Es cierto que todos anhelamos la paz, pero para ello la rehumanización a nivel individual como colectiva no solo es necesaria, sino imperativa y de redención. De manera que en la búsqueda del estadio máximo de la paz se debe primero superar como oro exquisito los hornos del rencor, de la venganza y especialmente del miedo. Sin duda, una armonía verdadera representa la consecuencia directa de una franca reconciliación, de ver al otro con otros ojos, de aceptarlo, respetarlo, comprenderlo, sufrir en su dignidad y cada vez que sea posible, elevarla para que ésta nunca mas desfallezca.
Así que estoy de acuerdo en este punto con Ingrid Betancourt, porque de eso justamente se trata, de aterrizar de una vez a esa inexorable (aunque cada vez más lejana) conexión humana que solamente la paz brinda. No hay de otra. No obstante, a sabiendas de que esta es la fórmula más eficaz, llorar juntos aún nos cuesta, dado que todavía nos hemos podido aprender a perdonarnos mutuamente, a dejar el lastre de victimario y víctimas, a ser completamente honestos, tanto en palabras como acciones, aun cuando pesen en Ingrid Betancourt incontables errores humanos previos al cautiverio e ingratitudes posteriores con quien fue su pareja y con el Estado, por los perjuicios sufridos tras su cause célèbre.
Lo que sucedió, sucedió, empero, no se puede dejar de reflexionar objetivamente todo el contexto de las circunstancias ocurridas y empañarlas de un tirón pues resultaría muy mezquino censurar su sufrimiento, más si nunca se ha sufrido privación de la libertad. Sin embargo, esos relevantes hechos también representan una razón para que Ingrid Betancourt siga convirtiéndose en agente puro de conversión en pleno ejercicio de verdades liberadoras, ya no más como prisionera, especialmente hoy que el país padece de un ambiente social y político tan polarizado y extremista. De modo que la confluencia de ambas partes en el más reciente encuentro de Comisión de la Verdad fue un gran paso. Sin embargo, todavía bastante endeble a justas decisiones pacíficas de sanación, ya que la zozobra de todos los que sufrieron, los que nunca volvieron y los que permanecen cautivos continúa siendo atroz en el corazón de muchos colombianos que creemos que la violencia jamás resolverá nada, puesto que optar por la guerra es seguir abrigando negocios macabros de inmenso dolor y odio.
El cambio iniciará, sí y solo sí, cuando haya liberación espiritual, física y perdón, cuando se pueda ver al otro sin perfidia ni animadversión. Como consecuencia, la responsabilidad del cambio, incumbe a las víctimas como a sus captores, pero también a la sociedad en general, la cual, urge por sanarse, urge restablecerse por completo, pero que a la fecha no lo ha podido lograr. Por tanto, llorar juntos aún nos cuesta, porque mientras de ambos frentes, solamente los mismos sean los que lloren, la paz seguirá siendo un asunto de protocolo postergable.
