Si bien es cierto que existen decenas de olores, sabores, colores y sonidos que extraño con demasía en esta época, por no vivir en Colombia, me resulta pertinente dejar en claro qué no extraño de mi país, cada vez que un nuevo 31 de diciembre está a la vuelta del calendario. Por eso, en esta oportunidad, les vengo a comentar acerca de algunas situaciones que ocurren cada vez que el almanaque nos indica que un año llegó a su final en Colombia, y que no existen en otros lugares del mundo.
Para empezar es importante ubicarnos en contexto. Colombia, como bien sabemos, es uno de los países más violentos del mundo. Por esa razón, cuando hay alcohol y reuniones sociales de por medio, los actos irracionales de mis paisanos no se hacen esperar. No recuerdo un solo primero de enero en el que, con la llegada del primer boletín de noticias, no aparecieran entre los titulares de las mismas la mala nueva de que un par de familiares se mataron a balazos o que un vecino terminó con la vida del otro a puñaladas. A lo largo y ancho de mi país, cada noche de fin de año, mueren como consecuencia de actos violentos cientos de colombianos que, por culpa de haber nacido en una nación que lleva siglos en guerra, deciden solucionar los problemas a machetazos y no haciendo uso del dialogo. Esto, claramente, es algo que no ocurre en otros países; solamente en uno tan manchado de sangre, como el nuestro, está tan naturalizada la violencia.
El uso de la pólvora que, más allá de que últimamente no es tan frecuente ni tan criminal como hace apenas una década, sigue causando dolores de cabeza en miles de colombianos. A mis paisanos todavía les parece una maravilla ver cómo sus familiares pierden un dedo, una mano, una oreja, un ojo, una pierna o sus genitales, por culpa de una explosión que ellos mismos ocasionaron. Tradiciones estúpidas como las de quemar un “año viejo” –aquel muñeco horrendo relleno de trapos sucios y pólvora, que hacen explotar algunos colombianos el 31 de diciembre- han causado cientos de muertes en la historia reciente de Colombia, porque, como es obvio, un muchachito de 10 años no es experto en el manejo de la pirotecnia. Esa falta de conciencia, obviamente, no existe en países donde la educación es mejor, pues los padres de los menores no van a ser tan inocentes de permitir que las pequeñas manos de sus hijos se acerquen a un lugar donde hay kilogramos de pólvora sin explotar.
Los accidentes de tránsito que frecuentemente se dan por estas fechas, porque los colombianos creen que conforme más alcohol tomen mejor conducen, son otra cosa que no extraño en este momento. No me interesa ver escenas de horror en Cali o Barranquilla, como consecuencia de que un idiota encendió su vehículo para ir a conseguir trago a las 5 de la mañana, dejando como saldo final la muerte de una familia completa que se atravesó en su camino.
Cuestiones como estas, sumadas a otras como los atracos, fleteos y estafas, son las que hacen que los colombianos que vivimos en el exterior no extrañemos mucho a nuestra patria un 31 de diciembre. La comida, la música, la familia, los amigos y la propia tierra, por sí solos, nos hacen llorar por culpa de la ausencia, pero recordar que todo esto ocurre en el caos que se llama Colombia, en cierta medida, nos hace pensar que afuera estamos al menos más tranquilos. Ojalá algún día los colombianos puedan entender que estos actos, sin lugar a dudas, no son comunes sino que para una sociedad enferma como la nuestra, cada vez hay menos cosas fuera de lo común.
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