40 años de la toma y retoma del Palacio: “vida que no vuelve, justicia que no llega”

La historia de Gloria Anzola de Lanao refleja el dolor de las familias víctimas de la toma del Palacio y su incansable lucha por la verdad, la justicia y la memoria

Por: Juan Francisco Lanao Anzola
noviembre 05, 2025
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40 años de la toma y retoma del Palacio: “vida que no vuelve, justicia que no llega”
Foto: El Espectador

Hablar del mayor atentado a la Rama de la Justicia en Colombia y evaluarlo a la luz de los principios de verdad, justicia y reparación integral resulta un ejercicio complejo e impresionante a la vez. Los componentes de verdad y memoria del trágico evento del Palacio de Justicia describen un episodio donde abundan las maniobras de un Estado que, en lugar de esclarecer, retrocede y pretende borrar las lecciones que dejaron los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985 en Bogotá.

Así, cada vez que pareciera que este capítulo de nuestra historia avanza, no sabemos con certeza si toma el rumbo de la verdad auténtica, de la verdad oficial o si se transforma en un relato mediado por sesgos políticos. Dependemos entonces de la verdad que la historia decida acoger.

Lo advierto desde mi vivencia. Una vivencia que a veces me sometió a la revictimización, otras me sumergió en la incertidumbre, y que al final solo reservó para mi familia y para mí el paliativo que supuso el hallazgo de los restos de mi madre, Gloria Anzola de Lanao, desaparecida durante 34 años. En otras palabras, una experiencia en la que la suerte tuvo más peso que la verdad que siempre extrañamos.

Si de triunfos pudiera hablarse aquí, el mayor ha sido el de una impunidad que ha favorecido a los implicados, artífices estratégicos de la manipulación. Así ha sido, a despecho de las esperanzas de muchas víctimas que se fueron a la tumba sin acceso a la verdad ni a la reparación. Hay un pacto de silencio que se inmortalizó para proteger a los responsables de una de las más grandes atrocidades contra la humanidad.

Fueron acciones sistemáticas y planeadas, como bien las definió la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La tozudez de un Estado negacionista, amigo de perpetuar la impunidad, ha hecho que la reparación se transforme en una utopía.

Resulta indignante que, cuando se habla de reparación, personas ajenas a los hechos victimizantes prioricen las indemnizaciones económicas y pretendan comparar cifras con el valor de la vida. Duele mucho más cuando se trata de la vida de tu mamá.

Si de costos se tratara, han sido gigantescos los asumidos por el erario en la defensa de la verdad oficial y de los propios perpetradores, que buscaban —y encontraban— su amparo cuando las condenas eran inminentes. Los costos materiales y morales causados por el negacionismo superan con creces lo pagado a un puñado de víctimas y asumido por la administración de impuestos como “ganancias ocasionales”.

Y es que nadie parece haberse ocupado de estimar racionalmente los costos de la lucha de las víctimas por la verdad, enfrentadas a varias instituciones y gobiernos durante estos largos ocho lustros.

Es muy difícil resignarse y sentirse reparado por la vida de una madre. Lo es, entre otras cosas, porque ha sido complejo y doloroso luchar en las altas cortes contra actores violentos patrocinados por el presupuesto público, en su empresa —doblemente criminal— de esconder las evidencias que los condenarán para la posteridad.

De pronto, todo eso, represente una lección para un país que se niega a reconocer que las reparaciones sin verdad ni garantías de no repetición destruyen las bases de la historia misma.

Corremos el riesgo de que esa historia quede escrita por quienes convirtieron en ignominia el eslogan según el cual estaban “defendiendo la democracia”, o por aquellos que, desde los canales oficiales de comunicación, ordenaban desapariciones forzadas bajo la consigna: “Si está el chaleco, no aparezca la manga.”

A pocos les importa el sufrimiento de seres queridos como nuestros abuelos, que se fueron sin haber visto siquiera las migajas de una justicia simbólica. Se marcharon sin gozar del derecho de impartir el último sacramento a los suyos, engañados con la entrega de cadáveres ajenos. Partieron doblegados por las mentiras y los engaños que rompieron a familias enteras.

Es lamentable que Colombia no haya aprendido, en medio del dolor del conflicto armado, que la vida es un regalo, que la vida se honra y que su calidad debe ser tejida por la sociedad entera.

Conmemorar los 40 años de la toma y la retoma del Palacio de Justicia es también rendir homenaje a las víctimas, entre ellas mi madre, Gloria Isabel Anzola de Lanao, quien solo pudo tenerme entre sus brazos un poco más de un año.

Transcurrieron 34 años infinitos hasta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos nos permitió recuperar sus restos, rendirles culto y sepultarlos al lado de los de su madre, que falleció enferma de tanto llorarla.

Bendita su memoria y la de mi abuela, Bibiana Anzola Mora, y la de tantos que apagaron sus vidas sin saber siquiera dónde quedaron los cuerpos de sus hijos.

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