Los días tristes de Harry Sasson

Los días tristes de Harry Sasson

Nada le gusta más que ver a sus comensales disfrutar y durante 25 años ganó todas las batallas a las que se enfrentó menos la crisis mayor, la de la pandemia

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junio 30, 2020
Los días tristes de Harry Sasson

Tenía 16 años cuando ya tenía una vocación tan grande que no quería hacer otra cosa que cocinar. En la casa donde nació, en la calle 84 con calle 13 viendo a sus abuelos sefarditas venidos de Siria hacer sus pantangruélicos banquetes, Harry sólo quería cocinar. En esa época, mediados de los años ochenta, hacía noveno grado en el Angloamericano. Sin embargo tuvo el coraje de decir que estudiaba hasta ahí. En ese momento supo que la única escuela donde se enseñaba cocina era el Sena. Su mamá, la barranquillera Diana Thira y su papá, el comerciante vallecaucano Nessim, trataban de asimilar el golpe, por la carrera que había escogido y por el lugar para estudiarla. Nunca es fácil lidiar con un adolescente con una vocación tan marcada. Pero era un genio y se impuso el talento.

Don Nessim no quería eso. Se opuso pero la voluntad de Harry se impuso y  a los 17 años se inscribió en el Sena. Una amiga de su familia, Ettica Rossembaun, quien escribía para El Tiempo la único columna gastronómica de la época,  le sirvió de contacto con quien era el chef del Hotel Hilton André Sabouret para entrenarse allá.  El aprendizaje del Sena completado con la práctica del Hilton fueron la base para que Harry Sasson se abriera camino como  chef en una época en que no ser cocinero no daba caché.

Al lado de Andre Sabouret en el Hilton, Sasson descubrió lo duro que era ser chef. Madrugar, hacer los mejores desayunos, aprender la disciplina de dominar un oficio tan complejo como es el de complacer los paladares más refinados. Bogotá le quedó chiquito y, a los 22 años, viajó a Vancouver, en compañía de un amigo fundaron un restaurante en Canadá y allá se hubiera quedado si su hermano Samuel no lo hubiera visitado en 1996. Se le revolvió la saudade, la añoranza por la tierra. Sus tios, su papá también lo extrañaban así que Harry, con plata de la familia, abre en 1998 su primer restaurante en la zona rosa. Y empezó la leyenda. Fue la primera vez que un restaurante colombiano con un toque oriental impactaba a los críticos más exigentes.

Veinte años después Harry Sasson llegó a hacer platos tan ricos como sus morcillas únicas, debilidad de los más exigentes de Colombia, o sus copitas de ajiaco, que abren las cenas de sus clientes más devotos, los mismos que hoy lloran la peor noticia que podrían recibir: dos de sus más queridos restaurantes, el Club Colombia, quien estaba a cargo del chef peruano José del Castillo y el Harry’s Bar, cierran. La pandemia con su inatajable crisis económica le pasaron la factura. Intentó aguantar pero después de tres meses y un horizontes oscuro, se le desmoronó en las manos dos de sus exitosos proyectos culinarios. La primera embestida de la crisis se llevó a Balzac, su propuesta de bistro francés clásico.

El Club Colombia fue una apuesta innovadora: quiso rescatar las recetas tradicionales populares del pais para reunir a los colombianos de todas las regiones, con sus familias en los fines de semana, a matar nostalgia con los sabores de la tierra. . Abierto en el 2005 en un caserón bogotano construido por la familia Mallarino en la amplitud de sus 350 metros cuadrados y los jardines delitó comensales de todo el pais asi como los internacionales curiosos por descubrir el sabor de la comida criolla. Platos como habitas salteadas con cilantro, plátanos maduro con canela, mazorca desgranada con queso de cabra y ají criollo, palmitos del Putumayo, la posta negra de Cartagena, arepa de huevo y queso Paipa servido como provoletta.

Harry Sasson construyó un emporio gastronómico que lo colocó e entre las 50 mejores cocinas de Latinoamérica ocupando el lugar 23 en el 2019, pero además hizo de sus restaurantes un lugar de encuentro inolvidable para los comensales.

Su fama y su éxito no lo llevaron a ceder nunca en su disciplina de levantarse a las ocho de la mañana y le daba parejo hasta las cinco de la tarde, hora en la que por fin podía almorzar. Tenía tanta disciplina que, a punta de ejercicio, logró bajar 12 kilos y controlar las venas várices que heredó de sus antepasados Sefardíes de Siria. Siempre daba la vuelta por los cinco restaurantes que tenía. No se fatigaba, usaba unas botas Thimberland de tacón especial que habían fabricado sólo para ayudar a chef que duraban horas de pie durante todo un día. Por ese ajetreo sus venas várices muchas veces le dieron sustos.

Ahora resistirá todo lo que pueda para mantener el restaurante en  casa estilo Tudor donde son famosos platos tan sofisticados como los langostinos al wok con marañones, la pasta medialunas rellenas de palmitos, ricota y trufas, el ossobuco de ternera a la milanesa con puré al pesto, el magret de pato con cilantro y las gyozas. Mezclas culinarias que sus cientos de comensales esperan pronto volver a disfrutar y el cocinero mayor volver a levantarse. Por el momento y no puede esconderlo: Harry está triste.

 

 

 

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