Como los estudiantes, a los que veo rodando por el piso en su descanso o en su tiempo de estudio, acuclillados bajo luces de pobreza y desamparo, también veo a los trabajadores, los observo haciendo grandes intentos para entregar lo mejor de su esfuerzo con poco o inexistente reconocimiento. Para ellos, al igual que para los primeros, el apoyo que se ofrece es mínimo, mientras el claustro divaga por sendas en donde el oportunismo campea, el cotilleo rodea y como en una corraleja la feria de los ungidos lucha indefinidamente, por ellos o en cuerpo ajeno, para así seguir dándole la vuelta al ruedo.
Los trabajadores, incansables, los de siempre, que por años y años permanecen estáticos, ocupando el mismo cargo, autoformados porque para el estamento su superación no es un una política que se aplique en el verdadero sentido de la palabra, porque ven sus anhelos de ascenso truncados mientras los puestos que por antigüedad y calidad deberían ocupar son llenados con personas nuevas, que solo Dios sabe qué tanto mérito diferenciador poseen, pero lo que sí inferirse puede es que son cercanos al poder.
Luchadores olvidados, con alto sentido de pertenencia, obligados por las circunstancias laborales a ser sujetos inmóviles, ejercen sus cargos con la esperanza de que algún día el tiempo cambie. Esperan la misiva que los proyecte, pero ésta nunca llega, aguardan que su valoración productiva sea factor que prime a la hora de alcanzar sus metas, pero son seres casi invisibles para quienes gobiernan.
Sueños frustrados caminan de la mano de los trabajadores, quienes con paciencia cada día ven alejarse sus posibilidades de tener un mejor futuro laboral, observan los movimientos y a veces confían que un milagro cambie el rumbo de las cosas, que no tengan que pedir favores, ni agradecer ofrendas y que por derecho les sean concedidas las reivindicaciones de tanto tiempo pedidas.
