En este ámbito no existe, ni existirá, posibilidad alguna de admitir un error, un sesgo, una retroalimentación o un complemento. Una muestra de ello son los acalorados debates en los cuales participan los candidatos en vísperas electorales, lo que se supone un ejercicio ordenado y respetuoso de intercambio y argumentación de proyectos, es un continuo quehacer persuasivo a través del cual se acepta mi verdad como única y absoluta o, se persiste en el error.
En el ejercicio político nunca está todo dicho y como reza la popular frase: "La política es el arte de hacer alianzas", refiriendo la siempre necesaria tarea de unir fuerzas a fin de alcanzar un objetivo común. Para todo candidato, independientemente de la ideología que profese o las banderas que enarbole, su objetivo común siempre será la adquisición de poder; muy probablemente, enemigos declarados, contradictores políticos o partidarios de ideologías divergentes se amangualarán a fin de obtener lo único a lo que un político siempre le será fiel: el poder. Así bien, para los aspirantes a un cargo público de elección popular el fin justifica los medios. La lucha para llegar al Estado es la lucha para detentar, a través del acto democrático, la mayor cantidad de poder a que el burócrata pueda acceder, y nuestra tarea como ciudadanos radica en elegir, cada cierta cantidad de tiempo, la mano que regirá nuestros destinos.
Para estos fines los discursos políticos simplifican la realidad con el objetivo de engendrar en los idearios populares intolerancia hacia lo divergente, hacia lo diferente y lo opuesto; los maniqueísmos y las simplificaciones que suelen utilizarse comúnmente, izquierda, derecha, fascismo, ultraderecha, ultraizquierda, etc. Cumplen con la tarea de generar temor, de nublar la racionalidad de la gente, de llevar la contienda al ámbito de las pasiones, así como un hincha apoya a su equipo, un ciudadano a su partido; aquí no hay cabida para el análisis, no hay espacio para el respeto o la empatía, contraste bien interesante a la hora de analizar los escasos principios que esbozan los políticos; la codicia y el afán de poder de la clase dirigente se asientan sobre nuestros odios y fanatismos. Este miedo exacerbado que infunden dichas reducciones de la realidad se utilizan para generar un motor más eficaz en el quehacer político que la ilusión de una promesa: el miedo a un futuro desastroso, miedo que fácilmente se expresa en aversión electoral.
Es por ello que los candidatos buscan representar el papel de mesías y sus espectadores pueden caer enceguecidos por las encuestas, las acusaciones mutuas, las peleas, las promesas, las alianzas, las rupturas, las traiciones, los escándalos, los mares de basura publicitaria y los océanos de promesas. Y luego de todo ello en nuestras mentes persiste la peste del odio. Odio que se esparce en dirección hacia aquel que pervierta nuestra creencia política, hacia el colega, el familiar, hacia nosotros mismo por la impotencia de no poder convencer a los equivocados. Odios dispuestos a perpetrar las maneras vulgares y mediocres de la política. Mientras algunos disfrutan las mieles del poder, otros atacan fervientemente a sus iguales. Como gladiadores en busca de victoria aun no hemos levantado la mirada en dirección a los perniciosos ojos que disfrutan el deplorable espectáculo.
