De La Habana viene un barco cargado de… fantasmas
Opinión

De La Habana viene un barco cargado de… fantasmas

Por:
septiembre 26, 2014
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El hombre se llama Luis, vende carne en chuzos en una esquina que media entre un Banco con nombre de vivienda y un almacén tradicional que es el orgullo de la moda en Sincelejo, aquí en las Sabanas del Caribe de nuestras entrañas expuestas al sol y a los vientos.

Por supuesto que Luis vive en un barrio excluido de las comodidades del bienestar prometido; debe alimentar a cinco hijos, una esposa y los frecuentes familiares de visita que llegan de los Montes de María a consultas médicas o a visitar enfermos.

Por supuesto que Luis compra las siete (7) libras de carne (de la barata o de la cara de la vaca) que desmenuza en trocitos para ensartar en los pinchos de madera y los 15 bollos (envueltos de maíz), con plata que consigue en paga diario con intereses exorbitantes y con cobrador motorizado amenazante que acude a la cita de cobro con una puntualidad de muerte.

Le pregunto por su regreso a la tierrita —se sonríe melancólico y responde— eso se perdió profe… Para que pelear por lo que ya no es de uno”. Sus brazos que antes labraban pan coger y cosechaban ñames milagrosos y aguacates mágicos; ahora deben lidiar con carbones abrazantes, parrillas retorcidas en un improvisado “anafe” artesanal, una carne de res de dudosa procedencia higiénica y entre humos como un hechicero urbano; para saciar el hambre de transeúntes esmirriados en sus bolsillos y con sus almas en pena, para por escasos mil doscientos pesos, llevarse un bocado de bollo con carne asada y espantar los fantasmas de la soledad y el olvido.

Le pregunto por los años del tropel en los Montes de María y se remonta a los noventa del siglo pasado y parte de los primeros años de este siglo; frunce el ceño, traga saliva y espanta el humo como si espantara sus fantasmas voladores: “eso era como morir todas las noches y resucitar a cada mañana, profe, era un grito de victoria en medio de una guerra sin sentido, un eterno contarse entre vecinos para saber quiénes seguíamos vivos y quiénes ya no estaban con nosotros”.

Le pregunto por qué escogió a Sincelejo como destino de la prolongación de su tragedia y responde: aquí nos parecemos más a lo que éramos allá en los Montes de María, seguimos siendo campesinos de labranza aunque nos ganemos el pan del día como moto taxista o de vendedor ambulante como ahora lo estoy haciendo”. Ya lo sabía: en Sincelejo vivimos campesinos expatriados de nuestra propia heredad rural por culpa de un modelo perverso que desprecia a quien produce la comida fresca y sana.

Pienso que Luis a pesar de vivir en esta urbe media del Caribe, sigue con un pie imaginario en medio de la fiereza montemariana y se aferra a los pocos hilos que siguen tensándose cada vez que se levanta y en vez de niebla y montañas, contempla cartones, hojalatas y conexiones fraudulentas de servicios públicos, como en un paisaje de cine apocalíptico del fin de la tierra.

Pienso que Luis no conoce ni tiene quien lo lleve de la mano a las oficinas de restitución de tierras o a la Defensoría del Pueblo, no va a foros de víctimas, no se entera por la prensa de cualquier medio sobre lo que está ocurriendo en una isla del Caribe donde se está decidiendo el juego de la vida para los próximos Luis que aparezcan en Colombia.

Vive su realidad anónimamente, nimia estrategia de supervivencia; sabe que sus hijos no llegarán muy lejos por lo estrecho del camino y lo ancho de los problemas que debe superar para que deje de ser Luis y se convierta en alguien sujeto de derechos. No conoce la palabra esperanza.

Mientras hablábamos para enterarme de su tragedia, había vendido unos ocho (8) chuzos de carne, son nueve mil seiscientos pesos, la mitad es ganancia, la otra mitad es para el paga diario. Al final de la jornada vende más de 40 chuzos y se va a casa con más de cincuenta mil pesos que le sirven para aplazar las penas amargas y endulzar lo desabrido de los días en una ciudad que no lo quiere pero tampoco lo maltrata. Simplemente lo soporta como un elemento cruel del paisaje acostumbrado.

Luis no tiene sus días contados en Sincelejo, la estancia va para largo; no se preocupa por recuperar la tierra que dejó allá en los Montes de María, prefiere cerrar esa página del libro de sus días de felicidad, miedo y crueldad. Sabe que aquí el tiempo no transcurre sino que se transforma. Ha decidido abrir otro libro con menos páginas de felicidad y naturaleza y más páginas de delirios y tristezas; “aquí tengo para el “todos los días de la familia” profe, ya yo no tengo derecho a soñar, sólo espero la visita de mis fantasmas”.

 

Coda: Ojalá que el barco cargado que viene de La Habana traiga esperanzas para los miles de Luis que en medio del humo aún no logran ver su propia sombra.

 

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