuvieran agonizantes pues uno en aquel estado debía echarlos fuera de sus casas, prenderlos o denunciarlos a las autoridades y que sino lo hacían como lo mandaba, pecaban mortalmente, quedando ipso facto excomulgados. Que sería una caridad mal entendida el prestar cualquiera clase de servicios a esa gente que no pertenecía al gremio de la Iglesia, porque favorecería aún en el caso extremo de la muerte, atraería sobre sí las maldiciones del cielo. Esto y mucho más dijo ese eclesiástico fanático e ignorante. El mismo Mera, siendo realista, quedó abismado de semejante lenguaje, pronunciado en la cátedra de la verdad y del Espíritu Santo”.

Son testimonios que desnudan el pensamiento y proceder fanático del obispo Jiménez de Enciso en su fidelidad monárquica, su fervoroso seguimiento y entrega a la figura del rey Fernando VII. Con esta mentalidad en octubre de 1819, cuando el general Joaquín París entró con las tropas libertadoras a Popayán, llegó en su primera huida a la ciudad de Pasto donde permanecería hasta abril de 1820. En enero de ese año, esperaba retornar a suelo payanés. Su estancia fue breve porque debió salir otra vez de Popayán junto con tropas que huyeron tras la llegada de los republicanos en junio de 1820, permaneciendo de nuevo en Pasto hasta enero de 1821. “Dice en otra de sus cartas al sobrino antes mencionado que “El infame Bolívar aún nos está dando que hacer y por efectos de un nuevo revés que sufrieron nuestras tropas en Popayán por la impericia del Comandante General Calzada que las mandaba, me he visto obligado a emigrar por segunda vez a esta ciudad de Pasto, en la que he trabajado en lo que no es decible para reanimar el entusiasmo de sus fieles vecinos y obligarles a que nos defendiésemos en el famoso punto de Juanambú, en cuyos parapetos que se han hecho a mi costa he gastado hasta los últimos pesos indispensables para mi subsistencia pero hemos conseguido amedrentar y que este desista de sus proyectos de atacarnos”.

En enero de 1821, el coronel Calzada logra recuperar a Popayán y el obispo realista regresa a sus recintos. En una carta de octubre 13 de ese año ratifica su fanático sentimiento refiriendo un hecho de trascendencia en favor de la fidelidad al rey. “Aquí se ha jurado la Constitución con el mayor regocijo, y yo he sido el primero que he contribuido a ello. Ese día pontifiqué y prediqué tres cuartos de hora sobre su utilidad y necesidad de jurarla, siendo yo el primero que lo hizo, pues estoy convencido de que siendo el voto universal de la Nación y que el Rey lo manda, debemos obedecer ciegamente, y que el que no lo haga es un pícaro pues trata de fomentar una guerra civil, y un derramamiento de sangre que nos atraería la ruina de toda la Nación en la parte libre. En mi Obispado lo he mandado jurar como yo lo he hecho y el que lo repugne en lo más mínimo que me lo traigan preso para castigarlo”.

El obispo Jiménez de Enciso como real ministro eclesiástico no solamente fue un apoyo epistolar sino económico y militar para los ejércitos de su amado rey Fernando. A todos los curas les ordenó inmediato y eficaz apoyo para los ejércitos realistas, advirtiendo que ha llegado la hora de demostrar la fidelidad al soberano y al mismo prelado.

Al mismo Comandante de Armas de Pasto, coronel Ramón Zambrano, le ordenó que “en virtud de las instrucciones que el Gobierno español le ha comunicado se sirva armar toda la gente que pueda, y dos o tres cañones de campaña, con todas las municiones que tenga haciéndolas marchar para esa capital a la mayor posible brevedad. Del mismo modo suplico a V.S. que haga para el adjunto oficial con la velocidad del rayo al señor Presidente de Quito, pues importa para que también nos preste auxilios”.

A los mismos curas de su diócesis, incluyendo la de Pasto, les recuerda las penas y censuras que impone a los insurgentes. “…Por tanto en uso de las facultades que el mismo Dios me ha dado por medio de su Vicario en la tierra, por eso excomulgo con excomunión mayor ipso facto incurrenda a todos aquellos que cooperen, de cualquier modo que sea, o presten auxilios a los traidores para que lleven adelante la revolución; declaro entredicho a todos los pueblos que no se sometan a las legítimas autoridades del Rey nuestro señor y a todos los Eclesiásticos seculares o regulares que estuviesen con ellos, les suspendo el uso de sus licencias, les prohíbo que digan misa y les mando que no den sepultura eclesiástica ni hagan oficios divinos por todos aquellos que muriesen con las armas en la mano peleando contra las tropas reales, cuyas censuras deben extenderse a todos los pueblos, y personas que en esta mi diócesis diesen motivos para incurrir en ellas, o en público o privadamente”.

Durante cuatro años, Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla motivó sobremanera la disposición realista y rebelde de Pasto, en una extensa e intensa labor que no puede ser desconocida por la historia oficial o no oficial por la incidencia que sus actuaciones tuvieron en los acontecimientos del suroccidente de la Nueva Granada. Es por esa misma razón que sorprendió el cambio inesperado de su posición realista a la de republicano, dejando atrás todo lo actuado en favor de la monarquía española. Tanta fue esa influencia que, en el contenido del tratado de Berruecos, la dirigencia pastusa buscó la forma de proteger al obispo realista y a la clase clerical promonarquista, incluyendo una cláusula que los blindara frente a futuras medidas de represión.

Antes de convencerlo para el republicanismo, el libertador Simón Bolívar opinaba de Jiménez de Enciso que “…Sirvió a su rey haciendo atrocidades en Colombia, siendo el criminal autor de toda la sangre que corrió en su momento en Pasto y el Cauca”. Dijo que era un hombre abominable e indigno ministro de una religión de paz y que la humanidad debía proscribirlo, además de ser hipócrita y sin fe”.

Algunos historiadores oficiales opinan que la transformación política de este recalcitrante obispo español se produjo a partir de las cartas que le fueron enviadas por Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, tratando de convencerlo en primer lugar del respeto de la nueva república por la religión católica y segundo, en la importancia de recurrir a la espiritualidad religiosa para acabar de meter en razón a la demás población rebelde de aceptar el nuevo estado, mientras que otros no alineados al oficialismo, más independientes e incluso neutrales, creen que el prelado presentía el declive final del poder monárquico, la desaparición de la Nueva Granada y la consolidación del republicanismo que tanto despreció y combatió. Eso lo hacía pensar en retornar a su natal Málaga, terminar en algún claustro religioso, o en uso de un buen retiro con las riquezas acumuladas en América. No hay que olvidar que de su propio patrimonio financió armas, alimentos y ropas para el ejército español.

El Libertador, desde Popayán le escribió al obispo una misiva cargada de lisonjerías, argumentos políticos y religiosos hábilmente hilvanados.

En este mismo contexto, otros historiadores sostienen que la firma del tratado de Berruecos también incidió en el cambio de actitud del obispo Jiménez de Enciso, considerando que se presentó como mediador entre su feligresía y los vencedores, antes de que estos entraran a Pasto, enviándole anticipadamente una carta a Bolívar con su provisor José María Grueso y su secretario privado Liñán y Haro, en la que no solo ofrecía sus respetos y aceptaba sumisión sino que saliendo del país con su permiso ponía a disposición sus servicios diplomáticos en favor de la república. Esta la sorprendente misiva en la que ya se insinuaba la intención republicana:

Bolívar, sin duda, detectó un debilitamiento religioso y político del recio prelado español, entonces recurriendo a la astucia y a la finura de hábil pluma acabó por doblar el templado realismo de Jiménez de Enciso. El obispo Jiménez de Enciso cedió a las pretensiones del Libertador y reconoció el enorme poder de convencimiento expresado por este en términos tan claros, precisos y contundentes. (Apartes del libro de investigación y recopilación histórica “Agualongo, falsedad histórica”).

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