El día a día en La Parada, donde paran los venezolanos que llegan a Colombia

El día a día en La Parada, donde paran los venezolanos que llegan a Colombia

"El comercio en La Parada se despierta antes de las 5:00 a.m., el amanecer le indica a los vendedores que la jornada laboral está a punto de iniciar"

Por: Angélica Rojas Cárdenas
agosto 08, 2017
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El día a día en La Parada, donde paran los venezolanos que llegan a Colombia
Foto: Portafolio

La Parada es uno de los corregimientos colombianos fronterizos con Venezuela, por esta ubicación, su población se dedica al comercio, pero son décadas en que el abandono del estado colombiano empujó a esta comunidad a depender del contrabando y a pesar del cierre fronterizo con Venezuela los cucuteños le han sacado provecho a este corregimiento.

El comercio despierta antes del tic tac de las 5 a.m.

El soplo del viento acaricia la nubosidad del amanecer en medio de los pasos de centenares de venezolanos que recorren a las 5:00 a.m. el trayecto de esperanza en que se convirtió el Puente Internacional Simón Bolívar.

A esa hora la Policía y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) de Venezuela, permiten el paso a los venezolanos y colombianos que cruzan la frontera en los dos sentidos

A dos metros del puente está La Parada, un corregimiento de Villa del Rosario que suspira y vive la agonía de pertenecer a la puerta fronteriza entre Colombia y Venezuela.

Sus calles son adornadas por vendedores ambulantes y comerciantes que buscan sobrevivir al cierre fronterizo de agosto de 2015.

Estas calles les calman la sed a los niños que prefieren cargar bultos y maletas en vez de un lápiz y un  cuaderno, ya que ganan billetes y no una calificación, a los desempleados que sobreviven a la falta de oportunidades laborales y a los venezolanos que huyen de su país.

Los bultos del comercio en La Parada

El comercio en La Parada se despierta antes de las 5:00 a.m., el amanecer le indica a los vendedores que la jornada laboral está a punto de iniciar.

El tic tac del reloj marca las 4:30 a.m. y las puertas de las 77 casas de cambio empiezan a abrirse, el 0 de  las maquinas contadoras de billetes ya está encendido y las filas de monedas hacen desfile en las ventanas de vidrio.

Los empleados de las casas de cambio cuentan los primeros fajos de bolívares que pasan rápidamente uno detrás de otro entre los dedos de las manos que conservan el olor a billetes.

El click de la calculadora marca la conversión a pesos y las billeteras no son suficientes para guardar los bolívares, ahora son los bolsos los que resisten el peso de cargar a cuesta la deserción de esta moneda.

Al final del cambio, los 300 billetes que el venezolano entregó son devueltos en dos billetes de 50 mil pesos.

Aunque La Parada pertenece a la zona limítrofe de Colombia, la moneda que impera en el bolsillo y cajones de los comerciantes es el bolívar, que años atrás dejó ganancias, hoy sólo dolor de cabeza.

2 mil bolívares pagan los venezolanos que ocupan en cinco minutos los 40 asientos de los buses que se estacionan a dos metros de la Dian, mientras que el humo de los calentadores de pasteles atrapa el olfato de los vendedores ambulantes que llegan con sus carretas a marcar el territorio de la calle.

Los triciclos de 30 vendedores de pasteles hacen una caravana en los andenes de la autopista, la exhibición de las papas, empanadas y chorizos hacen parte del menú mañanero de la dieta en la frontera.

En horas de la tarde cambia, las salchipapas y pollo frito de 2 mil pesos son el platillo favorito en esta zona.

Al otro lado de la vía están las ventas de verduras. Hombres y mujeres con sus manos y uñas negras por la tierra de las papas no necesitan de perifoneo para sacudir las calles, los gritos son suficientes para atraer a los clientes.

Jefferson Flórez, venezolano de 30 años, dejó de utilizar su voz para la música y ahora grita a todo pulmón para vender los cuatro bultos de papa diarios con los que gana 15 mil pesos.

“El 80% de vendedores de La Parada son venezolanos”, asegura José Acevedo, inspector de policía.

45 carretas de verduras hacen estación en el sendero de la calle y todas ofrecen lo mismo, papa, cebolla tomate y zanahoria.

Los que se asoman hasta las carretas, manosean la textura de la verdura y con el olfato aseguran la calidad de estos, pero la atracción final es la ganga de 5 kilos de papá por 2 mil pesos.

En medio del agobiante calor, unos gritan ¡Pan andino!, el delicioso y esponjoso pan amarillo que ofrecen los venezolanos.

Las ruedas de pasta de las carretillas chirrean sobre el pavimento que conduce al puente.

De la frente de los carretilleros caen gotas de sudor mientras que las manos ampolladas empujan las carretillas cargadas de maletas y bolsas de mercado arrastradas hasta la mitad del puente por 3 mil pesos.

Del otro lado de las carretillas viene Leidy Montenegro, aunque sus piernas frágiles no se muevan, con sus manos delgadas empuja la silla de ruedas en la que quedó postrada desde los dos años.

Debajo de sus vestidos guarda las botellas de licor que trae de San Antonio del Táchira con las que bachaquea para llevar dinero a su casa.

Así como Leidy, centenares de venezolanos bachaquean la carne y el pan que traen desde Venezuela y seducen a los cucuteños con su bajo precio. En las puertas de las casas se asoman los gritos de los venezolanos que ofrecen fresas, bananos y aguacate. Cada cinco minutos llega un vendedor diferente a las casas, pero con el mismo fin, vender para sobrevivir.

El género, nacionalidad, o edad, no mide la fuerza del trabajo en la calle, la necesidad es suficiente para soportar las inclementes horas al sol y las agitadas caminatas.

Lo prohibido a la vista de todos

Una silla y una manguera son suficientes para indicar que está disponible la venta de gasolina, detrás de los árboles se esconden las pimpinas y galones que son sacadas cuando suena la bocina de los carros que tanquean a la vista de todos.

En medio del viento que sopla las calurosas horas de la tarde, los maneros esperan pacientemente y aletean sus manos en señal de que hay venta y compra de pesos para los venezolanos que caminan la autopista en medio del impregnante humo a chorizo.

Los maneros son los cambistas que tenían sus puestos en los andenes de la Autopista Internacional Simón Bolívar y desde allì ofrecen el cambio de bolívares a pesos, pero las cosas han cambiado, ahora son los mismos venezolanos los que traen sus bolívares y esperan pacientemente en las esquinas de cambio para ofrecerlos a un precio mejor que las casas de cambio.

Allí, hay  espacio para todos,  hasta para la mancha amarilla de 40 taxis que compiten con los buses y busetas de corta distancia por el servicio de transporte a Cúcuta.

Esos mismos taxis preferían no prestar el servicio de transporte después de las 9:00 p.m. cuando alguien quería dirigirse a La Parada, menospreciaban este sector, catalogándolo de peligroso.

Ahora son estos taxis los que se pelean un turno de trabajo a orillas de la Autopista Internacional Simón Bolívar porque saben que a las calles de La Parada se le puede sacar provecho.

Otros venezolanos realizan sus compras en alguno de los 100 locales de La Parada.

Mientras cae el atardecer, la soledad se asoma por el local El Guajiro, el polvo hace de las suyas en sus stands que cargan arroz, azúcar, aceite y útiles de aseo, sus cajones guardan los bolívares y facturas, y en sus rincones se escucha historias de venezolanos defraudados por la situación de su país, buscando refugio en las agonizantes calles de La Parada.

Al fondo del puente suena el silbato de los policías que aceleran el paso de los venezolanos que retornan a san Antonio, otros se apresuran en las trochas para el transporte de contrabando.

Álvaro Angarita sacó de su bolsillo 100 mil pesos y tomó el riesgo de pisar la maleza de las trochas mientras pasaba la moto honda que había dejado hace dos años en San Antonio, al final  la plata cayó en los bolsillos de los guardianes de estas trochas que silencian los pasos del contrabando.

A las 7:00 p.m. se cierra el paso por el puente, pero a esa hora las aguas del río Táchira se despiertan para abrir el trayecto por las trochas que esconden los secretos de agonía de los que se sienten perdidos en la zona de frontera.

 

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