Conociendo al sargento Malacara
Opinión

Conociendo al sargento Malacara

Noticias de la otra orilla

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noviembre 28, 2020
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A propósito de una magistral interpretación del bolero Delirio que hace Marco Antonio Muñiz en un video de la televisión mexicana de los años 70, me vienen a la memoria tres anécdotas personales con el gran compositor cubano César Portillo de la Luz, autor de algunos de los boleros más importantes de este género especialmente atemperado en las aguas singularísimas del filin.

Quizá fue en mi primera visita a La Habana, en pleno Período Especial en 1994, cuando fui invitado por el Ministerio de Cultura de Cuba al Festival Internacional de Teatro de la Habana, por especial gentileza de doña Nisia Agüero Benítez, destacada promotora cultural de la isla, a quien había conocido en Barranquilla unos meses antes. En el marco de esa invitación, y a instancia de un poeta que acababa de conocer a mi llegada a la capital cubana, fui también invitado a participar en una tertulia poética y musical en el Café Trebolico de La Habana que regía el trovador Augusto Blanca, de quien me enteré era una figura importante en el proceso de la creación del movimiento de la Nueva Trova. La participación en esta tertulia me entusiasmó porque este amigo me comentó que allí estarían algunas figuras de la trova y del filin, y me mencionó entre los posibles asistentes al maestro César Portillo de la Luz.

Yo estaba emocionado con esa posibilidad y cuando llegué al lugar de la cita a eso de las 6:30 p. m. ya estaban allí algunos poetas y músicos también invitados, entre ellos la figura morena, alta y sonriente de Angelito Díaz, otro de los dioses del filin. Pero Portillo nunca llegó.

Muy pronto el propio Augusto Blanca, que fungía de anfitrión, nos saludó con la interpretación de dos o tres temas de su autoría que me resultaron no solo magníficamente interpretados sino llenos de una poesía que recordaba en mucho a las letras y a las soluciones armónicas de Silvio Rodríguez.

Blanca agradeció y nos presentó entonces al nunca bien lamentado Santiago Feliú, con sus canciones llenas de fuerza rabiosa y agónica poesía. Le siguió la adorable Martha Campos y cerró la primera ronda musical que antecedió a nuestra lectura de poemas el gran Angelito Díaz quien nos regaló, desde luego, su única flor, su insuperada “Rosa mustia”, con la que yo podía ya darme por absolutamente realizado.

La segunda ocasión; o mejor dicho, la primera en la que efectivamente estuve frente a frente con Portillo de la Luz, fue en octubre de 1998, en el marco del Festival Internacional del Bolero que organizaba en Barranquilla el periodista Erasmo Padilla.

En la tarde del día inaugural del festival, Padilla entró a mi oficina de la Biblioteca Piloto del Caribe para decirme que le ayudara atendiendo al maestro mientras él hacía unos trámites en las oficinas administrativas del complejo cultural de la aduana en cuya plaza se haría el concierto.

 

El maestro César Portillo de la Luz

Para mí era la oportunidad esperada  y salí de inmediato al encuentro del personaje y pasamos a mi oficina a tomarnos un café. Pocas palabras bastaron para medir su talante. Amable pero severo en sus apreciaciones, fue demoledor con lo que pasaba en la música popular cubana a propósito de la gran eclosión de la timba y de lo que pasaba en el mundo latino con la vulgarización excesiva de la música romántica. Cuán lejos estamos, dijo, de la elegancia musical y de la sofisticación poética de la generación del filin.

Y habló también de lo que sabía de la música colombiana, especialmente del reconocimiento que Lucho Bermúdez tenía en Cuba, y algo que me dejó en verdad atónito: se lamentó que la música de Pacho Galán, que él conocía, no hubiera tenido el gran impacto internacional que merecía, debido a que nunca quiso viajar sin su orquesta, a diferencia de Lucho Bermúdez que salía con sus partituras y trabajaba con las orquestas locales en Cuba, México o Argentina.

Pero dijo algo más que me dejó sin defensas. En algún momento hablamos del Brasil y de la importancia de la bossa nova para la cultura sonora del mundo, y me paró en seco diciendo que lo que esa música había hecho con su estructura armónica jazzeada en los años 60 él lo había hecho ya desde finales de los años 40 con una composición como Delirio, y que aquello no era más que un simple saqueo que los brasileros habían hecho de su propuesta armónica.

Aquello me dejó frío, pero supe que no estaba en condiciones de controvertir semejante aserto y traté de relajarme y disfrutar una conversación llena guiños, mandobles e ironías políticas y culturales contra lo que él consideraba que era y no era en Cuba y en el mundo.

La última vez que lo vi también me sorprendió con una lección de dignidad de quien sabe que está más allá del bien y del mal. Fue en La Habana en el decaído festival Boleros de Oro en la edición de 2015. Una noche fui al teatro Mella a la velada inaugural, en cuyo marco él recibiría una exaltación. Quién sabe a quién se le ocurrió incluir en el protocolo que un joven cantante interpretara en su honor unos temas de Juan Luis Guerra. Y allí fue Troya. Cuando le tocó hablar se vino lanza en ristre contra el disparate de ser homenajeado con temas de otro país y de que aquello no era sino la consecuencia de un lamentable problema educativo de la sociedad cubana, de sus dirigentes y profesores… ¡Y por ahí derecho!

Y cuando el maestro de ceremonia quiso acercarse para decirle algo, lo frenó con un gesto inequívoco de la mano y le dijo que no se le ocurriera  interrumpirlo. Y yo no podía creer que aquello estaba sucediendo en La Habana. El cónsul colombiano Helmut Bellingrodt estaba allí en primera fila.

Gracias por todo, maestro César Portillo de la Luz. Insobornable sargento Malacara.

 

 

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