La batalla final de Santiago García

La batalla final de Santiago García

El fundador del grupo de teatro La Candelaria lucha para que el Alzeihmer no le arrebate los últimos parlamentos de una vida en la que combinó el humor y la tragedia

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julio 17, 2016
La batalla final de Santiago García
Foto: archivo Milton Díaz El Tiempo

Como todos los días desde hace medio siglo, Santiago García ha entrado al teatro La candelaria que él mismo fundó junto a Patricia Ariza y Francisco Martínez en 1964. Recorre los labios con la lengua,  mastica un chicle imaginario y mirando a los ojos a una joven actriz le pregunta en portugués “Toudo bem?” y ella le responde que sí, que toudo está bem y le toma con dulzura la mano al maestro. La besa con agradecimiento. Mientras él asiente, dice una frase suelta en alemán y se va otra vez a cualquier parte, con su paso fuerte y seguro, al que no le han hecho mella los 86 años como tampoco el Alzheimer que le arrebata la memoria desde el  2011.

Ya no se levanta a las cinco de la mañana a realizar los ejercicios de mnemotecnia que le permitieron recitar de corrido tres capítulos del Quijote y cinco de la Divina Comedia en italiano. Cultivaba la memoria. Ya no hace sentadillas o respira profundamente para no perder el aliento en el escenario. Ya no lee esos libros de astronomía  que le mostraron la ruta de las constelaciones y el universo. La física cuántica ha quedado atrás asi como  las enseñanzas de Peter Brook. Ya no dirige actores, ni se sofoca en  cada estreno, cuando abandonaba su perenne buen humor para sumergirse en el agobio de la duda, en la incertidumbre del fracaso antes de ver la obra en escena.

Los actores lo escuchaban zapatear y literalmente darse contra las paredes porque una frase no se pronunciaba en el tono que había delineado.  Cuando las luces se encendían y las manos estallaban en un aplauso, Santiago García recuperaba su bonhomía y, en un abrazo fraterno, se iba con su tropa de juglares a donde Pepe, la tienda de la carrera segunda con calle catorce en donde montaban su Legión del chisme y desmenuzaban la obra y analizaban qué podían mejorar mientras  la cerveza le  abría el paso al ron y la tertulia derivaba en una rumba sin importar en cual dia de la semana batallaban y si la ciudad, molesta, los recibía  con el ceño fruncido por haber tenido la osadía de beber en un día laboral.

Santiago García no solo dirigía obras sino disfrutaba actuando

Santiago García no solo dirigía obras sino disfrutaba actuando

Santiago vive ahora es por los ojos de Sandra Rincón, la imponente morena que lo cuida como si fuera un niño. Él, socarrón, no pierde oportunidad para tomarle el pelo. Cada vez que ella, taciturna, apoya su cabeza sobre su mano, el padre del teatro moderno en Colombia le pregunta si es que no le pesa mucho “la tusta”. Lo único que no ha cambiado son las siete cuadras por donde desanda su vida desde hace más de ochenta años, cuando su familia se trasladó de Puente Nacional, Santander, a Bogotá, con la esperanza de dejar de seguir siendo provincianos.

Al papá que era militar, y a la madre, una señora de alcurnia santandereana, les molestaba que Santiago tuviera ese apego por los libros, en especial por las sátiras esas que leía de Francisco Quevedo y, sobre todo, que viviera pegado a las faldas de las empleadas domésticas que no paraban de contar historias en donde el diablo y la llorona se disputaban los papeles protagónicos.

Al teatro lo vino a conocer gracias a los curas del Salesiano que se dieron cuenta de sus dotes y lo empezaron a poner en el escenario. Nunca un Hamlet fue tan joven y rubicundo. Promiscuo, se debatía entre el dibujo y las artes escénicas y para convencer a sus papás que lo mejor era que lo enviaran a Europa, escogió la arquitectura. En Venecia entendió que lo suyo no era el diseño y al regresar a Bogotá, ya con Rojas Pinillas en el poder, se encontró con lo que le hacía falta: un maestro capaz de convencerlo de su vocación. Seki Sano fue su sensei en Colombia por unos años, hasta que viaja a Alemania tras los pasos de Bertold Brecht, y entonces se transformó, de buenas a primeras, en uno de los dramaturgos más importantes de Latinoamérica.

A veces, cuando el sopor del olvido  lo deja de oprimir, pinta unos cuadros desgarradores. Lo que se cuece en su interior se hace visible por obra y gracia de su pintura. Antes, cuando regresó por segunda vez de Europa decidido a fundar un teatro propio para volver realidad las puestas en escena que le rondaban la cabeza, no necesitaba de la pintura. Ahora, cuando ha vuelto a ser un niño, Santiago regresó a ésta.  Nunca creyó que podía ser un buen pintor, en realidad nunca le importó nada.

Nunca le importó que Eugenio Barba, el mítico director italiano creador del teatro Odín, haya dicho, después de ver su puesta en escena de Guadalupe años sin cuenta, que él era la reencarnación de Brecht. Ni que su obra, El paso, haya celebrado un cuarto de siglo en temporada, ni mucho menos que haya sido el formador de los mejores actores de este país entre los que se cuentan a Enrique Carriazo, Álvaro Rodríguez, Alina Lozano, Gustavo Angarita, Vicky Hernández, Alfonso Ortíz, Inés Pietro o Nohora Ayala. Siempre fue el mismo hiperkinético que, ahogado por la desesperación del atardecer del domingo, se iba con un parche de amigos al cine para burlar lo que él llamaba “La hora suicida”, el que, en plena época de aniquilación de la UP, cuando las fuerzas oscuras del gobierno amenazaban con apagar su vida y la de su esposa Patricia Ariza y tenían que vivir con escoltas y ya no podían ir a tertuliar ni a donde Pepe, ni a La sultana,  organizaba entonces entre sus cómplices maratones de cocina itinerante, en donde cada quien tenía que preparar un plato exótico, aunque nadie pudiera superar los simples spagettis con mantequilla que el maestro sazonaba.

Nada de esto queda hoy. Resistió con estoicismo los primeros coletazos de la enfermedad. En abril del 2012, cuando ya estaba afectado con la peste del olvido, realizó su última actuación en vivo. La Unesco le había otorgado el título de Embajador Mundial y para celebrar la distinción volvieron a montar Guadalupe años cincuenta. La nemotecnia practicada desde su juventud y su genialidad, le sirvieron de base para burlar por un momento el Alzheimer. Después del homenaje le hicieron una fiesta en un salón colmado  de flores, al verlas, García murmuró, como el viejo sabio que es, “Muchas gracias por haber traído flores, porque son lo que más rápido se mueren”.

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