El país macondiano que se hizo a tiros y que logro sobrevivir su primer siglo desangrado por varias guerras civiles, creció y maduro entre horrores de guerra que cicatrizaron una sobre otra para dejar tatuadas heridas que nunca sanaron y al parecer jamás sanarán. Su gente ha delegado de generación en generación esa perspectiva de pensar y creer que crecer y vivir entre muertos es lo normal, es lo habitual.
Desde siempre, aun antes de la independencia se instauró casi por decreto real que unas vidas valían más que otras. Se estratifico y se denigró no solo las clases sociales sino las razas y las regiones.
Durante el ultimo siglo las cosas no fueron diferentes, al contrario, el país terminó de consolidarse entre guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y las mismas élites políticas que al final siguen siendo los directores de orquesta de las tres anteriores, responsables de más de 220 mil asesinatos en los últimos 40 años.
Pero no es cuento nuevo, todos los colombianos de hoy conocemos -con lujo de detalle- lo que ha sido este mar de sangre donde hemos crecido y vivido. Ese mismo que hacemos llamar el país más feliz del mundo por querer pasar por simpáticos ante una enfermiza antipatía por el dolor y sufrimiento que se vive tras bambalinas, allá en esa Colombia que el citadino no conoce, donde el negro y el campesino es humillado, denigrado, violado, asesinado y desplazado.
La complicidad de los medios y de la religión que, en vez de despertar a una sociedad anestesiada a la violencia y la guerra, se han dedicado a entretenerla con propósito propio cuando debió haber informado sin haber banalizado a las más de 8 millones de víctimas que la Colombia egoísta y deshumanizada de hoy ignora y revictimiza.
Los colombianos estamos tan curtidos de sangre y violencia que los asesinatos selectivos de líderes sociales se volvieron tan normales como los goles de la selección y hasta se escucha decir “buenos muertos” o “masacres con justicia social”. Nos volvimos tan indolentes que la violencia sexual, el feminicidio y el feminicidio infantil se han vuelto noticias tan regulares como los pronósticos del clima y se revictimizan con “eso les pasa por vestirse así”. La sevicia y la tortura que nos evidencias las fosas comunes día a día se han vuelto tan normalizadas en la sociedad que llama más la atención informativa la pelea de un periodista con un político en la red.
Ha llegado a tal punto la desahumanidad en Colombia por lo propio y el compatriota que ante más de medio país forestal quemado de la mano oscura estatal hay más eco porque James sea suplente o porque Vélez le dijo asesino a Petro. Por estos días de tanta crueldad ambiental y animal me sigue retumbando los versos chocoanos de jóvenes negros que por entre calles cantan “hoy en lugar de coco se cosecha coca y el lugar de amor hay enemistad”
Los colombianos que vivimos a un paso al costado de ese sufrimiento somos tan enfermizamente culpables de lo que sucede como lo fueron los miles de europeos que callaron, ignoraron y/o acolitaron la masacre judía cuando el nazismo se rego por Europa. Colombia no está así por el gobierno, ni por la guerrilla, ni por los paramilitares o el narcotráfico, es así porque tiene una ciudadanía anestesiada y sosegada genéticamente por la historia que nos ha destinado a vivir cómodos, cayados, indoloros, cobardes y sumisos ante tanta guerra, violencia y sangre. En conclusión, una Colombia deshumanizada históricamente por le violencia.
