Con ayuda de Dios
Opinión

Con ayuda de Dios

Después de entender el gravísimo problema, no encontré más palabras que: “Confiando en los médicos, y con ayuda de Dios, María se mejora”. ¿Qué Dios? ¿Quién era yo para pedirle?

Por:
marzo 10, 2019
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Pasé muchos días de la infancia en una vereda de Rionegro, Antioquia. Crecí en la ciudad, pero siempre fui muy feliz en el campo. Todavía disfruto inmensamente salir del caos de las ciudades a ver el verde, respirar aire puro, oír el agua correr, ver algún animal libre. He tenido esta hipótesis: si todas las personas pudieran pasar unos días al mes en el campo, se reduciría la violencia en las ciudades. Ingenuo, quizás. Difícil en todo caso, quién sabe cómo sería un programa de esos, una política pública que fomente la salida al campo como mecanismo para reducir la violencia urbana y, de pronto, reducir algunas enfermedades costosas asociadas a los pulmones o las arterias que sufren en las ciudades y en el sedentarismo. Los parques públicos, de alguna manera, son una aproximación a esa hipótesis, pero no es suficiente, mi impresión, por experiencia propia, es que el efecto real se obtendría pasando por lo menos más de un día, pasar la noche y amanecer en el campo es una experiencia muy especial. Una hipótesis no más, en todo caso, que para eso son las columnas.

Volviendo a entonces a Rionegro, estaba la familia Chalarca, campesina. Fredy y Berta las cabezas de familia, y sus hijos Sandra, Maribel y Herman. Herman era mi contemporáneo y mi amigo. Esos días muy felices eran de juego por ahí, de buscar nidos de pájaros, de mucho fútbol con los habitantes de la zona, de mover caballos de un lado a otro y ordeñar vacas. Después de unos días en el campo, intentaba aprender las formas campesinas y dejar de ser el tonto de la ciudad. Evidentemente, no sabía nada de las prácticas elementales que se necesitaban en el campo y Herman, de mi misma edad, era mucho más ágil en todo. En esos días, muy niño, descubrí que me gustaba mucho la leche recién ordeñada, de la ubre al vaso. Para tomar esa leche todas las tardes, a las 5 pm, tenía que ir a la casa de Fredy y Berta para pedir el vaso y llevarla al lugar donde Fredy ordeñaba. Un día, tendría yo ocho años o algo así, al devolverle el vaso a Berta, después de haberlo juagado, le dije, “Berta, mi Dios le pague”.

Me marcó ese momento. Me quedé pensando apenas dije esas palabras y todavía, 25 años después, pienso en ese instante de vez en cuando. Me acuerdo de todo, el lugar exacto, el rostro de Berta, el sabor de la leche, el olor de esa casa que me encantaba. Yo sabía que estaba diciendo algo por primera vez en la vida. Más importante, sabía que no entendía bien qué estaba diciendo, “Mi Dios le pague”, ¿cuál Dios?, ¿cómo le iba a pagar ese Dios a Berta?, ¿qué buscaba al copiar lo que había oído a los Chalarca?, ¿qué pensarían en mi familia si me oían diciendo eso?

 

 

Tenía una relación difícil con la idea de Dios.
En mi colegio la educación religiosa era opcional, e irrelevante,
y en mi familia había diversos puntos de vista

 

 

Tenía una relación difícil con la idea de Dios. En mi colegio la educación religiosa era opcional, e irrelevante, y en mi familia había diversos puntos de vista. Mis papás dejaron que yo desarrollara con bastante mi libertad mis posiciones propias. Mi abuela paterna era, sin duda, la influencia religiosa más importante. Rezaba tres rosarios al día, por la mañana se ofrecía el día a la virgen, -Oh señora mía, oh madre mía, yo me entrego enteramente a vos y en prueba a mi filial afecto os consagro en este día …-, por las noches el ángel de la guarda y siempre una ida a misa diaria. En una semana santa me regaló un libro de un joven que decidía volverse cura y a mi me gustó mucho y eso le dije. Se ilusionó con esa idea, la de un nieto cura.

La decepcioné, vino la adolescencia y su rebeldía. Ya no la volví a acompañar a misa ni rezaba nada con ella. Al comienzo protestó, pero, rápidamente, se dio por vencida. Empecé a estudiar más ideas de la izquierda política y ese análisis resultaba, usualmente, en una crítica cruda de la religión, en especial de la religión católica que veía en Colombia como una estructura promotora de la desigualdad. Alguna vez le dije a la abuela, en acto de esa rebeldía, que volvía a la iglesia con ella el día que el papa fuera una mujer negra y repartieran condones a la salida de la misa. No recuerdo cómo reaccionó.

Los años vendrían con más prudencia. El ateísmo radical de la juventud temprana empezó a pasar por las dudas que surgían. Siente uno cuando tiene 16 años que ya entendió todo. Y, poco a poco, se da cuenta que no, que no sabe casi nada. Estudié matemáticas y biología, con mucha alegría, y empecé a observar que había cosas que sentía y veía que no alcanzaba a explicar con las herramientas que más disfrutaba estudiar, las de la lógica matemática y, sobre todo, las de la teoría de la evolución. Me encontraba también con comportamientos extraños que no correspondían a la expectativa del ateo militante, por ejemplo, cerrando los ojos en algún momento difícil y recordando a mi amigo Alejandro Fandiño que falleció de cáncer cuando teníamos 15 años y que siempre quise mucho. Le pedía ayuda a Alejandro, que mi mente situaba en el cielo.

Empezaba entonces a tener dudas sobre mis certezas. Con el paso de los años leí sobre otras aproximaciones a la idea de “religión”, conocí a algunos budistas, otros hinduistas. Empecé a explorar una práctica que ha sido útil, la meditación. Mediada por el artefacto base y más mundano del capitalismo actual: una aplicación en el celular. La paradoja. Y, ya habiendo fallecido la abuela religiosa, descubrí una obviedad: su meditación era el rosario. Mujer acelerada, irascible a veces, terca, sufría con esos rasgos y, entiendo ahora, durante el rosario al repetir las oraciones encontraba una forma de calmar la mente. Lo hacía, además, de una manera muy bonita porque convocaba a otras personas a que la acompañaran y lograba, así, crear un lazo con algunas de ellas que sería suficientemente fuerte si le daba luego alguna ráfaga de molestia. El rosario como mantra.

Pensé en las ideas de esta columna hace un par de semanas. Había conocido a una mujer, María, que iba a ayudarme en un trabajo. De unos 65 años, me pareció dulce, fuerte, divertida el día que la conocí. Dos días después, recibí un mensaje: “Alejandro, soy el esposo de María. Te cuento que ella está muy grave y antes de que la sedaran me pidió que te enviara este mensaje porque no va a poder llegar a la cita que tenían, está muy apenada”. Una recaída de un cáncer. Me impactó, tan solo unas horas antes había pensado, sin comentar con nadie, en lo impresionante que me resultaba la energía que había sentido en ella. Siguieron unos intercambios con el esposo de María y un día, después de entender mejor el gravísimo problema médico, no encontré más palabras que decirle “Confiando en los médicos, y con ayuda de Dios, María se mejora”. Puse enviar y volví al día ese, en la casa de Berta, cuando le dije que “Dios se lo pague”. ¿Cómo exactamente Dios le iba ayudar a María? ¿Qué Dios? ¿Quién era yo para invocar su ayuda? Preguntas sin respuesta, pero así salió el mensaje, auténtico. La situación parecía estar ya por fuera del campo médico y entrando a otros territorios que no sé bien cuáles son.

Unos días después, me llegó la foto de María, sonriente como el primer día, empezando un camino por fuera del hospital.

@afajardoa

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