A 57 años de la muerte de Clarence Williams, un grande de la primera generación del jazz

A 57 años de la muerte de Clarence Williams, un grande de la primera generación del jazz

Un día como hoy de 1965, después de nueve años de haber perdido la vista y algunas facultades mentales como consecuencia de un accidente, murió en Nueva York

Por: Rosa Chamorro
noviembre 06, 2022
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A 57 años de la muerte de Clarence Williams, un grande de la primera generación del jazz

El 6 de noviembre de 1965, después de nueve años y varios meses de haber perdido la vista y atravesar por un creciente deterioro de sus facultades mentales como consecuencia de haber sido atropellado por un auto, murió en Nueva York Clarence Williams, uno de los músicos más importantes de la primera generación del jazz norteamericano.

Se había destacado en múltiples facetas de ese género musical, considerado el que más identifica a la cultura afroamericana; fue cantante, pianista, compositor, director de banda, empresario, productor teatral y musical, propietario de casas disqueras.

Acompañó en sus presentaciones a intérpretes famosos como Bessie Smith, trabajó con el legendario Louis Armstrong y dirigió hace un siglo todas las grabaciones de música negra del sello Okeh. Algunas de sus composiciones más conocidas son Sugar Blues y Royal Garden Blues. El presente artículo se escribe en homenaje a este gran representante de la música negra en el 57° aniversario de su muerte.

De los work songs al jazz: un largo camino hacia la libertad

Cuando escuché en clases de Historia de África, en la voz de la profesora María Camila Díaz la frase “La puerta de no retorno”, me causó una impresión tan fuerte que apenas hoy, varias semanas después, me tomo el tiempo para reflexionar acerca de ella.

La puerta del no retorno está en un puerto frente a Dakar, en la Isla de Gorée[1] donde el cielo parece difuminarse en el mar; hay allí un embarcadero de piedras escarpadas, perteneciente a una casa de habitaciones subterráneas con grilletes empotrados en las paredes, que evocan con insidiosa insistencia el horror de la esclavitud; en cuanto las personas esclavizadas daban un paso para atravesar esta puerta que miraba al Atlántico, la ilusión de retornar al hogar se evaporaba.

En las galeras de los barcos, apretados sus cuerpos con toda la fuerza posible, casi fundidos, las personas esclavizadas se veían obligadas a aceptar, irremisiblemente, ese espacio que los alejaba de la tierra. Ni la niebla que iba apoderándose de la madrugada veían asomar.

No me puedo imaginar el dolor humano, la peligrosa desesperación y la incesante nostalgia y miedo que debieron acompañar los paisajes de la memoria de cada uno de ellos; y los niños, en la oscuridad, tratando de comprender el mundo que se les imponía a lo largo de varias semanas, con cada mañana que se repetía caótica y hostil. ¿Cuántas mujeres, hombres y niños murieron extenuados en esos barcos? Y luego, la pregunta de los sobrevivientes: ¿Cómo vivir con la verdad de la herida?

En otra clase, la profesora Marial Iglesias hacía la siguiente reflexión: ¿por qué no hay recuerdos de la travesía?, ¿por qué estos recuerdos no fueron transmitidos de generación a generación?, ¿tanto fue el horror? Quizás se deba a que el olvido es también una forma de sobrevivir.

Dice Herta Muller (2009) en su libro La Trampa, donde, a través del relato de los sobrevivientes, reconstruye lo qué pasó en el horror de Auschwitz​:

La reconstrucción –aunque no tenga lugar por circunstancias externas sino por la propia necesidad de someterse al recuerdo– puede tener consecuencias... Supera la intensidad de los hechos de entonces y no puede agarrarse a sí misma, sino solo al daño que ha quedado. Para la persona que debe recordar es una recaída en su Yo de entonces y de ahora. Pero mientras que los hechos del pasado se encontraban en el plano de la defensiva, el daño hace que la reconstrucción se vuelva ofensiva. Agresiva incluso contra quien se ve obligado a recordar. El recuerdo llega a destrozar a personas que, habiendo visto la muerte de otros, fueron capaces de escapar de ella. (…) Paul Celan, Primo Levi, Jean Améry, Inge Müller... fueron considerados durante cierto tiempo como «personas salvadas». Pero también eran personas destrozadas. Sus vidas terminaron en el suicidio. (p.27)

En la supervivencia se agazapan la memoria y el olvido: la vida es un proceso de ir dejando atrás, desechando o recreando, y reconstruyendo a partir de los escombros. Paradójicamente, recordar está en el corazón del olvido; la vida es un proceso de pérdida de las cosas que no retornan y de presencia de lo que se queda. Cuando hay sufrimientos de gran intensidad, nuestra mente, actuando a manera de protección, activa un mecanismo de defensa que consiste en apartar de nuestra memoria, y por tanto del proceso de recuperación, todos los sucesos traumáticos y todo aquello que encuentre asociado a estos sucesos.

Pero puede suceder todo lo contrario, que un acontecimiento traumático tenga un impacto tan fuerte que se queda fijado en la memoria durante un largo tiempo, sin desaparecer ni atenuar su fuerza.

La tierra y todo lo que significa debió ser algo de lo que no se podía tan fácilmente apartar la mirada interna. Los Igbos[2]  lo sabían, el que se ve obligado a recordar retorna al origen, alguien espera por su regreso, o bien con el paso del tiempo ya no hay nadie. Salvo una pequeña cerilla que se ha quedado encendida en la oscuridad de la memoria, el resto son remanentes. En su interior están los vestigios concretos de nuestro paso a través de la vida, todas nuestras huellas, con sus luces de ficción y de verdad. Y en estos remanentes está la posibilidad de la esperanza, principio también de la supervivencia.

El canto es el reflejo más tangible de ese espacio intermedio entre un lugar y el otro, por eso no hay un desarraigo total, como quien saca un árbol de raíz para trasplantarlo en otro espacio, se lleva la savia de la tierra donde nació primero, por eso encuentra su propia casa en distintos lugares.

Se recuerda, pero musicalmente: en las plantaciones de América cien miradas, cien hombres, cien mujeres salen a la vez, miles, silenciosos y pacientes, al encuentro del ritmo, invocando la llamada de la libertad a través de canciones que transmiten mensajes, codificados algunos para advertir del peligro.

El poder de estas canciones, más que expresar el dolor, son el ritmo y la palabra que no se dan por vencidos ante la opresión esclavista. Así de peligroso es el canto, así de poderoso. Ejemplo de ello son los work songs o los cantos del trabajo en Estados Unidos, que provenían de la tradición africana. El canto sucedía durante las faenas de trabajo, y era sólo posible en colectivo. Ese “lugar común” fue configurando lazos de hermandad y solidaridad; un ensamblaje de voces es parte de la fuerza inicial que invoca aquel ritmo. Está el que pregunta, y los que responden, si alguno de los dos está ausente, no hay canto.

Los work songs sucedían en un tiempo determinado, como, por ejemplo, en las labores de las plantaciones o en los trabajos en las cárceles; mientras daban golpes acompasados con sus herramientas o ejecutaban movimientos repetidos acoplaban sus cantos a sus movimientos corporales, y durante ese tiempo de labor la canción tiene un impacto preciso en el ánimo y en el cuerpo de quienes lo invocan.

Por cada estribillo que se precipita y estalla bajo el cautiverio de la esclavitud, un indicador de la libertad se escucha. Ese deseo de libertad fue una fuerza vital que dio origen a la música negra en general: blues, jazz, soul, gospel…

Uno de los efectos de la música es que suele atemperar el ánimo de las personas y permite vivir haciendo un esfuerzo por tornar más amable la realidad. Como norma general, los seres humanos evitamos el sufrimiento, la vida es absolutamente insoportable cuando se nos impone; estoy convencida de que, a pesar de las circunstancias más desafortunadas, las personas aspiramos a mejorar nuestra condición y alcanzar una vida mejor y más humana.

Las diversas luchas que llevaron a cabo las personas esclavizadas, cimarronaje, escapes individuales, luchas legales, incluso el suicidio, nos demuestran su aspiración a eliminar el estado de sometimiento e indefensión que se les impuso. Así, al escuchar una pieza de jazz, mi consejo es: pensar en su historia, y sentir su pálpito, su ritmo, su intensidad.

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[1] La Puerta del no retorno está a tres kilómetros de la costa de Dakar, Senegal, en una isla llamada Gorée; hay allí un embarcadero rodeado de piedras escarpadas, al que se llega por un túnel desde los calabozos que formaban parte de la antigua Casa de Esclavos, construida inicialmente por los portugueses en 1536 y reformada por holandeses en 1776, paradójicamente el mismo año en el que las colonias inglesas del norte de América proclamaban su independencia de la corona británica; este fue uno de los principales sitios en los que se desarrolló la trata de personas por algo más de tres siglos; allí había calabozos para los hombres que pesaban más de 60 kilos, calabozos para las mujeres, calabozos para las vírgenes, cuyo precio de venta era el más alto, calabozos de castigo a quienes se rebelaban y calabozos para engordar a quienes pesaban menos de 60 kilos. Ver: https://lalineadelhorizonte.com/revista/la-puerta-sin-retorno/

[2] Al igual que muchos de los pueblos originarios africanos, los igbos eran dueños de una acendrada religiosidad, en la que se destacaba su creencia de que había una vida después de la muerte, la misma que los llevaría a tener el suicidio como una de sus formas de liberarse de su pesada condición de esclavizados en tierras americanas, confiados en que esa muerte los llevaría a una mejor vida. Ver: Cáceres, Rina (comp.), Del olvido a la memoria. África en tiempos de la esclavitud, San José de Costa Rica, Oficina General de la UNESCO para Centroamérica,  2008, pp.6-64.

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